lunes. 29.04.2024

Mercado de un pequeño otoño

El otoño vienés imprime otro color a la vida, es consuelo y hoguera. Qué mejor plan que ponerse un abrigo y lanzarse a descubrir los sabores de otros mundos en una mañana lluviosa...
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Productos de otoño a la venta en el mercado vienés de Naschmarkt. | FOTO: Mila Ojea

Todas las cosas tienen un porqué y un cómo. Las reúne el azar ayudado por Diógenes y su síndrome, la pulsión de que los objetos se cuenten historias entre ellos. Borges decía “nuestras cosas nunca sabrán que nos hemos ido”. Pero yo creo que nuestras cosas nunca son del todo nuestras. Cada piedra, cada cachivache inútil e irrelevante, feo incluso, encierra un misterio, esconde un relato, arrastra un origen. Una mañana en la calle de alguna ciudad, ese atardecer en un camino hacia ninguna parte, el triunfo del sol en una playa a la que tal vez no vuelva. ¿Para qué, si ya me la traje aquí conmigo? Y la calle, y la ciudad, y el camino y la playa me hablan con los sonidos de entonces, con el olor y la luz de aquel instante detenido. Casi siempre las ignoro, pero cuando me detengo a mirarlas, como hoy en esta fría oscuridad de otoño, me señalan, una a una, la maravilla del mundo, escribió Eva Serrano y al leerlo viene a mi mente una mañana vienesa señalada por el riesgo de la lluvia y la melancolía.

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Mural frente al Flohmarkt. | FOTO: Mila Ojea

Caminemos por el Naschmarkt, el mercado callejero en el que llenarnos de olores y sabores, algunos de ellos desconocidos para nosotros hasta este momento. Si es sábado, al otro lado de la calle nos espera el Mercado de las Pulgas, o mejor dicho, el Flohmarkt, para encontrar tesoros ocultos. Estamos en el barrio de Wieden o Cuarto Distrito, un enjambre de calles que combina tradición y modernidad, donde se mezclan iglesias y palacios con tabernas y pequeños comercios llenos de calidez hacia el cliente. Aquí conviven libros viejos y bandejas de frutos secos, cámaras antiguas y restaurantes grafiteados a todo color. Un cúmulo de estímulos y sensaciones para el viajero y los habitantes del lugar.

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Variedad de productos. | FOTOS: Mila Ojea

No es necesario madrugar dado que no resulta especialmente atestado en las horas punta. Se puede caminar, charlar con los dueños de los puestos del rastro, hojear un taco de postales, comprar un ramo de flores o degustar varios tipos de pepinillos marinados hasta decidir cuál nos gusta más. Hay cultura y hay gastronomía, hay letras e imágenes, hay gente interesante y sorpresas expuestas en las mesas.

Llevarse los objetos de otra persona es portar las partículas de un alma, una sombra de desarraigo, las esquirlas de un momento, un suspiro del tiempo. 

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Una vieja balanza. | FOTO: Mila Ojea

Una mañana con olor a café y castañas, huyendo del sofá y la manta, siempre es una buena opción otoñal. Asoma una bandada de nubes grises más allá de los edificios y el aire fresco invita a sumergirse en ese mar de recuerdos que son los mostradores del rastro. Antes de que la lluvia ataque, déjense llevar por la exposición colorida de alimentos y las cajas donde duermen desordenadas fotografías en blanco y negro que cuentan historias de otro tiempo. Que la nostalgia les abrace, que el fuego les caliente, que el humo de un cigarro sea su camino al pasado.

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Esperando un café. | FOTO: Mila Ojea

Entre radios antiguas y piezas de mecánica tal vez les apetezca una cerveza fría y un bocadillo de salchichas ahumadas. Hay que coger fuerzas para luego regatear y negociar precios hasta conseguir el objeto preciado, ese que se irá con nosotros para siempre. Entre las baratijas siempre hay algo cuyo valor sentimental excede todo raciocinio y precio estipulado. El bullicio no es problema para el que sale de caza. Basta con envolverse en la carcasa mullida de un abrigo de paño o apretar la bufanda sobre los labios.

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Colores de otoño. | FOTOS: Mila Ojea

El curioso nombre de Mercado de las Pulgas viene de la Edad Media, cuando esos parásitos campaban a sus anchas por el cabello de la gente y aquí se ofrecía un servicio especial en el que monos entrenados despulgaban cuidadosamente las cabezas. Por aquel entonces, el mercado era el punto de encuentro para los granjeros que traían sus víveres y los ponían a la venta.

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A la rica fruta. | FOTO: Mila Ojea

En su lugar –ya queda lejos el siglo XVI- ahora podemos comer un buen goulash, pan especiado recién hecho, todo tipo de quesos, setas y ostras. La variedad de sabores y colores es infinita y crea una atmósfera única en la ciudad. De la tradición autóctona hemos pasado a la multiculturalidad gastronómica actual. Se puede elegir entre el barroquismo de un cerdo laqueado, falafel o una sopa vietnamita que nos caliente este pequeño otoño ahora que ya no resuenan los últimos coletazos apagados de un agosto olvidado en el calendario.

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Recuerdos de otros tiempos. | FOTOS: Mila Ojea

Tal vez vuelvan a casa con el cartel de una película antigua, un gramófono o una pluma estilográfica que alguna vez escribió una carta de amor y la echó a volar. Nunca se sabe. Llevarse los objetos de otra persona es portar las partículas de un alma, una sombra de desarraigo, las esquirlas de un momento, un suspiro del tiempo. Desaparece tu abuelo y la infancia de tu padre y un país al que aún se llegaba a la playa entre juncos, por caminos sin urbanizar, como bien dijo Gonzalo Núñez. Hay belleza en ciertas pérdidas, ¿no creen?

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Colores para animar una mañana lluviosa. | FOTO: Mila Ojea

Recuerdo la multitud, las frases perdidas en el aire y ese frescor que no aturde sino que anima a caminar. Recuerdo las calles desordenadas, la mezcla de vino caliente y aceitunas, observar a la gente que acaricia los juguetes con mesura y cariño, como si estos les hablaran. Recuerdo que desandé los caminos y que era otoño ya y eso imprimía otro color a la vida y a la recta final de otro año que se escapaba con ligereza. Esta estación es consuelo y hoguera, la tierna esperanza de que uno aún está a tiempo de todo, son velas encendidas y lentitud, literatura vivida, narrativa de las cenizas, mirar atrás y perdonarse.

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