miércoles. 01.05.2024

Viaje a la cicatriz

En la Ciudad Prohibida de Beijing nada ha sido abandonado al azar. Las riadas de gente se mueven en medio de una belleza descomunal que lo copa todo. Más de 500 años han hecho de este lugar uno de los tesoros más cautivadores del mundo.
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Vista de la entrada a la Ciudad Prohibida de Beijing. | FOTO: Mila Ojea

Es una tarea excepcionalmente compleja hablar del lugar al que hoy quiero llevarles. No sólo por su dimensión física descomunal sino por todo aquello que representa, muestra, esconde, otorga y atesora. Es una cuestión de tiempo y espacio, del hoy y del ayer, de lo que fue y lo que es. Pero si uno llega a una ciudad tan impactante como Beijing no pude irse sin pasar al menos una mañana entera en este punto del mapa que glorifica un pasado suntuoso y abraza al viajero con una suavidad inusitada para depositarlo con delicadeza en la memoria de la belleza. Hablo de La Ciudad Prohibida y me propongo desgajar de forma sencilla un sitio apabullante y superlativo. Vamos a volar y lo haremos cogidos de la mano. Yo les sostengo y guío.

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Primera visión de la ciudad. | FOTO: Mila Ojea

Este complejo palaciego situado en el centro de la capital de China, frente a la plaza de Tiananmen, fue la residencia oficial de emperadores y sede política de gobernantes durante más de quinientos años. Su núcleo de poder comenzó con la dinastía Ming en 1420 y se alargó hasta 1912, cuando la revolución derrocó el régimen de la última dinastía feudal, la Qing. Al ser un palacio imperial restringía su acceso al pueblo llano, de ahí el nombre con el que la conocemos ahora. En Gù Gōng nadie podía entrar ni salir sin autorización del emperador.

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Una familia china explora el interior. | FOTO: Mila Ojea

Su forma rectangular ocupa 72 hectáreas y contiene 980 edificios. Para su construcción hicieron falta cerca de un millón de personas entre trabajadores, artesanos y artistas. Sólo su perfección y armonía supera las cifras mareantes de sus proporciones. Protegidos por una muralla de diez metros de alto y un foso de 52 metros de anchura y 6 de profundidad, las construcciones se distribuyen simétricamente y en función de su importancia a lo largo de un eje central que, como una cicatriz, se extiende de norte a sur.

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Estancias y detalles. | FOTOS: Mila Ojea

Hay dos partes diferenciadas, la Corte Exterior y la Corte Interior. Los edificios más grandiosos de la Corte Exterior son el Salón de la Suprema Armonía o Taihe Dian –que se sostiene sobre 84 pilares de un metro de diámetro cada uno y donde se celebraban las grandes ceremonias-, el Salón de la Armonía Central o Zhonghe Dian –donde los emperadores descansaban y se preparaban los ritos- y el Salón de la Armonía Preservada o Baohe Dian –donde se servían los banquetes y se hacían los exámenes nacionales a los futuros funcionarios-.

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Tejados amarillos. | FOTO: Mila Ojea

En la Corte Interior los emperadores arreglaban los asuntos cotidianos y vivían con las emperadoras y concubinas. Contiene el Salón de la Unión y la Paz - para celebrar el cumpleaños del emperador, el Año Nuevo y el solsticio de invierno-, el Palacio de la Pureza Celestial –donde vivía el emperador-, el Palacio de la Longevidad - utilizado para ritos de sacrificio y que ahora es una sala de exposiciones con unas 30.000 piezas de jade, porcelana y joyas-, el Palacio de la Tranquilidad Terrenal - aquí pasaban la noche de bodas el emperador y su esposa, y después pasaba a ser la residencia de la emperatriz-.

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Los leones vigilan a la multitud. | FOTO: Mila Ojea

Fue en 1924 cuando se abrieron las puertas al público tras convertir a la ciudad en un museo cultural e histórico. Lo impenetrable se ofreció a los ojos de todos los visitantes. Hoy en día es una de las mayores atracciones turísticas de China. Sólo hay un pequeño problema y es que somos muchos los que queremos recorrer sus jardines, santuarios, barrios, pasarelas e incensarios. De modo que no esperen tener el privilegio de la soledad. Tendrán que lidiar con las multitudes y riadas de personas que pululan de un lado a otro. El turismo chino copa todos sus tesoros y la Ciudad Prohibida recibe una auténtica migración de autóctonos. Pero, he aquí lo sorprendente, también encontrarán rincones henchidos de paz y aleteo de pájaros. Como si la grandeza de este lugar hubiera firmado un pacto secreto con la naturaleza para permitir que un resquicio de placidez y respeto se cuele entre los arbustos y nos acaricie.  

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Rincones y colores. | FOTOS: Mila Ojea

Es entonces cuando nos abandonaremos a los espacios. Y cada uno encontrará ese momento que parece esperarle allí, escondido entre los muros y los pinos de los patios, bajo un tejadillo del que cuelgan campanillas doradas o apoyado en una columna ricamente decorada con tonos rojizos predominantes. Concédanse un instante a sí mismos. Siéntense y respiren hondo. Quedarán muy lejos las voces de los turistas, el murmullo de los pasos, los clics de las cámaras fotográficas. Miren a su alrededor para embeberse de los detalles: las diminutas figuras de hombres a caballo, las ramas acodadas sobre los templos acristalados, las tejas amarillas, las tortugas y grullas de piedra. O el xiezhi, animal que sabe distinguir entre el bien y el mal según la mitología china. Hay una invitación latente a la observación minuciosa. Nada podrá robarles ese momento, es suyo para siempre.

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Dos jóvenes chinas paseando. | FOTO: Mila Ojea

Toda la ciudad es un relato de otra era teñida de solemnidad. Traten de imaginar lo que sería vivir aquí antaño. Esa pátina de historia y gestas legendarias cubre las paredes de esta maravilla del mundo. Su nombre en chino, Zǐjìnchéng, significa Ciudad Púrpura Prohibida. El detalle de ese color concreto viene de los antiguos astrónomos chinos, para los que la Estrella Púrpura (Estrella Polar) estaba en el centro del cielo, y el Emperador del Cielo debía vivir en un palacio de ese tono singular y astrológico.

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Decoración de los tejados bajo un cielo gris. | FOTO: Mila Ojea

Los edificios son en su mayoría de madera y mármol, mientras que suelos y techos son de cerámica. Lo más llamativo son sus tejados de colores a diferentes alturas y rematados siempre con elementos decorativos cuya función es repeler a los malos espíritus. Para hacer los ladrillos se utilizaba cal blanca y harina de arroz, mientras que el cemento era una mezcla de esa misma harina con clara de huevo. Impresiona la resistencia de los materiales en este vasto recinto. Declarado Patrimonio de la Humanidad en 1987, la UNESCO lo considera el mayor conjunto de estructuras antiguas de madera del mundo.

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Alturas y volúmenes. FOTO: Mila Ojea

En cada esquina hay una torre de observación con forma de pagoda. Las estatuas de dos leones vigilan la entrada a cada uno de los pabellones. Tal vez parezcan iguales pero hay que fijarse en las patas delanteras: los que se apoyan en una pelota son leones y los que camuflan un cachorro son leonas. Otros simbólicos seres, los dragones, aparecen tallados en las rampas que facilitaban el tránsito de los carruajes. Un mes y 20.000 obreros fueron necesarios para construir esta Gran Escalinata. Nada ha sido abandonado al azar: la ciudad posee una armonía numérica basada en los números impares, especialmente el nueve, que representa la fuerza y la sabiduría. Hay 9.999 estancias y las puertas están decoradas con 81 tachuelas (9 filas de 9 clavos) sobre las que se posan las palomas, despreocupadas de las matemáticas. Rematando las esquinas de los tejados hay filas de nueve animales míticos que en el taoísmo son el cielo y la perfección.

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Jardines y templo de la Paz Imperial. | FOTOS: Mila Ojea

Cada zona es una entidad propia. Atravesar la Puerta Meridiana, con el retrato de Mao Tse-Tung, es ingresar en un nuevo mundo. Tras haber recorrido los patios de mármol, el riachuelo donde se balancean las barcas, las pasarelas hacia los palacios y los museos, llegaremos hasta la parte en la que el cuento y la ensoñación terminan. Antes de salir por la Puerta del Valor Espiritual y ser desahuciados hacia la cotidianeidad rutinaria de nuestras vidas, una última sorpresa nos espera. Se trata del Jardín Imperial, un patio interior de rocas que alberga un pino símbolo de la armonía entre emperador y emperatriz que tiene más de 400 años. En el centro emerge, entre la vegetación y las flores, el Templo de la Paz Imperial, donde se practicaban ritos de alquimia y adivinación. Hay una escultura fascinante de un dorado elefante arrodillado mirando al suelo que representa el agradecimiento hacia los que por allí hemos pasado, una reverencia como despedida. Todo es una fantasía arquitectónica que da la estocada al visitante borracho de estímulos. Un extraño adiós, una traca festiva de final de viaje, un último brindis de belleza desbocada. Ya nada, nunca, será lo mismo.

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Dragón y campanilla. | FOTO: Mila Ojea

Habitar el mundo es prestarle atención al tiempo que corre, ponerse de lado y dejarlo pasar, dejarlo correr. Es ponerse a vivir todo ese sol, dentro y fuera, celebrar todas las migas de pan que el tiempo nos echa encima como si fuéramos pájaro, gorrión. Lo que nos queda es siempre lo más ínfimo, lo más intangible. Nunca sabremos cómo se hace. El mundo. Cómo volver a coser las estrellas, cómo despertar la primavera. Las ciudades se hunden, los días desbordan. Esta abundancia de todo lo que es nada nos deja sin voz. De pronto nos paramos, nos ponemos a leer, pensar, ver. De pronto respiramos. Y así nos enteramos de que vivimos, en ese parar que también es habitar el mundo. El cielo abraza más fuerte, los árboles clarean, la noche de repente es azul, un libro nos inventa. Disfruta de ese jaleo del viento sobre la mejilla, de ese vermú en la esquina del mostrador, una tarde de viernes. Que sea la ceniza o el trigo, hay que llevárselo todo, no dejar ni una miga de vida sobre la mesa, cogerlo todo, aunque sea un solo día, una semana entera, vivirlo todo. Te volteas, ayer se asoma, mañana desaparece, el tiempo es ese ratón que se escabulle, que se ha metido por el agujero. Cuando te percatas, ya se ha ido. Estas palabras de Javier Santiso me sirven para celebrar todo lo que sentí en esa ciudad centenaria que ante mí se abría y desfloraba.

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Última visión de la Ciudad sobre el foso. | FOTO: Mila Ojea

Mezclada entre los chinos vestidos con ropajes antiguos y disolviéndome por la humedad insoportable del verano, me rendí a la belleza majestuosa y el esplendor de todo lo que allí me rodeaba. Crucé la enorme puerta que me despedía al sur de la cicatriz y salí del recinto flotando en el deslumbramiento. Aún me ardía en el corazón ese fogonazo desmesurado y vívido. Detuve mis pasos por la acera y me volví un momento, para ver por última vez la fortaleza que dejaba atrás. La pagoda que asomaba sobre los muros se reflejaba en el agua del foso trenzada con las algas y suspiré, estremecida, antes de decirle adiós, enamorada para siempre.

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