Pienso mucho en las manos de mi abuela. Las pienso porque las recuerdo con detalle, porque las vi envejecer y convertirse en un ramillete de ramas secas, porque me acariciaron desde que nací hasta que ella se fue para siempre. Y porque mis manos se están convirtiendo en sus manos.
No hay nada en el mundo más importante que el respeto por las personas y, sobre todo, por los ancianos. Aquellos que nos abrieron el camino que ahora nosotros transitamos silbando con una brizna de hierba entre los labios, ajenos a penurias, batallas y trincheras que, con suerte, jamás conoceremos.
Pienso en las manos de mi abuela que recogieron manzanas, tricotaron chaquetas, amasaron pan, pesaron bacalao, acunaron a mi madre y amaron a mi abuelo. Y esas manos generosas me llevan a las de otra mujer, una vietnamita que vi en un puesto del mercado a las afueras de Sapa, y en las que reconocí las manos de mis antepasados. Esta mujer de las montañas del norte, vestida con el traje tradicional de la etnia hmong, era una virtuosa del tejido y el dibujo tal como mis ojos pudieron comprobar asombrados.
Estaba en la provincia de Lao Cai, a los pies del monte más alto de Indochina, el Fansipan, donde dicen que un día tiene cuatro estaciones: una mañana suave como la primavera, un mediodía ardiente como el verano, una tarde colorida como el otoño y una noche fría como el invierno. Doy fe de todo ello. Caminaba con L. por el mercado, parándome a hacer fotos de vez en cuando, disfrutando de las cascadas que rodean el recinto y las sonrisas de los niños, cuando vi este pequeño taller donde tres mujeres se afanaban en sus tareas. Una cortaba bambú con un enorme cuchillo, otra sacudía el telar para unir las hilaturas y la tercera, la mayor, estaba sentada en el centro.
Cubierta por un tejadillo de madera, sólo disponía de una mesa, una banqueta con un cojín estampado y sus útiles de trabajo, véase: un brasero repleto de cenizas que mantenía caliente un cuenco con tinta, una bola de cera, un paño cuadrado de algodón o lino de color blanco y un pincel de hoja fina como un lápiz con el que iba delineando todo el diseño del dibujo. Aquí no había trampa ni cartón, ni ordenador ni regla, sólo los dedos hábiles y experimentados de quien lleva toda la vida haciendo eso. No parecía fácil ni siquiera observando el movimiento grácil de sus dedos, pero ella iba marcando el dibujo con la tinta que recogía del brasero aposentado en el suelo, al lado de sus sandalias de cuero. Las formas geométricas estaban perfectamente colocadas en su posición, donde después la cera haría la función de impermeabilizar el trazo y, al ser cocido en el tinte oscuro, aquel pañuelo mostraría, una vez seco, el resultado de tan ardua y tribal habilidad.
Esta técnica llamada batik es la forma en que los hmong aplican el llamado “teñido por reserva” que consiste en aplicar capas de cera o parafina sobre las zonas que no se desean teñir de modo que las anilinas se fijen en las partes no cubiertas. Una vez hecho el diseño, se aplica el calor entre treinta y sesenta minutos, se retira el material del baño de teñido y se enjuaga tantas veces como haga falta hasta que deje de desprenderse la anilina. Recuerdo que había en el taller muchas telas colgadas ya con el dibujo prendido para siempre en vivos colores.
La protagonista de “El gánster que todos andamos buscando”, un libro sencillo pero inmenso escrito por lê thi diem thúy, es una niña vietnamita de 6 años (nunca sabremos su nombre) que en 1978 huye con su padre del país debido a la guerra y empieza a vivir en San Diego acogida por una familia norteamericana. En su proceso de adaptación a su nueva casa, encuentra refugio en un despacho donde han colocado una vitrina con una valiosa colección de reproducciones en miniatura de animales de cristal. A ella le llama especialmente la atención una bola que contiene en su interior una mariposa de color marrón dorado. Entraba a hurtadillas y me pasaba la hora visitando a la mariposa. La encontré, como la otra vez, dentro del grueso disco de cristal sobre la pila de cartas y recibos de alquiler. Cuando levanté el disco vi que estaba atrapada en un charco de gelatina amarilla. Aunque lo giré muchas veces, no logré averiguar el lugar por donde había entrado volando o por el que podría volver a salir, cuenta.
Su cabecita de 6 años, llena de curiosidad y vacía de miedo, es incapaz de comprender cómo el insecto ha ido a parar ahí y se obsesiona con el objeto. Me acerqué el disco a la oreja y escuché. Al principio, sólo oí el sonido de mi propia respiración, pero, después, percibí un leve murmullo, como alas rozando el cristal de una ventana. Era una canción susurrada. Era la forma de hablar de la mariposa y me pareció entenderla.
Una noche, la niña le cuenta a su padre el problema de la mariposa atrapada en el vidrio, y le explica que quiere salir.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque me ha dicho: “shuh-shuh / shuh-shuh”
Ba se incorporó, sacudió su pesada cabeza de un lado a otro y se dio unos golpecitos en una oreja y luego en la otra.
-¿Qué haces? –le pregunté.
-Tengo que sacarme las palabras de la mariposa de la cabeza antes de que se hagan más grandes –dijo Ba, inclinando la cabeza hacia un lado para que las palabras pudieran escaparse como el agua- . Ahhh… -suspiró, tirando de los lóbulos de sus orejas-. Me he vaciado de mariposas. Ahora ya puedo dormir.
La niña está convencida de que la mariposa está viva y pide ayuda a todos los que conoce para sacarla de su cárcel de gelatina, pero nadie la toma en serio.
-Escúchame, pequeña. Ninguna mariposa podría sobrevivir en un disco de cristal. Aunque su cuerpo esté vivo, estoy seguro de que su alma hace tiempo que se fue volando.
-Si no hay alma, ¿cómo puede llorar para pedir ayuda? –pregunté.
Pese a que tiene prohibido tocar a los animales de la vitrina, la niña va todos los días a verlos, les habla, les cuenta cosas, les abre la puerta para que puedan respirar. Los tíos ignoraban que no era la mariposa quien no tenía alma, sino estos animales de cristal, relata. Una semana antes de las vacaciones de Navidad, agobiada por el problema sin solución, sentada frente a la vitrina de los animales sin alma, pierde la razón. Saqué el disco del bolsillo de mi camisa y lo cogí con una mano. Lo zarandeé un poco, sintiendo su peso en mi palma. La mariposa yacía dentro. Estaba inmóvil, como alguien experto en contener la respiración o en hacerse el muerto. Sostuve el disco cerca de mi oído y escuché. Mi corazón latía y no se callaba. Sostuve el disco a cierta distancia, sacudí la cabeza y volví a acercármelo a la oreja. Allí, muy débil, estaba el sonido. Era como una cortina ligera, casi transparente, ondeando a través de una ventana.
Entonces lanza el disco con todas sus fuerzas hacia un lado pero algo falla, el disco cambia la trayectoria en su vuelo como un proyectil y estalla contra la vitrina, rompiendo todo. Rebota en la vajilla y sale disparado de nuevo hacia la habitación. El despacho se llenó de los sonidos que hacen los animales. Ba y los tíos abrieron la puerta de golpe. Di una vuelta en la silla, buscando con la mirada la mariposa en el techo.
-Shuh-shuh / shuh-shuh.
Igual que esa mariposa condenada a la eternidad, los dibujos del batik de la anciana han recorrido un camino de siglos hasta llegar a aquella mañana de niebla en el mercado de Sapa. Tienen un significado ancestral, un por qué estar en el mundo, una historia esencial y primitiva que contar. Los dedos hinchados y quejumbrosos de la mano que los derramaba en el tejido rozaban la perfección en cada trazo, en la cadencia con que repetía las geometrías, en la paciencia de sus valores y costumbres.
Me lleva tanto tiempo trazar una sola línea en la oscuridad que esta parece hacerse más larga y profunda, convertirse en un río, en un túnel, en una zanja o en las raíces de los árboles que mi madre dice que crecen en mi interior. Si es un árbol, aún no tiene hojas ni frutos, sólo es un tronco de ramas delgadísimas. Si es una trinchera, aún no hay gente escondida en ella. Está recién cavada y vacía. Si es un túnel, no estoy segura de adónde lleva. Y si es un río, no sé por dónde se llega al océano, escribe tiempo después la pequeña, en otra vida.
Las manos de mi abuela fueron después las manos de mi madre y ahora son mis manos. Esas manos acaban aquí, en las mías. Las manos de la anciana vietnamita dibujan el futuro desde el pasado. Ella une líneas, yo palabras. Cultivamos un jardín interior, nuestras semillas florecieron, perpetuamos el legado. Todas somos una mariposa atrapada en una lágrima de cristal. Mariposas con alma. Y desde ese lugar, con nuestras manos –estas manos llenas de fuego y asfalto que han visto al cosmos palpitar-, construimos el mundo.