domingo. 28.04.2024

Bajo el ala del dragón

En los globos terráqueos la isla yemení de Socotra es una mancha irrelevante, un punto en medio de la nada innombrable, más asomado a África que a Oriente Medio. Un Edén anclado, un continente sin registrar, sin sentido alguno del orden, una belleza caótica e inverosímil. Todo eso es la Socotra que yo vi y amé.
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Horizontes tras un árbol de sangre de dragón. | FOTO: Mila Ojea

Dicen que uno nunca se va de Socotra y creo firmemente que es cierto. Me alumbra la certeza y la nostalgia, me atrapa la memoria, me sube por las venas la resina roja de los dragos. He sido presa de un hechizo, algo dentro de mí ha quedado larvado en ese pasado fugaz que fueron mis días socotríes. Me envuelve la risa de los niños, el vaivén pausado de las olas turquesas, el berrido musical e infantil de las cabras, sopla un viento dulce.

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Pueblo típico socotrí. | FOTO: Mila Ojea

Esta isla de Yemen es uno de mis mayores sueños hecho realidad. Socotra alberga muchas Socotras dentro de sí. No es sólo un dibujo en un mapa, sino un conjunto de fantasías orgánicas. Como si un dios travieso hubiese metido en una caja un montón de paisajes diversos, los hubiera agitado y después volcado sobre ese pedazo de tierra emergente del mar. Así, cuando uno la recorre, va encontrando desiertos, junglas, ahora un río, ahora un manglar, aquí una playa, allí un desfiladero, palmerales, grietas por las que discurre una corriente de agua verde, y árboles salpicados como granos de sal.

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Vista de los primeros dragos. | FOTO: Mila Ojea

Uno de sus símbolos es el árbol de sangre de dragón y he aquí la primera visión de ellos que tuve. Cuando uno empieza a ascender por la carretera hacia Firmhin, aparece el primero. Es una silueta en forma de paraguas abierto, un abanico de madera abriéndose en números pares, un tronco que se divide en dos ramas, de las cuales brotan otras dos ramas y así sucesivamente hasta completar ese cuerpo vegetal y asombroso. Uno no puede olvidar ese primer ejemplar.

No quiero olvidar.

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Horizontes montañosos. | FOTO: Mila Ojea

Después, a medida que avanzamos, los dragos van multiplicándose y se extienden por una alfombra de montañas, cada vez más cercanos unos a otros. Su nombre en latín es dracaena cinnabari y alcanza una altura máxima de 10 metros. Es una planta arborescente endémica de Socotra y crece a 600 metros de altitud, donde encuentra la humedad y las nieblas necesarias para su supervivencia. Todo viene de un milagro: Ralph Waldo Emerson escribió que la creación de mil bosques está en una sola bellota.

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Bajo el ala del dragón. | FOTO: Mila Ojea

Debe su nombre a la resina que exuda cuando se le hace una incisión. De esa herida brota un líquido rojo que en la isla han aprendido a usar como medicamento. Este colorante sólo se recoge una vez al año y siempre ha sido una sustancia muy apreciada y valiosa en los mercados. Antiguamente se  vendía incluso en Europa, donde llegaba a través de la ruta del incienso. Era conocida por los romanos, griegos y árabes. En la India la usan en ceremonias y en China para la ebanistería.

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La sangre del dragón. | FOTO: Mila Ojea

Abdul, el jefe de nuestra expedición, nos mostró ese polvo rojizo que se extendía en la palma de su mano como un jarabe. Estaba seca porque no era su momento de recolección pero seguía vistiendo ese tono vibrante que la distingue. Con una navaja raspó la corteza de un bellísimo drago que se asomaba a la carretera y vimos brotar la magia. Se usa para cosas tan dispares como rituales, colorante, pasta dental, incienso, pegamento, coagulante o barniz de violines. Hay múltiples vidas en él.

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Estructura interior. | FOTO: Mila Ojea

La existencia de los dragos está, desde hace tiempo, en grave peligro debido a las lluvias cada vez más insuficientes que riegan la isla. Se ven abocados a un destino doloroso. En una de las paradas que hicimos, vi varios ejemplares devastados por el tiempo y los ciclones, tirados en los campos como cadáveres secos. Me llamó mucho la atención la compleja estructura interior de sus ramas, como unas tuberías rellenas de pelillos blandos erizados. Entendí por qué no se consideran árboles sino una herbácea leñosa, sin anillos que certifiquen su edad en el tronco. En ellos se preserva la identidad de ese mundo llamado Socotra.

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El drago solitario. | FOTO: Mila Ojea

Aún no habíamos llegado a los bosques pero su presencia se hizo ya continua a cada lado del camino. Daba igual el número de ellos que hubiera, su figura semicircular nos acompañó desde entonces y no podíamos apartar los ojos de ella. Había una atracción y ternura inconmensurables hacia esas entidades corporales enigmáticas que nos observaban en silencio, agitadas de vez en cuando por la brisa.

Me envuelve la risa de los niños, el vaivén pausado de las olas turquesas, el berrido musical e infantil de las cabras, sopla un viento dulce.

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Socotrí en camello. | FOTO: Mila Ojea

Yo también soy salvaje y mi llanto es salvaje y mi mente es salvaje y me están arrebatando lo último que me quedaba de mi mundo salvaje. Ya no soy una niña salvaje porque me han roto en cien millones de pedacitos salvajes, escribe Katya Balen en su libro “Octubre, octubre”. ¿Se puede condensar en una sola gota todo el alma del universo? En ese reducto de silencio sucedía –ahora lo sé- el incesante intercambio entre la serenidad y la euforia. Y envuelta en montañas, allá en lo alto, se erigía la vida. Era posible que, bajo su sombra, habitara la semilla del génesis. Tan lejos, por qué no.

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A la sombra del dragón. | FOTO: Mila Ojea

Miro atrás, hacia ese pasado que fue ayer mismo. Así nos vamos construyendo, mediante los recuerdos. Todavía brota esa pulsión dentro de mí, la que me lleva a todos los caminos. En los globos terráqueos Socotra es una mancha irrelevante, un punto en medio de la nada innombrable, más asomado a África que a Oriente Medio. Un Edén anclado, un continente sin registrar, sin sentido alguno del orden, una belleza caótica e inverosímil. Todo eso es la Socotra que yo vi y amé. Esa isla me enseñó que el tiempo no es lineal sino circular. Por eso sigo allí. No puedo volver porque no me he ido.

Bajo el ala del dragón
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