sábado. 27.04.2024

Yo tenía una granja en África

Karen Blixen fue una mujer tozuda, inteligente y rotundamente magnética. Dejó para la posteridad varias obras, aunque siempre será recordada por sus "Memorias de África". Hoy caminamos por su granja, donde persiste su alma en todos los rincones.
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Máquina de escribir de Karen Blixen en su casa de Nairobi. | FOTO: Mila Ojea

Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. Así comienza “Memorias de África”, el libro de Isak Dinesen -seudónimo de la danesa Karen Blixen- que leí con 16 años un caluroso julio sentada en la soleada galería de la casa de mi abuela. Quién me iba a decir entonces que mucho tiempo después, a la edad de 43 años, iba a pisar esa granja ahora reconvertida en museo nacional, recorrer sus aposentos, sentarme en su jardín y observar a lo lejos las colinas de Ngong con su característica forma de nudillos de un puño cerrado. El futuro siempre te sorprende y llega demasiado rápido.

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Casa de Karen Blixen. | FOTO: Mila Ojea

Para acompañarme en este recorrido tuve a un joven keniata educadísimo que hablaba inglés con una voz tan suave como la brisa que soplaba esa mañana en las afueras de Nairobi. Fue una visita privada y disfruté de su agradable trato dedicado sólo a mí. Nos sentamos en un banco del jardín y en primer lugar me preguntó si había leído el libro o visto la película que Sydney Pollack rodó en 1985. Sobra decir que el libro lo leí en una ocasión, pero del film he perdido la cuenta  de las veces que lo he visto y continúa rompiendo mi corazón, especialmente cuando suena la extraordinaria banda sonora que John Barry compuso y que me traslada a esos paisajes de colinas, lagos rosados, la imponente sabana y animales salvajes presidiendo unas tierras que eran, son y siempre serán suyas.

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La baronesa fotografiada en su salón. | FOTO: Mila Ojea

Después me contó con todo detalle la fascinante vida de Karen, hablamos mucho tiempo allí, sin prisa. Entramos en la casa, construida en 1912, y me fue explicando, estancia por estancia, todos los muebles, enseres, cuadros y recuerdos que allí había almacenados tal como lo estuvieron en vida de la baronesa. Además, en el pasillo de entrada a la casa pude ver una vitrina donde exponían ediciones del libro en todos los idiomas, algunas ajadas y vividas –como debe acabar cualquier obra que ha traspasado su alma literaria para ser un ente etéreo y agarrado a nuestras entrañas-.

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Armario con la ropa cedida tras el rodaje de la película. | FOTO: Mila Ojea

Había también objetos y prendas que la productora de la película había donado para su uso en esa casa que era, en definitiva, un homenaje a su antigua moradora y dueña, y que reflejaban perfectamente el espíritu que habitó aquella maravillosa granja en sus días más felices. Así, en la habitación de Karen, frente a un armario donde estaban cuidadosamente colocados pantalones, botas, cascos  y otras ropas que habían sido usados por los actores –esto es lo más cerca que voy a estar de algo relacionado con Robert Redford, pensé, enamorada para siempre- me vi sumergida en un mar de emociones que evocaban escenas prendidas para siempre en mi sensible retina.

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Dormitorio de Karen Blixen. | FOTO: Mila Ojea

Me fue permitido hacer todas las fotografías y preguntas que quise, y también el joven se interesó por mi vida y hablamos de temas más personales. Entre otras cosas no sé por qué le conté que había publicado un libro y estudié pintura durante varios años de mi juventud.

-Pero bueno… Tú eres la Karen Blixen española! –dijo asombrado. Creo que enrojecí de vergüenza, pues nada más lejos y presuntuoso que comparar ciertos datos de mi vida sencilla con la apasionante e intensa biografía de la deslumbrante señora Blixen.

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Sello y detalles de objetos de la casa. | FOTOS: Mila Ojea

En la cocina se exhibían piezas como azucareros, ollas, vajilla y útiles de almacenamiento, algunos de ellos un poco oxidados y por tanto auténticos. Me sorprendió la tierna humildad de esta estancia, la había imaginado más opulenta y colorida. A esa cocina se asomaba Lulu, la pequeña gacela huérfana que la baronesa compró un día de julio de 1922 a unos chiquillos con los que se encontró en la carretera. La bautizaron con esa palabra que en swahili significa perla, la alimentaron con biberón y la granja fue su hogar a salvo de los leopardos. Pero después de un tiempo desapareció.

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Ereri pintado por Karen. | FOTO: Mila Ojea

Un día, al volver de Nairobi, Kamante (un niño kikuyu al que ella salvó prácticamente la vida y que la acompañó hasta su último día en el continente) me esperaba a la puerta de la cocina y se acercó muy excitado para decirme que Lulu había estado en la granja ese mismo día y traía consigo su toto, su bebé. Unos días después tuve el honor de encontrarla entre las cabañas de los criados muy atenta y sin ganas de juegos, con una cría muy pequeña detrás de ella, tan delicadamente torpe de movimientos como lo era la propia Lulu cuando la vi por primera vez. Llegó a tener otra cría y siguió apareciendo por la granja de vez en cuando durante muchos años, manteniendo el vínculo que la unía a este lugar mágico.

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La magnífica biblioteca. | FOTO: Mila Ojea

La biblioteca del estudio donde Karen escribía me deslumbró. También contenía su vieja máquina de escribir y había fotografías salpicadas por los rincones que relataban su vida, su rostro y ese aura decadente y elegante de la mujer tozuda, inteligente y rotundamente magnética que fue. Conserva además el reloj de cuco que trajo desde Dinamarca. En esta parte de la casa es donde Karen y Denys Finch Hatton, su gran amor, se sentaban a hablar hasta la madrugada en las ocasiones en las que él la visitaba. No tenía otro hogar en África que la granja, vivía en mi casa entre safaris y allí tenía sus libros y su gramófono. Cuando él volvía a la granja, esta se ponía a hablar. Hablaba como pueden hablar las plantaciones de café, cuando con los primeros aguaceros de la estación de las lluvias florecía, chorreando humedad, una nube de tiza. Cuando esperaba que Denys volviera y escuchaba su automóvil subiendo por el camino, escuchaba, al mismo tiempo, a las cosas de la granja diciendo lo que en verdad eran.

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El banco metálico del jardín. | FOTO: Mila Ojea

Después de ver la casa salimos de nuevo al jardín. Allí puede verse maquinaria original y herramientas utilizadas en la antigua plantación de café. En la parte trasera me fijé en un banco metálico que reposaba a la sombra de un frondoso árbol. Se me ocurrió decirle a mi guía que ese era un lugar fantástico para escribir un libro y, entusiasmado, me hizo prometer que, si volvía a crear una segunda obra, iría allí para inspirarme y teclear bajo esa fresca sombra. Tal vez asomara entre las flores el lomo aterciopelado de Lulu y sus totos, juguetones y tímidos. Entonces la granja me hablaría con su nube de tiza y sus columnas de agua y el color tostado de las semillas de café. O quizás allí –ojalá- me esperaría, invisible, el alma de Karen, como una mariposa gélida que se resiste a irse.

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Fotografía de Karen y Denys. | FOTO: Mila Ojea

La casa se asienta en lo que hoy es un barrio del suroeste de Nairobi residencial y elitista que se llama Karen en homenaje a su dueña. Hasta aquí llegaban viajeros de todo el mundo para quedarse unos días en un lugar que parecía inalterable, fértil y muy acogedor. Digo parecía porque no fue así. La vida castigó a Karen de múltiples formas, una de ellas fue viéndose obligada a abandonar la granja. Uno de los momentos más trágicos de su historia personal: me despedí de cada uno de mis criados y cuando me marché, a pesar de que habían recibido cuidadosas instrucciones de que cerraran las puertas, las dejaron abiertas de par en par. Era un gesto típico de los nativos, como si con ello quisieran decir que yo volvería. O tal vez lo hicieron para indicar que no existía razón para cerrar las puertas y que daba igual dejarlas abiertas a todos los vientos.

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El artista de la granja. | FOTO: Mila Ojea

Después embarcó en Mombasa con veinticinco cajas que guardaban embaladas sus últimas pertenencias y nunca regresó a ese África de miel y veneno que la había vencido. Cuando se ha sido feliz en un lugar que tanto ha cambiado, igual que cambiamos nosotros mismos, no se debe regresar, escribió.

Termino el recorrido en el porche trasero de la casa. Si Karen y yo hubiéramos coincidido en el tiempo y el espacio, este sería el lugar en el que hubiéramos escuchado sus vinilos de charlestón mientras tomábamos té, hablábamos durante horas y alimentábamos ese ansia viva que nos habitaba por contar el mundo que conocemos. Antes de irme descubrí que un pintor había montado allí un puesto de venta de sus obras. Hacía acuarelas, gouaches y otras técnicas con las que decoraba papiros, lienzos y murales de todos los tamaños. Aquel rincón se había convertido en un escenario que irradiaba felicidad a través de todos los colores y estampados que salían de su imaginación. No pude resistirme a comprarle unas postales donde había impreso la inconfundible figura alargada y enjuta de los cuerpos de los masais cubiertos con sus túnicas y apoyados en bastones. Fue y es el recuerdo que conservo de mi paso por aquél lugar con el que había soñado tantas veces.

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Retrato de Karen. | FOTO: Mila Ojea

Vuelvo a las páginas de ese libro que me sigue acompañando. Los párrafos que más me han emocionado siempre de su obra son aquellos que predicen el final de Denys, esa abrupta ruptura que provoca el destino y de la que Karen nunca se recuperó. No puedo evitar llorar cada vez que los leo y han sido tantas las veces que los he memorizado y desde hace muchos años viven en mí:

La mayor parte de las veces, cuando estábamos juntos, hablábamos y actuábamos como si el futuro no existiera; nunca se había preocupado mucho por él, como si supiera que podía aprovechar fuerzas desconocidas para nosotros, si quería.

Le pedí que me dejara ir con él, porque me parecía que sería muy bonito ver el mar. Primero me dijo que sí, pero luego cambió de opinión y me dijo que no. Le recordé que me había dicho que me llevaría a volar sobre África en su avión. “Sí, me acuerdo”, dijo. Fue la única vez que le pedí a Denys que me llevara consigo en su aeroplano y me dijo que no.

Cuando ya se había ido hacia el aeródromo en automóvil, volvió hacia atrás para buscar un volumen de poemas que me había regalado y que quería llevar consigo en el viaje.

Luego se fue para siempre, despidiéndose con la mano.

Así que fue como había pensado: al sonido del nombre de Denys se me reveló la verdad y lo supe y lo entendí todo.

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