miércoles. 01.05.2024

Reniego de lo intacto

Italia ama el cine y el cine ama a Italia. Todo puede suceder en las viejas calles de Nápoles o de la bella Amalfi, donde tierra y mar se confunden y unen para dar más aliento a la vida que soñamos.
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Vista de la costa y la localidad de Amalfi. | FOTO: Mila Ojea

En una escena de la película “Fue la mano de Dios” (Paolo Sorrentino, 2021), podría resumirse todo el aprendizaje de las heridas que nunca se cierran. En ella, el protagonista, un joven napolitano llamado Fabietto Schisa, huérfano adolescente que está viendo una obra de teatro, descubre en el patio de butacas a un director de cine al que admira, Capuano. Este se pone en pie para ridiculizar la actuación de la actriz que preside el escenario y sale del local furioso. Fabietto le sigue en dirección al puerto y se presenta.

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Puesto de venta de fruta en la carretera de la costa. | FOTO: Mila Ojea

-Los admiradores me importan una mierda –le dice Capuano haciendo aspavientos con las manos. –A mí me gusta el conflicto, ¿vale, chaval? ¡Sin conflicto no se avanza!

Caminan unos metros juntos intercambiando algunas frases hasta que Capuano le pregunta qué está mirando.

-Nada, mirar es lo único que sé hacer –responde Fabietto.

-Tengo que irme, ¿qué quieres?

-¿Qué quiero? ¡Todo! Todo. Lo que ha dicho en el teatro me ha llegado, es decir, no pensaba que alguien pudiese levantarse a protestar.

-Es que eso no se hace –le explica el cineasta. –Pero yo hago lo que me da la gana, yo soy libre.

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Campanario del Duomo de Amalfi. | FOTO: Mila Ojea

Caminan un trecho hablando de varias cosas.

-La vida, ahora que mi familia se ha roto ya no me gusta. No me gusta –repite negando con la cabeza el joven Fabietto.- Quiero otra vida, una imaginaria igual que la que tenía antes. La realidad ya no me gusta. La realidad es decadente. Por eso quiero ser cineasta, aunque haya visto sólo tres o cuatro películas…

-¡No basta, Schisa!, ¡no basta! ¡El cine, el cine, todos quieren ser putos cineastas! Pero para ser cineasta se necesitan huevos. ¿Tú tienes huevos, chaval? –le grita Capuano.

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Limones, uno de los símbolos de esta tierra. | FOTOS: Mila Ojea

Han llegado a una zona subterránea del puerto donde el agua cubre la superficie de un viejo depósito, y se detienen.

-Lo dudo mucho –se sincera Fabietto.

-Pues si no tienes huevos, necesitas dolor. ¿Tienes dolor?

-¡Sí! Eso sí, ya se lo he contado. Voy bien servido de dolor.

-Hum… ¿qué me has contado? ¿Dolor? No, no, tú no tienes dolor. Tú tienes esperanza y la esperanza hace películas esperanzadoras. ¡La esperanza es una trampa!

-Me han dejado solo, Capuano. Y eso se llama dolor.

-¡No basta, Schisa! ¡A todos nos dejan solos! ¿Estás solo? ¡Me importa una mierda! –grita Capuano haciendo ese gesto tan italiano de rasparse la barbilla con los dedos.- ¡Porque no eres original! Hazme caso: olvida el dolor. Piensa sólo en divertirte, así podrás hacer cine. Pero tienes que buscar algo que decir. Tendrás algo que decir, ¿no? Porque, mira, la fantasía, la creatividad, son falsos mitos que no sirven de nada.

-No sé, no sé qué decir, ¿cómo puedo saberlo?

-Aaaay, ¿a mí qué me cuentas? Yo tengo cuatro cosas que decir, sólo cuatro. ¿Y tú?

-No lo sé. Pensaba irme a Roma, ser cineasta, así sabré si valgo para esto…

-¿A Roma? La fuga solamente es una tirita. Al final volverás a lo de siempre, Schisa, vuelve aquí, vuelve a tu propio fallo, porque todo es un fallo, es una cagada, lo entiendes, ¿no? Nadie escapa de sus propios fallos y nadie se va nunca de esta ciudad. ¡Roma! ¡¿Qué coño ibas a hacer tú en Roma?! ¡Sólo los imbéciles van a Roma! ¿Has visto cuántas cosas hay que contar en esta ciudad? ¡Mira!

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La niebla baja en las montañas que rodean Amalfi. | FOTO: Mila Ojea

Se ve al fondo del depósito una salida que da directamente al mar y los dos traspasan ese umbral en penumbra mientras las olas se mecen a sus pies. Vemos una imagen del cielo empezando a despertar, un amanecer azulado con el sonido de las gaviotas poniendo la banda sonora a la escena, las primeras y últimas luces de la bahía, el perfil irregular del horizonte, una belleza ignota. Todo parece nuevo, pulcro, sin estrenar. Como el alma de diecisiete años de Fabietto.

-¿Cómo puede ser que esta ciudad no te inspire para contar nada? –pregunta extrañado Capuano mientras se quita la chaqueta.- A ver, Schisa, ¿tienes algo que contar o eres un imbécil como los demás? ¿Tienes algo que contar? –insiste ante el silencio de Fabietto. – ¡Venga, ánimo! ¡Dime si tienes algo que contar! –suplica empezando a perder la paciencia.- ¡Vamos, chico, dilo! ¡¿Tienes algo que contar?!

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Detalle en un comercio callejero. | FOTO: Mila Ojea

Fabietto respira pesadamente, nervioso, incapaz de articular palabra, con la mirada perdida.

-¡Ten el valor de decirlo! –grita Capuano enfadado.- ¡Venga! ¿Vas a hablar o no? ¿Tienes algo que contar?

-¡Sí! –reacciona al fin el joven.

-¡Pues cuenta!

-¡Cuando mis padres murieron no me dejaron verlos! –grita un Fabietto enfurecido, como si un vendaval imparable saliera de su boca. Se produce un silencio entre los dos, incómodo e inesperado. Se miran uno al otro, reconociéndose. De pronto flota un halo de respeto entre ambos.

-No te rompas, Fabio –pide Capuano, muy serio.

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Religión y cerámica, pura Italia. | FOTOS: Mila Ojea

Pero Fabio mira al amanecer, una mueca desdibuja su rostro, la emoción le puede y, sí, por supuesto que se rompe.

-Todo el mundo me llama Fabietto –dice con una voz distinta, más adulta.

-Pues ahora que te llamen Fabio. No te rompas –vuelve a pedir Capuano, ahora sin gritar ni exaltarse, haciéndose cargo de la situación a la que ha llevado al chico.

-¿Qué significa eso?

-Tendrás que resolverlo solo –responde el cineasta, señalándole con un dedo. – Tendrás que resolverlo solo, mierdecilla. No te rompas, Schisa. No te rompas ¡jamás! No te lo puedes permitir.

-¿Pero qué significa? ¿Por qué? –vuelve a preguntar, desconcertado, el adolescente.

-Porque no te han dejado solo.

-¿No…? –pregunta ladeando la cabeza.

-Pues no –dice Capuano con mucha seguridad. - ¡Te han abandonado!

El pobre Fabietto resopla, desdichado, vencido por las palabras y la tensión del momento, en el duelo.

-Hazme caso –pide Capuano.- No vayas a Roma. Ven a verme, siempre me encontrarás aquí. Así podremos hacer cine, chaval.

Tras esto, Capuano se quita la camiseta, la tira a un lado y se queda en bañador. Baja en silencio una pequeña escalinata hacia el mar y se lanza al agua. Nada hacia el sol, hacia esos primeros rayos que despuntan tras una nube, mientras Fabietto se va.

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Mural callejero. | FOTO: Mila Ojea

Contaba Sorrentino que cuando escribió esta película claramente autobiográfica, lo hizo con la premisa de superar la repentina muerte de sus padres en un accidente doméstico. Necesitaba enterrar ese dolor haciendo partícipes de su intimidad a todos aquellos que nos sentamos frente a una pantalla dispuestos a vivir una vida que no es la nuestra a través de las imágenes. Su alter ego, Fabietto, le da sentido a todo. Corren los años 80 por esa Italia profana y religiosa entregada al fútbol, a la tradición y a la carne, pero nuestro protagonista está buscándose a sí mismo en medio de la tragedia y el desconcierto. El cine es un lugar que parece ser glamuroso, pero las películas las hacen personas que están muy incómodas consigo mismas y con la vida, explicaba el director.

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Vista de la costa. | FOTO: Mila Ojea

Como Fabietto, como Sorrentino, también yo reniego de lo intacto. Y, siempre en busca de la belleza estremecedora, ya sea efímera o duradera, vuelvo a esa Italia que adoro y me posee. De este modo aterrizamos hoy en Amalfi, una de las joyas que se asoman al golfo de Salerno, en la región de Campania, y cuyo nombre bautiza toda esta costa escarpada. A 75 kilómetros de ese Nápoles que ha visto romperse a Schisa emerge, sobre los acantilados, este municipio vestido de eterno verano y aroma a limón.

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El Duomo presidiendo las calles. | FOTO: Mila Ojea

Qué privilegio poder observar el mundo desde aquí, desde este alto, y ser orfebres del instante, testigos del vaivén de las olas, de la ardua y delicada labor de las abejas sobre las flores, del alzamiento de esas montañas que compiten con el cielo y acarician las nubes, de la decadencia enquistada en las fachadas encaladas, de la sensibilidad de lo huidizo. El tiempo, ¿qué se habrá creído el tiempo?

Qué suerte perderse por sus callejuelas, cenar en una plaza solitaria a la luz de la luna mientras la gente baila en los bares, rastrear, pedir un limoncello en la mesa metálica de una terraza cualquiera, asomarse a un portal y encontrar un altar, transitar del hastío a la excelencia, acariciar los pétalos de un ramillete ahogado en agua bendita al borde de una mesa con mantel blanco y escarcha, escuchar el mar rugir en la soledad de su oscuridad. Encontrar rincones donde todo es silencio y todo es noche y a la vez promesa. ¿Qué quiero?: todo.

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Ti amo. | FOTO: Mila Ojea

Qué bueno encontrarse, vagabundear incansablemente, extasiarse ante la fachada de la catedral de San Andrés Apóstol, olfatear, esperar a que se marchen los últimos turistas con los flashes de sus cámaras apagados y sus toallas mojadas, ser libres –inmensamente libres-, comprar un papiro con el horario de apertura y cierre de una papelería a un precio desorbitado y loco, salir del camino establecido y formar parte del laberinto inexplorado, aquel que nadie mira y que guarda celosamente la paupérrima belleza o una pared blanca donde un TI AMO de spray color rojo lo llena todo.

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Taverna degli Apostoli, mi restaurante favorito. | FOTOS: Mila Ojea

Dejen que su instinto les guíe y recorran un pasadizo detrás del Duomo siguiendo el aroma almizclado de la pizza artesana. Seguro que acabarán en un restaurante-museo lleno de detalles, tesoros, un piano y amables camareros: la Taverna degli Apostoli en la Via Sant’Anna Piccola. Este es un rincón para viajeros que saben apreciar el placer, todos los placeres terrenales, sea cual fuere su naturaleza. Maestros en los ingredientes y sabores de temporada, les servirán un plato de pasta o pescado recién extraído del mar y asado a la parrilla con pesto de limón que no olvidarán jamás. Y si van a cenar, disfrutarán de un ambiente cálido y una música acogedora que les llevará indefectiblemente al camino almibarado del amor y el deseo. Esto, por supuesto, siempre después de un magnífico vino (cuando los ojos brillan más y las debilidades afloran).

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Cala solitaria. | FOTO: Mila Ojea

Qué emoción sentirnos propietarios, por un instante, de lo efímero. Y soñar… Sólo Italia, queridos amigos, puede dártelo. Aquí les sucederán cosas maravillosas como tomar entre las manos un limón que cuelga de una rama para aspirar su alma cítrica y que salga una señora que le observaba tras la cancela para charlar un rato en un torpe italiano y volver al hotel con una bolsa llena de fruto y un abrazo maternal en el recuerdo. O parar en la carretera para comprar en un puesto ambulante y que el vendedor no le deje asomarse al precipicio preocupado por su seguridad y la inestabilidad del terreno. O sentarse en un murete a ver el pueblo desde otra perspectiva y descubrir una cala turquesa y mínima, habitada tan sólo por un afortunado barquito de vela que se mece en el oleaje vespertino. He aquí la mano de Dios.

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Fachada y escalinata del Duomo. | FOTO: Mila Ojea

Sentada en una terraza de la Piazza Duomo, observando a los turistas que se refrescan las manos en la Fontana di Sant’Andrea mientras saboreo un vino, puedo imaginar a Fabietto en lo alto de la escalinata rodeado de gente. Está rodando una película, por supuesto, y da indicaciones a su equipo mientras busca el plano perfecto desde su cámara. Ya no es el adolescente que la magia del cine me mostró, claro. En un momento dado, nuestras miradas se cruzan: los animales heridos sabemos reconocernos. Tal vez me sonría y tal vez me guiñe un ojo, cómplice, y yo tal vez alce mi copa para responder a su saludo. Grazie mille, Fabio/Paolo. Seguimos, ambos, renegando de lo intacto. Únicamente cuenta lo vivido, lo que nos ha socavado y nutrido.

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Belleza sobre una mesa. | FOTO: Mila Ojea

Estamos tan lejos de la angustia en este recodo de pintorescas casitas de colores y botellas de licor tamaño souvenir y crucifijos atados a las paredes. Se desprende la urgencia a cada paso, quiero ser italiana. Todo es un destello, un aplazamiento de la realidad, un esbozo, un camino propio por senderos alumbrados de pinos y cimas que se extinguen en niebla. Arranco una flor y me la enzarzo en el tirante de mi vestido para que me acompañe, me supura una astilla clavada en el corazón latente, silbo despreocupada alguna canción de Mina -…io penso sempre a te, soltanto a te e so che la città vuota mi sembrerà se non torni tu…-.  Me siento tan extrañamente a salvo de todo. De modo que no, drástico y deslenguado Capuano, la esperanza NO es una trampa, sino el motor de la vida. ¡He dicho!

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