(Toma 1. Buenos Aires, interior.)
Cuando el escritor argentino Mauro Libertella supo que iba a ser padre tuvo una ocurrencia loca: regalarle a su futura hija, en su quinceavo cumpleaños, a The Beatles. Tal como suena. El plan debía ser elaborado con extremo cuidado, todas las piezas tenían que encajar con precisión para que durante quince años su retoño no tuviera el más mínimo indicio de la existencia del grupo musical. Debía aislar a esa personita del mundo y censurarle cualquier conocimiento referido a los ingleses. Hacer, de algún modo, que es un modo imposible, completamente impracticable, que ella no sepa que existen los Beatles, y eso es muy difícil porque están en todos lados, y a los quince años decirle “te tengo un regalo de cumpleaños: existen los Beatles. Acá tenés todos sus discos, todas sus fotos, toda la iconografía, esta es la mejor banda que existió en la historia y te la estoy regalando”, explicaba Mauro.
Es como que ya viene dado, entonces no tiene ese efecto de una revelación, de una epifanía, que quizás lo que yo quería darle a mi hija con esa idea era una epifanía también. Es algo que uno trata de darle a los hijos y también trata de buscarse para sí mismo, y esta es una época difícil para las epifanías porque como todo está tan a mano, con internet y con las redes, todo es tan accesible, estamos tan sobresaturados de información, cualquier disco que alguien hace en California, en dos minutos lo estamos escuchando aquí y es más difícil que ocurra una revelación con las características de las revelaciones de cuando el mundo era más lento, más analógico, comentaba el escritor.
Una de las grietas del plan era que, llegado el momento de entregar el regalo y ser descubierto, a la chica le resultara indiferente. Esa posibilidad agobiaba a Mauro, que no sabía cómo enfrentarse a ella. No olvidemos que lo que para uno puede ser importante carece de encanto para otros. Por eso somos los que somos y nos vamos construyendo de esta manera. Pero lo que más le preocupaba era lo evidente. Entraban en juego una infinidad de imponderables: los amigos del colegio, la radio, la publicidad. Su música está incluso en los lugares en donde ‘no está’. Pero con mucha dedicación, consagrando prácticamente toda la energía a eso, se podía lograr. Le ofrendería toda la obra del mejor grupo pop de la historia, con sus discos, sus fotos, sus videos, su mitología. Regalarle a tu hijo un pedazo de siglo XX, quizás lo más valioso del siglo; cuando se me ocurrió, la idea me pareció hermosa, un auténtico acto de amor.
(Toma 2. Liverpool, exterior.)
The Beatles, banda que no necesita presentación ni explicación alguna para nadie, parte imprescindible de la historia de la música a nivel mundial, tiene un episodio en su carrera que me llama poderosamente la atención. En febrero de 1968, los cuatro integrantes del grupo viajaron a India, excolonia británica, en plena cúspide de su éxito, para hacer un retiro en un ashram de meditación y reflexión artística. Se cree que pasaban en aquella época por una crisis de identidad. Allí contactaron con Ravi Shankar, un virtuoso y reconocido músico que les ilustró sobre la espiritualidad de su tierra, y el gurú yogui Maharishi, que influyó poderosamente en sus siguientes composiciones. Se creó un diálogo que unía Oriente y Occidente y derivó en un trabajo titulado “White álbum”, dos años antes de que la banda se disolviera y cada uno continuara su camino en solitario.
La “beatlemanía” expandió la cultura india y enarboló símbolos como el yoga, la vestimenta propia del país e instrumentos de cuerda tradicionales como el sitar. La fama del grupo trascendió todas las fronteras. De todo aquello quedan documentales, fotografías y 48 canciones que perviven en la sociedad actual y seguirán ayudando a las siguientes a conocerse con más profundidad.
¿Pasaron los Beatles por aquí? ¿Escribieron alguna canción ante la visión de este recodo de sosiego y pájaros? Todo es posible.
(Toma 3. Nueva Delhi, exterior.)
En mi vagar por esas calles, con la camisa pegada como una segunda piel por la humedad, fui a dar con un lugar gratamente invadido por la paz y el silencio. Tras cruzar un portón arqueado de piedra arenisca roja, se abrió ante mí la imagen de la tumba de Humayun, un monumento que sirvió de inspiración para el Taj Mahal. Terminó de construirse en 1572 y guarda en su interior de mármol al segundo emperador mogol de la India. Lo que es el destino: tras sobrevivir a guerras, destierros y desgracias varias, Humayun murió al subirse a una escalera de su biblioteca para alcanzar un libro y precipitarse al suelo.
Fue su viuda, la emperatriz Hamida Begum, la que promovió el levantamiento del mausoleo y es la primera construcción india que une panteón y jardín en un mismo espacio. La estructura es simétrica y octogonal, con una cúpula blanca en la parte central. El complejo incluye otras tumbas y mezquitas que languidecen de fragilidad bajo las temperaturas insoportables de la ciudad, se deslizan hacia otro tiempo. ¿Pasaron los Beatles por aquí? ¿Escribieron alguna canción ante la visión de este recodo de sosiego y pájaros? Todo es posible.
Me entretuve observando a las ardillas que correteaban en busca de comida y las aves que sobrevolaban pacíficamente los minaretes dibujando estelas en el cielo. Había encontrado un resquicio terapéutico de calma en medio del caos llameante y necesitaba reponerme del ahogo que supone transitar una ciudad tan intensa, trituradora e intoxicada. El jardín Charbagh (cuyo nombre significa “cuatro jardines”) es una composición cuadrangular que ocupa 13 hectáreas alrededor del edificio principal. Uno puede perderse y encontrarse aquí, hablarse a sí mismo como un extraño, guardar un secreto durante quince años.
Los tres protagonistas de esta historia insólita –un escritor argentino a punto de ser padre, un grupo musical buscando espiritualidad e inspiración, y un oasis de silencio en medio de una urbe feroz- confluyen en una sola conclusión: el pasado es un espejismo cuyas cerraduras oxidadas nadie se ha molestado en cambiar nunca.
Sobre el espeso césped, que daba una engañosa sensación de frescor, la gente descansaba o leía alejada del mundanal ruido que allí era tan solo un rumor insignificante. El invierno –es decir, lo que nosotros entendemos como invierno- jamás alcanzaría estas coordenadas. Más allá del recuerdo de los Beatles, de las calles asfixiantes, de los dogmas, de la esperanza de la llovizna y del lento caminar del mundo, Mauro Libertella seguía elaborando el regalo experimental para su hija. Tuve una idea que en el momento me pareció fantástica, y entonces la esparcí entre amigos y conocidos como si se tratara de la llegada del mesías.
En ello estaba cuando sucedió algo que lo cambió todo: el nacimiento de Julia a las 6:45 de la mañana del día 24 de mayo de 2016. Y ahora este libro le habla a ella. Te habla a vos, Julia, que emitiste tu primer llanto, un sonido entrecortado, trabajoso, lleno de líquido amniótico; el primer gran esfuerzo de tu vida, como si retribuyeras, con ese sacrificio físico, el esfuerzo de todos. Te envolvieron en una manta blanca y tus padres lloraron. Te apoyaron sobre el pecho de tu madre y ella te dijo: Hola Juli. Bienvenida. Te estábamos esperando.
(Plano final.)
Es en este punto cuando el plan de regalo de los Beatles se revela del todo imposible y los naipes, cuidadosamente colocados durante meses, uno sobre otro, caen y el castillo se derrumba. Ahora que soy padre, sin embargo, se me antoja de una crueldad inadmisible. Los Beatles son la infancia, y a nadie se le puede retacear ese derecho. Y después escribe a ese cuerpo mínimo –eras lo más pequeña que se podía ser-, a ese ser que dentro de quince años cumplirá quince años y ya no recibirá el ansiado regalo que su padre perpetró durante mucho tiempo: A las nueve de la mañana, tu padre llamó a las abuelas y les contó que habías nacido. Era una mañana limpia de otoño, y desde la ventana de la habitación se podía ver cómo los árboles perdían las hojas y cómo el centro se empezaba a llenar de gente, multitudes que tomaban café y corrían a trabajar, conversaban, fumaban.
Fiel a sus hábitos inexorables, la vida siguió.