viernes. 26.04.2024

Tiempo suspendido en el tiempo

Unas horas en la aldea de Xizhou son suficientes para apreciar la vida de otro modo. Las calles se desperezan y empiezan a escribir la historia de otro nuevo día. Gentes, colores, antigüedades y detalles que llenan de memoria lo imposible.
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Telas pintadas en una pared de la aldea de Xizhou. | FOTO: Mila Ojea

Muy pronto, en mi vida, fue demasiado tarde. A los 18 años era ya demasiado tarde. A los 18 años envejecí. Fue un envejecimiento brutal, vi cómo se adueñaba de mis rasgos uno a uno. En lugar de asustarme, vi esa evolución de mi rostro con el mismo interés que habría despertado en mí, por ejemplo, la lectura de un libro. Ese nuevo rostro lo he conservado, ha mantenido los mismos contornos pero la materia está destruida, tengo un rostro destruido.

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Fachada de una casa en Xizhou. | FOTO: Mila Ojea

Así comienza su relato la protagonista de “El amante” (Jean-Jacques Annaud, 1991), antes de que la veamos subida al transbordador que atraviesa la Llanura de los Pájaros y donde está a punto de conocer al hombre que marcará su vida. Él la observa desde su coche y, nervioso, se acerca a ofrecerle un cigarrillo y hablar. Le cuenta que es un chino rico y vuelve de París, donde ha estudiado Comercio. Se ofrece a llevarla en su coche a la residencia de Saigón donde ella vive y durante el trayecto, sentados ambos en el asiento trasero, visiblemente turbados, acarician sus dedos en silencio y los entrelazan mientras miran el paisaje de arrozales y búfalos de agua. Es el principio de todo.

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Mujer vestida con el traje tradicional. | FOTO: Mila Ojea

Unos días después, cuando ella sale de la residencia, ve el coche estacionado en la calle y se acerca a mirar. Sus trenzas castañas e infantiles asoman bajo el ala de un sombrero masculino. Dentro, el hombre chino, abrumado, casi temblando, la contempla con discreción y ella, con los ojos cerrados, deja un beso grabado en la ventanilla.

Volverá a buscarla más adelante y la llevará a comer y pasear. Es por la tarde, temprano, es la hora de la siesta, en Cholek, en las callejuelas de Cholek, en medio del olor a sopa, a carne asada, a jazmín, a ceniza, a fuego de leña, en medio del aroma de la ciudad china. Es allí, en una de esas calles, donde él tiene su habitación de contraventanas azules, una estancia secreta que llaman “cuarto de soltero”, donde los ricos llevan a sus amantes. Hay pocos muebles, unas sillas, una mesa baja, una cama, también un par de bonsáis que languidecen sin que nadie se ocupe de ellos.

-Tengo miedo –dice él. – Tengo miedo de amarte.

-Preferiría que no me amaras –pide ella. Es un pacto entre los dos, una promesa.

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Primeras horas del día. | FOTO: Mila Ojea

Ese cuarto será todo para ellos. Allí se encontrarán para reconocerse, para entrelazarse, para gozarse. Lo recuerdo perfectamente. La habitación oscura está envuelta por el interminable clamor de la ciudad, es arrastrada por la ciudad, por el fluir de la ciudad. Sus cuerpos desnudos dormitan sobre la humedad de las sábanas mientras la calle, afuera, es un fantasmal movimiento de gentes y animales. Ella observa los bonsáis en la penumbra y cree que están muertos. Acaricio su cuerpo en medio de ese fragor, de ese ir y venir del exterior. El mar, pensé, la inmensidad.

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Venta de teteras. | FOTO: Mila Ojea

-Siempre estoy un poco triste, igual que mi madre –cuenta ella. -Cuando le dije que iba a ser escritora, se encogió de hombros. Dijo que eso no era un trabajo, que era una niñería. Mi madre quiere que estudie matemáticas, que gane mucho dinero.

-¿Qué quieres escribir? –pregunta él, tumbado a su lado.

-Libros. Novelas. Sobre mi hermano mayor, para matarle, para verle sufrir, para hacerle morir. Sobre mi hermano pequeño, para salvarle. Y sobre eso, sobre la tristeza de mi madre, sobre la falta de dinero, sobre la vergüenza.

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Mural en un callejón. | FOTO: Mila Ojea

Caminan entre la gente, en la noche, en el anonimato. El coche los lleva a cenar a un lujoso restaurante. Me pregunto cómo he tenido el valor de ir al encuentro de lo prohibido con esta calma, con esta determinación, cómo he conseguido llegar hasta el final de la idea, cómo he podido lograr tanto placer para mí sola con este desconocido. Mientras cenan conversan sobre que ella no podrá casarse tras la deshonra y él le explica sonriendo que, aunque quisiera tomarla en matrimonio, no se lo permitirían. Es una idea inconcebible e intolerable en su mundo, en su origen, le dice mientras fuma y bebe vino. Ella también sonríe y se sirve con los palillos más comida en su platillo. Más tarde, ya acostada en su cama de la residencia, protegida por el dosel y el silencio, una lágrima rueda por su rostro.

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Cerámicas y flores. | FOTO: Mila Ojea

Sabemos que un futuro común es impensable y por eso hablamos del porvenir de una forma casual, indiferente, distanciada. De nuevo en el cuarto, ella, desnuda y breve, riega los bonsáis, con el ansia de revivir lo que ya es yermo. Después vuelve a casa de su madre, con su familia empobrecida y endeudada. Pero es en la aridez de esa familia, en su terrible dureza, en donde me siento más profundamente segura de mí misma, en lo más profundo de mi esencial certidumbre. Llevo en mi carne nuestra común historia de ruina y de vergüenza, de amor y de odio. Sigo en esta familia. En ella, con exclusión de cualquier otro lugar, es donde habito.

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Barcas abandonadas. | FOTO: Mila Ojea

Su madre aprueba la situación, sobrepasada por la necesidad, y convierte a su hija en la tabla de salvación de la familia. Pide a la residencia que le permitan salir y dormir fuera, que es libre y siempre lo ha sido. Todos le retiran la palabra, la aíslan y la rehúyen. Saben lo que sucede cuando sale, cuando no vuelve, lo que acontece en la oscuridad cuando se cierran las puertas azules de ese cuarto del callejón de Cholek.

-Algún día volverás a Francia, no soporto la idea –le confiesa él una noche, sentados en el asiento trasero del coche. Y le regala un anillo con un brillante que era de su madre, sabiendo que ella lo venderá para conseguir el dinero que necesita.

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Flores y caligrafías. | FOTO: Mila Ojea

Él va a ver a su padre, que fuma opio tumbado y trastornado. Después se lo relata a ella en una playa desierta. Que le dijo que esto era nuevo, demasiado fuerte, que era horrible apartarla de su cuerpo, que él debería saber lo que es un amor así, tan intenso que nunca vuelve a repetirse en la vida. Caminan entre las palmeras, él vestido elegantemente con un traje claro, ella con el cabello desordenado por el viento. Nada podrá detener la boda con esa mujer a la que jamás ha visto. Ha sucedido lo único que no podía suceder, aquello que se prometieron.

-Me dijo… prefiero verte muerto que saber que estás con esa chica blanca.

-¡Tiene razón! –exclama ella. –Tiene razón porque yo voy a irme. Y porque no te quiero.

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Detalles de la entrada de una casa. | FOTO: Mila Ojea

Habrá otro encuentro en el cuarto, una noche de lluvia y sofoco. Cuando ella entra, lo encuentra tumbado en el suelo fumando opio, en una atmósfera irrespirable, con la mirada perdida y el habla lento:

-Ya no siento deseo, ya no siento amor. Es maravilloso. Como si nunca te hubiera conocido. Como si te hubieras ido hace meses –dice mientras enciende su pipa y aspira.

Faltan unos días para la boda, primero, y para que ella regrese a Francia, después.

-Voy a morir de amor por ti –dice él sonriendo como si flotara.

-Después de tu matrimonio, nos veremos aquí, una vez, sólo una. No lo olvides. Me lo prometiste –le recuerda ella.

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Habitación del hotel Sky Valley Heritage. | FOTO: Mila Ojea

Ese callejón, ese cuarto, ese paso del tiempo inexorable, me recuerdan un pueblo chino que me atrapó. Se trata de Xizhou, en Dali, cerca del  monte Cangshan y del lago Erhai, a 1900 metros de altitud. También llovía la noche que dormí allí, en una habitación del Sky Valley Heritage Boutique Hotel, uno de los lugares más bonitos en los que he pernoctado. Su patio de piedra, la decoración tradicional oriental, el estilo de construcción Sanfang Yizhaobi, el gusto en los detalles, la bañera revestida de cobre, los bordados de sus textiles y la suavidad de sus sábanas, hicieron que literalmente me derritiera cuando me metí en la cama. Al apagar la luz se hizo el silencio y poco a poco percibí el plic-plic de las gotas de agua chocando con las tejas. Era tan feliz que no quería dormirme pero me arrullaron y mecieron hasta que me zambullí en un sueño maravilloso.

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El pueblo desde los campos de arroz. | FOTO: Mila Ojea

Por la mañana, renovada y prístina, el cielo me recibió todavía oscuro pero las nubes fueron abriéndose y salí a recorrer esas calles mojadas y soñolientas donde la vida comenzaba a desplegarse: mujeres lavando hortalizas y pescado para el mercado, hombres apoyados en sus bicicletas, obreros rehabilitando las calzadas, anticuarios colocando con cuidado viejas teteras y artesanías, carros tirados por caballos.

El paisaje bucólico de campos de arroz agitados por la brisa abrazaba de forma armoniosa el conjunto de casas que nunca olvidaré. Este tipo de construcciones de la etnia Bai se caracteriza por un patio donde hay una pared a modo de pantalla que tiene pintados cuatro caracteres chinos: "Qingbai Shijia" (familia inocente) o "Ziqi Donglai" (el viento del auspicio viene del este). Todo ello rodeado por una decoración preciosista que parece dibujada a pluma con motivos de pájaros y flores.

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Dibujando una puerta. | FOTO: Mila Ojea

Había un hombre dibujando a mano alzada los detalles de una portada tradicional de la arquitectura que construyó la dinastía Ming y era fascinante ver su labor detallista, sutil y delicada. De este lugar cautivador me llevé una pequeña vasija de cerámica pintada de azul que ahora vive en el cabecero de mi cama, al lado de los libros de poesía, y me recuerda todos los días el hallazgo que fue caminar estas calles milenarias y decadentes aquel día.

Quisiera volver para perderme entre los muros pintados con preciosas caligrafías, acariciar los pañuelos tie-dye extendidos en cuerdas llenando de color los rincones, observar las barcas semi ahogadas en el río, abrir libros con páginas de tela y grabados eróticos, y acceder a los templos solitarios ocultos tras pequeñas puertas. Las mismas que tal vez ocultaban a parejas consumiéndose de deseo y sensualidad en la penumbra y la humedad de la tarde como los amantes que escribió Marguerite Duras. Todo, allí, era tiempo suspendido en el tiempo.

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La memoria escrita. | FOTO: Mila Ojea

Llega el día de la boda: un exceso de ostentación, exuberancia, colorido. Ella, mezclada con la multitud, observa las barcazas que cruzan el río con los músicos tocando y él sentado en la parte central, la llegada de la carroza donde se oculta la novia y el recibimiento. El novio desciende de la nave y se acerca a la gente que espera en la orilla. Al alzar la vista la descubre, apoyada en el puente, y retira la mirada con nerviosismo.

Su padre y él se acercan a la carroza, apartan la cortinilla y hace su aparición la futura esposa con un velo rojo que impide ver su rostro. De nuevo su mirada se desvía hacia el puente y allí están los ojos tristes de ella, hay un instante de encuentro invisible, carnal, denso, hasta que él avanza junto a la novia y el humo de los cohetes lo tapa todo.

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Patio del hotel. | FOTO: Mila Ojea

Con la casa vacía, con el billete de vuelta, unas horas antes de partir ella regresa al cuarto donde se amaron para cumplir lo prometido. Afuera cae un aguacero, todo está recogido y ella permanece sentada, entre la desdicha y la sordidez, sobre el colchón donde tantas veces ardieron y se saciaron. Vuelve a regar los bonsáis de los que brotan unas hojitas verdes que parecen volver a la vida. Y espera. El mar, la inmensidad…

Tiempo suspendido en el tiempo
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