miércoles. 01.05.2024

Ítaca inolvidable

Dubrovnik sólo existe dentro de un verano y permanece en esa estación para siempre. Cierro los ojos y camino a tientas por sus calles de mármol liso como el hielo, me asalta el aroma de los tomates calientes, las miniaturas de barquitos sobre el mantel de un restaurante, las conchas escondidas entre libros. Pura felicidad.
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Vista de la fortaleza y muralla que abraza la ciudad de Dubrovnik. | FOTO: Mila Ojea

Hay lugares que sólo existen dentro de un verano, un verano invencible y azul, imaginarlos fuera de ese parámetro de tiempo y espacio es imposible. Eso sucede con Dubrovnik. En mi mente no es un punto del mapa sino un instante de mi vida envasado al vacío en un frasco con olor a mar, a pino y fuego, ajeno al deslizar de los minutos, inalterable a los cambios de luz y temperatura, con mi huella dactilar estampada en el borde del cristal mezclada con un rastro de salitre.

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Distintos detalles de Dubrovnik. | FOTOS: Mila Ojea

Hay unas palabras que dan comienzo a la película “Otros días vendrán” de Eduard Cortés que resumen a la perfección lo que esta ciudad dejó impregnado en mi corazón: Tres, dos uno: cierro los ojos y veo los árboles, la cuesta de los castaños, el color de la fruta, el tren cruzando la estación… Tres, dos uno: abro los ojos y me pregunto ¿habría sido feliz Ulises si hubiera conseguido olvidarse de Ítaca?

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Paseo por la muralla. | FOTO: Mila Ojea

Tres, dos, uno: estoy allí de nuevo. Piso mentalmente las calles de “la perla del Adriátrico” y rodeo la ciudad por ese cinturón de piedra que es la muralla. Atesora las mejores vistas panorámicas del conjunto de mar y casas que protege esta fortificación destruida parcialmente durante los bombardeos de la guerra con Serbia pero resurgida de sus cenizas. Un paseo por sus dos kilómetros de longitud nos dará una idea exacta de la magnitud y el diseño de su casco antiguo, las torres, las escalinatas, los jardines, las fortalezas e iglesias. Ya no podrán perderse, en su cabeza estará claro el trazado de cada rincón y su razón de ser, un enigma descifrado.

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La isla de Lokrum más allá de los tejados. | FOTO: Mila Ojea

Hay cuatro torres estratégicamente colocadas. La más grande, Lovrjenac, se yergue a 37 metros sobre el nivel del mar. Es la vigilante de los tejados rojos de terracota que forman el mosaico de la urbe a vista de pájaro y de la cercana isla de Lokrum. Estamos en el Fuerte de San Lorenzo, construido para defender el puerto más antiguo de los ataques de la flota veneciana, con una terraza de cañones apuntando al infinito. Hay un diálogo secreto entre construcción y oleaje.

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Los colores de la ciudad. | FOTOS: Mila Ojea

En la ciudad vieja paseo por la calle principal, Stradun, que une las dos majestuosas puertas que dan acceso a la zona. Es casi obligatorio caminar mientras se comen un helado –es verano, recuerden-. En la plaza Luza, a la que se accede por la puerta Pile, se celebraba antiguamente el mercado. Es el punto en el cual se halla la iglesia del patrón de la ciudad, San Blas, el palacio Sponza, la torre de la Campana y la columna de Orlando.

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La plaza Luza, corazón de la urbe. | FOTO: Mila Ojea

Recuerdo que, mientras caminaba por aquí, una mujer que destacaba sobremanera por un vestido espectacular y una elegante pamela, se acercó a mí y sin mediar saludo alguno me puso una cámara de fotos en la mano mientras decía:

-Quiero que me hagas una fotografía enfocándome de forma que se vea por detrás la torre y la fachada de bla-bla-bla…

Hacía aspavientos con los brazos para describir la foto exacta y con todo lujo de detalles que quería, sin pronunciar yo una palabra ni ella pedirme permiso para llevar a cabo su deseo. Escéptica como me había quedado, alcé la cámara, encuadré la escena conforme a todas las instrucciones que me había explicado, y disparé mientras ella posaba cual estrella de cine. Se acercó de nuevo para comprobar en la pantalla que había conseguido la foto que quería y se marchó sin dar un mínimo agradecimiento o siquiera mirarme, caminando altiva y prepotente por el mármol de la calle envuelta en las ondas vaporosas de su falda de gasa violeta.

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Calles y momentos. | FOTOS: Mila Ojea

También encontraremos al entrar en Stradun la Pequeña Fuente de Onofrio, diseñada en 1438 por el arquitecto napolitano Onofrio de la Cava. Su “hermana”, la Gran Fuente de Onofrio, con una curiosa estructura poligonal de 16 caras cubiertas por una cúpula y un óculo, está al lado del Monasterio de San Francisco. Suministraba mediante un acueducto subterráneo las aguas del río Dubrovacka, a 12 kilómetros, hasta la ciudad. Cada boca de agua tiene una cara esculpida de la que mana el líquido y es lo único que conserva de la fuente original, pues lo que vemos ahora es una reproducción. Un terremoto en 1667 tiró esta fuente que constaba de dos alturas y aún no se han arreglado las esculturas que quedaron destrozadas.

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La Gran Fuente de Onofrio. | FOTO: Mila Ojea

A los pies del mar encontraremos el puerto y esa alfombra líquida y prístina que es el Adriático. Aquí comienza el verano, supongo. También la poesía, también la nostalgia. Mecidas por las olas se bambolean las barquitas de los pescadores y las naves de recreo. Déjense llevar por las riadas de gente, el olor a marisco que emana de los restaurantes, las coloridas galerías de arte y los puestos de venta de recuerdos que proliferan por todos los rincones.

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El silencioso patio del Palacio del Rector. | FOTO: Mila Ojea

Si necesitan un momento de calma, asómense al patio del Palacio del Rector. El silencio les pillará por sorpresa. De estilo gótico-renacentista era el centro del poder político desde el siglo XIV y albergaba un arsenal, un polvorín, la casa del reloj y una prisión. Hoy en día se ha convertido en el Museo de Historia de la República de Ragusa y su fama ha aumentado al aparecer en varias escenas de la serie “Juego de tronos”.

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Catedral de la Asunción. | FOTO: Mila Ojea

Una vez terminada la visita, échense de nuevo a las calles escalonadas y lleguen hasta la Catedral de la Asunción. Su Tesoro contiene las reliquias de San Blas y relicarios de oro realizados en los talleres de los orfebres de Dubrovnik entre los siglos XI y XVII. También una serie de pinturas religiosas entre las que destaca especialmente el políptico de la Asunción de la Virgen, realizado en el prestigioso taller de Tiziano.

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Dubrovnik y su romance con el mar. | FOTOS: Mila Ojea

Y llega el momento de darse un baño y dejar que nos purifique la caricia sanadora del mar. Podemos elegir entre la playa más grande, Banje, pegada literalmente a la ciudad por la puerta Ploce y siempre llena de actividad y estrépito. Si queremos algo más íntimo, iremos a  Šulić, a los pies de la muralla y sin sitio para tumbarse pues es pura roca, pero el color verdoso de sus aguas invitan a nadar cual pececillos.

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Terrazas de Buza. | FOTO: Mila Ojea

Y mi favorita, Buža, que no es una playa en sí sino unas terrazas de piedra en los acantilados de la muralla con escaleras talladas. Se accede por una estrecha callejuela tras la Catedral –el paseo es de los más bellos de la ciudad, perfumado de jazmines e higos maduros- y su estampa de sombrillas al borde del agua es una postal de verano en toda su plenitud. No hay invierno que alcance y aniquile esta costa en mi recuerdo. Tres, dos, uno: sigo soñando.

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Vista del puerto. | FOTO: Mila Ojea

Dubrovnik sólo existe dentro de un verano y permanece en esa estación para siempre. Cierro los ojos y camino a tientas por sus calles de mármol liso como el hielo, me asalta el aroma de los tomates calientes, las miniaturas de barquitos sobre el mantel de un restaurante, las conchas escondidas entre libros. Soy tan feliz. Me invade toda la sed del mundo, mi pensamiento se eleva, quiero celebrar y honrar la perfección de esta ciudad -¡camarero, más champán!-. Amo esta Ítaca mía y cada rincón de estío que sus muros dejaron en mi piel.

Ítaca inolvidable
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