Cuba es, y será siempre, una fiesta. Pese a todo: a la hambruna, al desarraigo, a la política, a la banalidad. Sólo Cuba regala al viajero experiencias humanas insuperables. Es tan intensa, musical y apasionada que uno se marcha de allí herido para siempre.
Yo quise ir antes de que muriera Fidel Castro, pues imaginaba que ese punto de inflexión sería un revulsivo que acabaría con el alma del país. Y logré llegar antes de ese momento para encontrarme una Cuba real y auténtica, pobre como una rata, parlanchina y miedosa al mismo tiempo. Exactamente la que quería conocer. Entonces sólo sabía la Cuba que me habían contado Zoe Valdés, Wendy Guerra y Pedro Juan Gutiérrez en sus libros y había llegado el momento de pasar la página y ver qué había de cierto en todo aquello.
Vendedor ambulante por las calles de Trinidad. | FOTO: Mila Ojea
Guardo tantas historias de esos días y ese viaje mochilero que iré desgranando poco a poco mi experiencia. Y hoy nos vamos a un pueblo, Trinidad, en el sur de Sancti Spiritus y capital de esa provincia. El lugar de Cuba donde más feliz fui. Llegué desde La Habana viajando en un taxi ilegal –como todos allí-, un vehículo de los años 50 que parecía a punto de descacharrarse en cualquier momento. Pero, eh, la aventura es la aventura…
Azotea de la casa de Jesús. | FOTO: Mila Ojea
Fuimos directamente a la casa de Jesús porque en Cuba se conoce todo el mundo y unos te van mandando a la casa de otros. A nosotras nos había recomendado esta posada la mujer que nos dio cama en La Habana, llamó a Jesús para avisarle de que íbamos y nos reservó una habitación enorme y colorida.
La casa era como una hacienda, tenía un patio interior donde se servían las comidas, con la fachada de color como cualquier otra de Trinidad. Si hay algo que caracteriza a este pueblo con tanto encanto es el colorido de sus calles. Nuestra habitación era enorme y fresca, y por las noches invertíamos un rato antes de dormir en matar mosquitos –no siempre con éxito- porque el clima cubano tiene estos inconvenientes.
Jesús explicando las diferencias entre pastas de dientes. | FOTO: Mila Ojea
Jesús, un hombre de mediana edad con una sonrisa perenne, nos recibió la mañana que llegamos.
-Miren, aquí damos la bienvenida con un vaso de canchánchara – dijo. - ¿Ustedes saben lo que es?... ¿no?... Pues esta es la bebida típica de Trinidad y la hacemos nosotros con aguardiente, miel, limón y agua con hielo.
Tenía una pequeña barra montada en el patio de la casa, donde vivía con su mujer, Anay, un encanto. Y allí mismo nos presentó y nos sirvió la canchánchara en un par de cuencos de barro.
-Quédense aquí tranquilas mientras les preparamos la habitación, no se preocupen por nada. Y tengan cuidado, porque la canchánchara tiene virtudes espirituales y dicen que saca lo más hondo de cada ser humano…
La barra en el patio de Jesús. | FOTO: Mila Ojea
Realidad o ficción, no sé qué pasó pero mientras esperábamos y bebíamos aquello L. y yo empezamos a hablar y contarnos cosas cada vez más profundas. No recuerdo si la receta es exacta o qué llevaba realmente, pero ese mejunje del demonio nos partió el alma en dos. Como una droga, bajó por nuestro gaznate y, en lugar de subir al cerebro para inaugurar su fiesta, se nos fue directo al corazón y lo abrió de un machetazo. Aquello empezó a sangrar lágrimas de un modo imparable. No había cirujano en este mundo que pudiera coser la herida. Qué subidón, amigos. Y qué bajón después…
La canchánchara, ese brebaje del demonio. | FOTO: Mila Ojea
Veinte minutos de charla mientras nos hacían las camas y L. y yo llorábamos como dos mariposas abandonadas. Se nos vino todo encima: la vida. Recuerdo ese rato como una agonía feliz porque también reíamos al mismo tiempo y nos interrumpíamos una a la otra para contarnos lo nuestro. Pues yo esto, pues yo lo otro. Una locura. Salía a borbotones la amistad y la sinceridad, qué pureza. Todo era, de repente, inevitable.
Después, ya lloradas, nos fuimos a comer al paladar La Coruña, pero esta historia la contaré otro día. El caso es que allí comenzó nuestra vida trinitaria, los días más felices en esa Cuba que estábamos descubriendo, mochila al hombro, cámara de fotos en mano y bloc de notas en el bolsillo.
El patio de Jesús, donde desayunábamos todas las mañanas. | FOTO: Mila Ojea
De esos días, mis mejores recuerdos son las noches. Porque después de cenar o al volver de la Casa de la Música, aprovechando el fresco tras la puesta de sol, nos quedábamos hablando durante horas en la puerta con el resto de habitantes de la casa de Jesús, con su mujer, y con los amigos que por allí pasaban constantemente y que, al final, se convirtieron en nuestra familia.
Horas impagables y eternas que también en nosotras prendieron el alma cubana que guardábamos dentro.
Noches en familia ordenando el mundo. | FOTO: Jesús
Ya conocíamos a medio pueblo porque Cuba es así, acogedora y cálida, no siempre sincera, pero qué más da. Y Jesús se sorprendía cuando, allí sentados todos, unos en el escalón de la puerta, otros en alguna hamaca que habían sacado del patio, otros de pie apoyados contra la pared, pasaba en bicicleta algún vecino y nos decía:
-Adiós, Mila!... ¿Qué tal fue el buceo?... ¿Lo pasaron bien?...
Mientras, Nedim encendía un puro habano y Fanguito nos contaba historias del racionamiento. Ya saben, esos ratos en los que ordenamos el mundo con la palabra. Y esos anocheceres a la luz de la luna y una lánguida farola, ese aroma a tabaco, ron y mar, forman parte de este atlas sentimental que aquí les comparto. Horas impagables y eternas que también en nosotras prendieron el alma cubana que guardábamos dentro.
Desayuno a lo cubano. | FOTO: Mila Ojea
Jesús tenía una tía que vivía enfrente de él, una viejita preciosa que respondía al cariñoso nombre de Chichita. Nos presentó un día y estuvimos charlando largo rato. A Jesús le gustaba meterse con ella y hacerle rabiar pícaramente. Decía que su blúmer le llegaba a las cervicales. Y que sólo había conocido a un hombre en toda su vida, el que fue su marido, ya fallecido. Bromeaban con que no había visto más pinga que la de su hombre, excepto una vez que Chichita se asomó a la ventana de su cocina y había un desconocido allí desaguando contra su pared.
-¡Pero esa no cuenta! –se defendía Chichita.- ¡No pude verla con detalle!
Ella nos contó que había sido guapísima de joven y quería enseñarnos una fotografía para demostrarlo. Prometió buscarla pero enfermó en los días siguientes y no pudimos ver esa imagen.
LLuvia en Trinidad. | FOTO: Mila Ojea
El día antes de irnos, le dimos a Jesús un montón de tubos de pasta de dientes y material escolar que habíamos llevado para repartir entre la gente. Como él conocía a todos aquellos que pudieran necesitarlo, nos pareció la mejor opción. No sé cuántas veces nos dio las gracias. Y nos invadió una tristeza infinita.
Llovía la mañana que dejamos Trinidad, en una de las peores decisiones que tomé en mi vida. Porque habíamos sido tan felices que era imposible marcharse, pero teníamos una ruta planificada y días contados en la isla y nos quedaba mucho aún por vivir.
Despedida de Chichita. | FOTO: Mila Ojea
Fuimos a despedirnos de Chichita, que andaba en camisón por su casa, ya casi recuperada del achaque sufrido. Quisimos hacernos una foto con ella y le daba vergüenza porque no estaba arreglada, pero un recuerdo es un recuerdo, y finalmente accedió.
-Apenas las conocí, pero me cayeron tan bien… Cuídense, ¡las amo! –nos dijo emocionada y casi nos ponemos las tres a llorar como el día que bebimos la puñetera canchánchara.
El colorido de Trinidad. | FOTO: Mila Ojea
Desde la habitación donde escribo, Cuba me parece más lejana que nunca. Es temprano, se oye el camión de la basura, las primeras persianas que se levantan y las palomas en el tejado de enfrente. Aquí se despereza y comienza la vida, en Cuba directamente estalla.
Se nos van los días constantemente en tonterías, un tiempo irrecuperable. No podemos permitirnos perderlo todo. Vuelvo a viajar a aquella casa, en aquel sucio taxi, a entrar en aquel patio matinal y sandunguero, y escucho el trajín de Anay en la cocina preparando tortillas y cortando guayabas, el olor de un bizcocho recién hecho lo inunda todo. Y aparece Jesús, todo sonrisa, diciendo:
-¡Buenos días…!
Me da miedo volver porque nada será como fue y nada estará donde lo dejé. Los que eran ya no son. Pero, al mismo tiempo, necesito volver, recuperar Trinidad de nuevo, vivirla, revivirla. Como un viejo amor, como un faro siempre encendido, Cuba –lo sé- aún me espera.