
El ser humano en general aspira a atrapar el tiempo, y el viajero en particular quiere, además, condensar el instante. En la región de Capadocia, en la ecléctica Turquía, aprendí que uno puede incluso atesorar un paisaje para siempre si sabe dónde guardarlo convenientemente. Me lo enseñó un joven que ya era viejo por dentro. Como yo.
Eran días intensos en medio de un horizonte lunar lleno de sorpresas y viajaba con un grupo de gente en un autobús para ver algún lugar concreto después de una parada para comer y reponer fuerzas. Habíamos disfrutado una mañana preciosa de luz primaveral pero el cielo comenzó a encapotarse y amenazar lluvia. Teníamos una actividad al aire libre y empezaron a caer las primeras gotas. Había niños en el grupo y nuestro guía, ese viejo joven que les he comentado, no tenía nada claro que con esa climatología pudiéramos disfrutar del plan. Cada vez llovía más y finalmente decidió suspender la visita.
Formas lunares del paisaje. ! FOTO: Mila Ojea
El conductor se detuvo en espera de instrucciones y el guía explicó a la gente que íbamos a regresar al hotel donde estábamos alojados para que cada uno dispusiera libremente de su tiempo y pudiera hacer lo que quisiera. Y después dijo:
-Yo me bajaré aquí para hacer una pequeña ruta, si alguien quiere acompañarme será bienvenido. Iremos a pie, no hay prisa, y les puedo asegurar que habrá una sorpresa en el camino…
No dudé ni un momento en unirme a ese plan que había surgido espontáneamente. La vida te hace este tipo de regalos muy pocas veces y hay que atrapar las oportunidades sin pensarlo. Además llevaba ropa de abrigo y la lluvia no me parecía ningún inconveniente, de modo que nos bajamos allí en la carretera unas ocho personas, nos despedimos del resto del grupo y seguimos a nuestro guía en ese improvisado paseo campo a través.
El estallido de la primavera. | FOTO: Mila Ojea
Capadocia no se parece a ningún otro sitio en el que haya estado antes o después de aquel día. Es árida y bellísima hasta límites insospechados, con una mezcla de colores inaudita, caprichosas formas y sendas misteriosas, no parece real. Todo proviene de la ceniza. Era una temprana primavera y los árboles estaban en flor, el tiempo sobrevolaba audaz los cañones y picos dejando a su paso un escenario que era una alfombra estampada de naturaleza sin igual.
Caminamos durante un par de horas y la lluvia se fue quedando atrás, el cielo estaba plateado, era una capa de terciopelo, y el agua respetó nuestra agradable caminata hacia el silencio. Estábamos embaucados por la sensación de libertad y la belleza que nos impregnaba.
Siguiendo el sendero. | FOTO: Mila Ojea
Entonces llegó la sorpresa. Alcanzamos una pared porosa de un blanco inmaculado, la base de una de aquellas montañas que nos observaban, y nuestro guía nos llevó hasta una hendidura practicada en la roca en forma de estrecha puerta. Era tan pequeña que tuvimos que entrar casi en cuclillas y nos dio paso a un vacío oscuro en el que volvimos a erguirnos. Nuestros ojos se fueron acostumbrando a la leve luz que había allí dentro, entraba por unos agujeros que había en lo alto a modo de ventanucos, y al mirar alrededor descubrimos de pronto, boquiabiertos, que estábamos en una iglesia excavada en la base de la montaña.
Para el viajero, un lugar no es sólo un espacio físico sino todo lo que este le ha entregado: su memoria y su experiencia, la esencia del mundo, las costuras de la existencia, el compromiso ineludible con el pasado.
Detalles del interior y el exterior de la iglesia. | FOTOS: Mila Ojea
Jamás hubiéramos encontrado aquel lugar solos, o podríamos haber pasado de largo ya que desde fuera era inimaginable que existiera ese recoveco allí escondido a salvo de todo. En los huecos abiertos para que entrara la luz anidaban las palomas y cumplían una doble función para los que alguna vez se habían refugiado allí dentro: por un lado les proporcionaban comida ya que los huevos eran fáciles de alcanzar en los nidos y, si venía alguien a husmear, avisaban con su revuelo y natural nerviosismo. En ese interior habían esculpido columnas y arcos para sujetar la estructura sorprendentemente perfectos.
Dentro de la iglesia apenas había ornamentación, era de una sencillez pasmosa, con paredes lisas y desnudas de decoración, pero ese hueco tenía algo especial, albergaba un alma propia, iluminada apenas por los rayos que lograban colarse, y eso fue lo que más me impresionó. Era acogedor y estaba hecho para salvar a quien lo necesitara. Cuántas veces en la vida nos hubiera gustado tener un lugar así para nosotros mismos, un reducto de paz en el que ordenarlo todo y empezar de nuevo, rehacernos y abrir el corazón a otra etapa.
Cañones de colores. | FOTO: Mila Ojea
Para el viajero, un lugar –cualquier lugar- no es sólo un espacio físico sino todo lo que este le ha entregado: su memoria y su experiencia, la esencia del mundo, las costuras de la existencia, el compromiso ineludible con el pasado. Somos material sensible.
De todo ello estuve hablando, apoyada en el tronco de un almendro en flor, con aquel joven que nos llevó hasta allí. Qué regalo tan hermoso nos hizo aquella tarde. La lluvia nos llevó hasta allí por alguna razón, el destino siempre tiene la verdad en su mano. Le pregunté si daba ese paseo a menudo mientras trabajaba con los turistas.
-Siempre que tengo oportunidad. Me gusta venir solo y sentarme a reflexionar. Miro alrededor y pienso que todo esto desaparecerá, el paisaje va cambiando, la lluvia y el viento deshacen estas montañas arenosas y frágiles, y poco a poco, en unos años, no quedará nada… -me dijo.
Primavera a los pies de las montañas. | FOTO: Mila Ojea
Sus ojos, esos ojos viejos en un cuerpo joven, aún no estaban cansados del paisaje, y eso me hermanó a su modo de mirar. Compartimos esa experiencia contemplativa, el latido de ese momento. Aún tejíamos para dar cuerpo a las emociones, para descifrar los códigos, para aspirar a la honestidad más absoluta. Aún éramos vulnerables. Nos sobraban las ansiedades, las intolerancias y las matemáticas.
Continuamos camino y se hicieron visibles algunas erosionadas paredes con ventanas y puertas decoradas con dibujos. Había cuevas naturales y otras excavadas como nuestra iglesia secreta, pero aquella primera se nos quedó en el corazón, porque fue sólo nuestra durante unos minutos, nos esperaba oculta y callada, y así quedó cuando nos fuimos: inalterada. Los lugares, como ciertas personas, nunca mueren.
El encanto de la tetería. | FOTO: Mila Ojea
Llegamos a un pueblo muy pequeño, un conjunto de casitas alrededor de una mezquita sencilla con un cementerio, y había una tetería austera pero con un encanto especial. Nos arremolinamos en un sofá con nuestros vasos de té hirviendo y pasamos horas hablando, bebiendo, riendo: celebrando. No sabíamos dónde estábamos ni nos importaba. El tiempo, una vez más, se había detenido y fraguaba nuevas amistades al calor de la noche estrellada.
Ahora, si se me agarra una repentina melancolía en la garganta o me mira con lástima una maleta cerrada o acabo un libro que me ha atrapado y no tengo ganas de salir de él para empezar otro, rebusco en el rincón más profundo del alma mía, donde escondo los tesoros, y rescato días como aquel. Desempolvo de un soplo las superficies arañadas y me embriago con estos recuerdos en los que me reconozco y que me explican por qué sigo soñando con abarcar el mundo paso a paso, incansable, pendenciera, egoístamente, sin respiro, sin miedo, sin tregua.
Las formas misteriosas del paisaje. | FOTO: Mila Ojea
Los que, como yo, son inevitablemente viejos por dentro, sueñan con calzarse unas gastadas botas, meter en el bolso un mapa (imprescindible), un buen libro (siempre) y una cámara de fotos (fiel compañera) y lanzarse al camino con ansias de sabiduría. Y tarareo y me repito e invoco una canción de Natalia Lafourcade, “Hasta la raíz”, incrustada en mi cabeza como un mantra que resume a la perfección el espíritu del viaje. Dice así:
Sigo cruzando ríos, andando selvas, amando el sol. Cada día sigo sacando espinas de lo profundo del corazón. En la noche sigo encendiendo sueños para limpiar con el humo sagrado cada recuerdo. Cuando escriba tu nombre en la arena blanca con fondo azul, cuando mire el cielo y en la forma cruel de una nube gris aparezcas tú, una tarde suba a una alta loma, mire el pasado, sabrás que no te he olvidado.
Yo te llevo dentro hasta la raíz y, por más que crezca, vas a estar aquí. Aunque yo me oculte tras la montaña y encuentre un campo lleno de caña, no habrá manera, mi rayo de luna, que tú te vayas…