viernes. 19.04.2024

La soledad del viejo baobab

Cuando uno recorre el desierto de Kalahari y encuentra un baobab, miles de años nos contemplan. Es testigo privilegiado del proceso de la vida, los ciclos naturales, las constelaciones y los fulgores estelares. Su forma de gritar al mundo su existencia consiste en la fugacidad de las flores que le nacen. Un milagro de la naturaleza nos espera para que le abracemos.
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Baobab solitario en el desierto de Kalahari. | FOTO: Mila Ojea

Nunca había visto un baobab antes de llegar a Botswana pero caí rendida a sus pies desde la primera vez que reconocí su silueta inconfundible en el horizonte del desierto de Kalahari. Es una criatura poderosa, orgánica, enigmática e intrigante. Hay que enamorarse de los árboles para entenderse a uno mismo. Todos tenemos raíces que nos asientan, que nos profundizan en la tierra de aquello que somos, que nos permiten desplegarnos hacia el cielo en busca de la luz. El corazón nómada del viajero está unido al asentamiento centenario de este árbol inmenso, qué paradoja.

665Horizonte con el baobab. | FOTO: Mila Ojea

Los baobab, cuyo nombre científico es en realidad Adansonia, son árboles tropicales que pueden llegar a alcanzar los diez metros de diámetro y los treinta de altura. Su madera es fibrosa y esponjosa, su corteza  una piel gruesa llena de nudos, y su copa pequeña en relación al resto del cuerpo. Sólo brotan hojas en la época de lluvias, en verano en el hemisferio norte y en invierno en el hemisferio sur. 

Hay multitud de leyendas sobre ellos pero mi favorita es aquella que cuenta que los dioses lo hicieron tan hermoso que acabaron teniendo envidia de él y, para vengarse, le dieron la vuelta y enterraron sus ramas de forma que lo que ahora vemos son sus raíces.

666Las ramas enmarañadas. | FOTO: Mila Ojea

También se le conoce como el Árbol de la Vida, Árbol Botella o Pan de Mono. En algunos países como Senegal es sagrado. Desde la antigüedad se utiliza para usos cosméticos. No sé por qué resulta tan hipnótico mirarlos. Tiene una rara belleza atrayente, fuera de lo común, ajeno a la estética de todo lo que le rodea, destacado en medio de la nada. Sus ramas parecen dedos retorcidos, el tronco es un amasijo de madera irregular y emponzoñada. En algún lugar esconde un alma, lo sé, pude sentirlo.

Sus flores –que no tuve la fortuna de ver- duran apenas veinticuatro horas abiertas. Como un regalo efímero. Son blancas, hermafroditas y con forma de puño. Producen un fruto, una baya seca, parecido a un melón alargado y pequeño, y sus semillas viven más de cinco años.

667Acariciando la base. | FOTO: Ll. Botella

Así lo relata el periodista Xabier Moret en “A la sombra del baobab”, un libro que escribió por su fascinación con estos árboles: al despertarnos bajo el baobab de Chapman, se había producido el milagro: las flores se habían abierto y se exhibían preciosas, enormes, de un blanco impoluto, dominical, recién estrenado. Había muchas en el árbol, todas espléndidas, y una buena parte con mariposas polinizándolas; sabían que la flor tenía corta vida y que no podían perder el tiempo. Nos quedamos contemplándolas embelesados. En tan solo unas horas había estallado la vida en el baobab, un árbol enorme como un elefante pero capaz al mismo tiempo de arrojar unas delicadas muestras de vida recién creada.

668Dani Serralta dando una master class sobre excrementos. | FOTO: Mila Ojea

Envidio ese magnífico privilegio. Imagino esas flores como corazones que el árbol exhibe a modo de prueba de vida. Una forma de gritar al mundo su preciosa existencia. La primera flor no aparece hasta que el árbol tiene 20 años. También hay una leyenda africana que asegura que en ellas habitan unos espíritus a los que es mejor no molestar, y cualquiera que arranque una sola de las flores será devorado por un león.

Su tamaño brutal le hace el rey del desierto, por encima de cualquier otra especie. Uno siente un deseo irrefrenable de sentarse bajo sus ramas, al cobijo de su espíritu forestal, y hablarle.

Del baobab se aprovecha todo: las hojas para hacer infusiones, el polvo del interior de los frutos para dar sabor a la leche y la corteza para construir canoas. En Madagascar tuve la oportunidad de comprar miel de baobab, una exquisitez.

669Amigos para siempre. | FOTO: P. Nadal

Adoptan la forma de botella durante la etapa de madurez, a partir de los doscientos años. Unos jovencitos en realidad. En buenas condiciones, sobre suelo arenoso, con un clima templado y lluvias, pueden llegar a vivir hasta mil años, aunque se han encontrado ejemplares de cuatro mil. Cuatro mil años de vida observando la salida y la puesta del sol una y otra vez, ¿se lo imaginan? Miles y miles de días viendo cómo frente a él todo nace, se desarrolla y muere, los ciclos naturales, las estaciones climáticas, los cambios de color del desierto.

Uno siente un deseo irrefrenable de sentarse bajo sus ramas, al cobijo de su espíritu forestal, y hablarle.

670Polvo del desierto. | FOTO: Mila Ojea

Hay tanta vida girando alrededor de este torreón de madera que contempla su soledad… Me pregunto qué pensará viendo el paso tortuoso de los elefantes, la sequedad de las horas principales del día, las constelaciones y fulgores estelares que lo observan en silencio desde la  altura de la noche. Explorándose a sí mismo, quizás. Es extraño pensar que, mientras uno mira al baobab, a su vez, miles de años le están mirando a uno.

Siempre que voy al África Negra corro en busca de un baobab como quien va al encuentro de un viejo amigo, y me acerco a su tronco con tanto respeto como si estuviera ante un santuario de la naturaleza. Sé que puede parecer extravagante, pero cuando me abrazo al tronco siento que me invade una agradable sensación de paz y que todo vuelve a estar en su sitio. Es quizás por eso que en mis viajes por África procuro siempre dormir a la sombra de un baobab, para alimentar la certeza de que regresaré como mínimo una vez más a este maravilloso continente, escribió Xavier Moret.

671Buscando la geografía interior. | FOTO: Ll. Botella

También yo abracé los baobabs. Para llenarme de su vida inflamable y su paz. Para desaprender y truncar la parte fósil de mi corazón. Para conectar de nuevo conmigo y rebelarme a la costumbre. Dar a la belleza la oportunidad de que me habite de nuevo. Implicarme en los finales y los principios. Para vaciarme y rendirme a la esencia. Escuchar mi respiración. Descubrir mi propia geografía interior: valles, estepas, islotes, glaciares, espesuras, volcanes. Acogerme dentro de mí, borrar el desconcierto. Ser, sólo ser.

La soledad del viejo baobab
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