Intenten comprar el tiempo: es imposible. Se trata de una empresa inútil, estéril y prepotente. El tiempo que perdemos en pretender comprar el tiempo es un bucle infinito que nos lleva a ser desahuciados de todo. Incluso de nosotros mismos.
Lo explicaba perfectamente el expresidente uruguayo José Mújica cuando dijo que inventamos una montaña de consumo superfluo y hay que tirar y vivir comprando y tirando. Y lo que estamos gastando es tiempo de vida, porque cuando yo compro algo, o tú, no lo compras con plata, lo compras con el tiempo de vida que tuviste que gastar para tener esa plata. Pero con esta diferencia: la única cosa que no se puede comprar es la vida. La vida se gasta. Y es miserable gastar la vida para perder libertad.
Y si hay alguien que mataría siempre por poder comprar el tiempo es el viajero. Para nosotros nunca es suficiente, constantemente ansiamos más, más, más, porque el viaje está abocado a la limitación y a llegar –tarde o temprano- a un final. Y el tiempo, amigos, ya lo sabemos, no tiene precio.
Pero hay algo que el viajero sí puede atrapar y es la sensación de haber sido dueño, al menos durante un momento, que puede durar un segundo o una hora, da igual, de ese tiempo imposible de guardar. Se llama memoria.
Ahora les llevaré a uno de esos instantes que guardo para siempre y que también pueden ser suyos. Nos vamos a la isla griega de Milos, un lugar bendecido por la luz, y allí nos posamos en la pequeña población de Plaka. Haremos una corta peregrinación a un rincón y un hecho que sucede todos los días invariablemente, con diferente belleza y configuración, pero henchido de magia.
Nos pertenece un instante de soledad y silencio, que el interior tiemble, que los errores parpadeen, que podamos vernos sin crueldad y con benevolencia.
Lo imposible cuesta un poco más, y derrotados son sólo aquellos que bajan los brazos y se entregan, decía Mújica. Por eso nos negamos a la evidencia. Y desde la plaza central subiremos, acabando el día, al final de la tarde, en busca de una puesta de sol única e irrepetible. Por el sendero empedrado y con doscientos escalones desgastados, teniendo siempre a la vista el castillo veneciano que corona la colina y las iglesias Panagia Thalassitra y Panagia Skiniotissa, pasaremos al lado de huertas, terrazas, puertas pintadas de azul y jarrones donde se desmayan las flores lánguidamente. Grecia en estado puro.
También atisbaremos, escondidos en los rincones, entre maleza y pozos, a los amantes que vienen a robarse un beso y prometerse amor eterno. Tal vez nos siga un perrillo necesitado de compañía y cariño, que olisquee nuestras sandalias con curiosidad y se deje acariciar la cabeza. Cogeremos alguna flor salvaje entre los arbustos, o espigas secas, para hacer un ramo. Desde la colina nos observa un solitario campanario vestido de piedra y cal.
Al llegar a lo alto, la vista del límite entre el mar, la costa y el cercano islote de Antimilos se tiñe con una pátina de óxido. Huelen los olivos encogidos por el último calor del día, un aroma esponjoso y espeso. Todo se aprecia mejor y nos olvidamos de las piedras heridas, resquebrajadas, de la grieta de nuestros corazones, de la marea que no avanza, del rasguño de las nubes. Ya empieza a bajar el sol y los peregrinos nos sentamos en las rocas o al pie de la iglesia, en silencio, para compartir sin compartir ese momento que cada uno vive a su modo.
Es ahora cuando toca hacer balance y pensar en eso, en el tiempo. Somos testigos privilegiados de un hecho extraordinario al que apenas damos importancia porque sucede diariamente. Pero hoy es especial, es nuestra puesta de sol, aunque estemos rodeados de gente, en primera fila, sin decir nada. La brisa es un susurro incombustible.
Aconsejaba Mújica que no se dejen robar la juventud de adentro. La de afuera, inevitablemente, se la lleva el tiempo. Pero hay una juventud peleable, territorio adentro, mirándonos hacia nosotros mismos, y está unida a una palabra muy simple y muy pequeña: solidaridad con la condición humana.
Toca mirar hacia dentro y saber si estamos en paz con nosotros mismos. No podemos comprar el tiempo, es cierto, pero de algún modo nos pertenece. Nos pertenece esta manera de mirar y de ser iluminados y de guardar en una mano ese rayo último de sol apretado, tierno y moribundo, ese suspiro, liviano y mineral, que se escapa invariablemente hacia el futuro, hacia lo incontestable. Nos pertenece un instante de soledad y silencio, que el interior tiemble, que los errores parpadeen, que podamos vernos sin crueldad y con benevolencia.
No podemos comprar el tiempo, cierto, pero tampoco calcular el valor del instante al que hemos viajado hoy con palabras. Caminaremos de vuelta a la plaza siendo conscientes de nuestra fortuna. Tal vez paremos a coger una manzana que cuelgue de alguna rama al borde del camino, todavía caliente por el último rayo de sol que hemos visto morir. Acérquenla a su nariz y dejen que les impregne ese olor inconfundible a verdad y belleza. O tomen en sus manos los tallos de unos dientes de león y soplen para esparcir como plumas ese aliento de vida que se nos ofrece desnudo. Pidan un deseo. O sólo piensen en algo bonito.
Con un poco de suerte, bajo esa luz magnífica que despide el día, tal vez nos invada la esquiva esperanza. Aplacemos la prisa, la ausencia y la angustia, no ha lugar. Sí, ya sabemos que la vida se gasta. Quizás nos hiele la sangre, quizás nos deje huérfanos, quizás nos desborde una lágrima, quizás mañana sea invierno. Pero en eso consiste vivir. Busquemos ese instante para respirar hondo y ser lo que somos. Ya nos atrapará el ocaso y la hondura. Pero hoy, aquí, con esas flores que se apagan entre nuestros dedos, mirándonos de frente, podemos decir sí.