En 1952 Ernesto Guevara de la Serna y su amigo Alberto Granado inician un viaje para recorrer la espina dorsal de América del sur. El plan es recorrer 8.000 kilómetros en cuatro meses. El método, la improvisación. Objetivo, explorar el continente latinoamericano, que sólo conocemos por los libros. Equipo, La Poderosa, una motocicleta Norton 500 del año 1939 que está rota y goteando. El piloto, Alberto Granado, amigo panzón de 29 años y bioquímico, vagabundo científico declarado. El sueño del piloto, coronar el viaje por su 30 aniversario. Copiloto, ese vendría a ser yo, Ernesto Guevara de la Serna, el ‘Fuser’, 23 años, estudiante de medicina, especialista en lepra, jugador amateur de rugby y, ocasionalmente, asmático, escribió Ernesto como comienzo de sus notas de viaje. Lo que teníamos en común: nuestra inquietud, nuestro espíritu soñador y el incansable amor por la ruta.
Su padre, Ernesto Guevara Lynch, hablaba así del viaje: No entendía a Ernesto. Había cosas suyas que se me escapaban. El tiempo se encargó de esclarecérmelas. Yo ignoraba que su obsesión de horizontes obedecía al ansia de aumentar sus conocimientos. Necesitaba conocer bien a fondo las necesidades de los pueblos pobres y sabía que había necesariamente que hollar caminos y más caminos, deteniéndose en las rutas, no para tomar fotografías aisladas o interesantes paisajes, sino para empaparse de la miseria humana presente en cada recodo de las sendas que recorrería y para investigar las causas de esa miseria. Sólo así, con ese interés y con tal decisión, abroquelado el corazón para resistir cualquier clase de amarguras y siempre con la disposición del ánimo abierta al sacrificio, se puede calar bien hondo en esta humanidad desvalida. Reflexionando sobre sus continuos viajes años después, llegué a la conclusión de que ellos le habían dado la seguridad de cuál sería su destino.
Así, el 4 de enero parten desde Buenos Aires, cargados hasta los topes en esa moto vieja y torpe que los tirará al suelo una y otra vez. Se abre ante ellos un continente grandioso. Querida vieja, escribe Ernesto a su madre en la primera carta, Buenos Aires quedó atrás. Atrás quedó también la perra de Ida, la facultad, los exámenes y las disertaciones soporíferas. Ante nosotros se extiende toda América Latina. De ahora en adelante sólo confiaremos en La Poderosa. Ojalá pudieras vernos, parecemos aventureros. Inspiramos admiración y envidia por todas partes. Me alegra haber dejado atrás lo que llaman la civilización y estar un poco más cerca de la tierra.
El 13 de enero llegan a Miramar, tras los primeros 600 kilómetros de su ruta, y se quedan unos días alojados en casa de unos familiares, alargando la estancia para que Ernesto tenga un escarceo amoroso con su prima Chichina, que se despide triste cuando él parte de nuevo para continuar viaje.
-Yo escuchaba chapotear en el barro los pies descalzos y presentía los rostros anochecidos de hambre. Mi corazón fue un péndulo entre ella y la calle. No sé con qué fuerza me libré de sus ojos, me zafé de sus brazos. Ella quedó nublando de lágrimas su angustia tras la lluvia y el cristal –recita Ernesto a Miguel Otero Silva mientras pilota la moto.
Pronto el camino se hace duro. Llegan las montañas desoladas, el implacable viento, el hambre –mucho hambre-, la falta de dinero, el anhelo de un cuerpo femenino caliente al que abrazar, las noches heladas que cortan el vidrio de la mirada. Horizontes de niebla y lagos de un impostado azul, la cordillera de los Andes y La Poderosa fallando constantemente y llenando sus cuerpos de heridas. También aparece, a veces, el asma de Ernesto, que lo deja varios días fuera de combate. Querida viejita, ¿qué es lo que se pierde al cruzar una frontera? Cada momento parece partido en dos: melancolía por lo que quedó atrás y, por otro lado, todo el entusiasmo por entrar en tierras nuevas.
2.300 kilómetros después, Ernesto y Alberto llegan a Chile en una balsa. Ahora sé, casi con una fatalista conformidad en el hecho, que mi sino es viajar; sin embargo hay momentos en que pienso con profundo anhelo en las maravillosas comarcas de nuestro sur. Quizás algún día cansado de rodar por el mundo vuelva a instalarme en esta tierra argentina y entonces, si no como morada definitiva, al menos como lugar de tránsito hacia otra concepción del mundo, visitaré nuevamente y habitaré la zona de los lagos cordilleranos, escribe Ernesto en su cuaderno.
También llega la nieve, las cumbres escarpadas, más hambre –mucho más hambre- y una moto que se va agotando como nuestros protagonistas. Al llegar a Temuco, a Ernesto se le ocurre una idea y entra en la sucursal de El Diario Austral. Al día siguiente su foto aparece en el periódico bajo el titular en grandes letras: “Dos expertos argentinos en leprología recorren Sudamérica en motocicleta”. Allí estaba la condensación de nuestra audacia. Nosotros, los expertos, con tres mil enfermos tratados y una vastísima experiencia, conocedores de los centros más importantes del continente e investigadores de las condiciones sanitarias del mismo, nos dignábamos hacer una visita al pueblito pintoresco y tristón que nos acogía ahora. Suponíamos que ellos sabrían valorar en todo su alcance la deferencia que para el pueblo tuvimos, pero supimos poco. Y así, rodeados de la admiración de todos nos despedimos de ellos, de esa gente de la cual no conservamos ni el recuerdo del apellido.
Efectivamente, ese artículo les abrirá algunas puertas. Ya se presentan ante la gente como médicos y consiguen que les ofrezcan comida y cama. También se meten en líos de faldas propios de su edad. Toca huir en ocasiones. A veces tendrán que cargar a La Poderosa en camiones que los recogen apiadándose de ellos y de su desvencijada motocicleta, que acusa la dureza del camino. Ernesto siempre observa a la gente con respeto, ya sea desde su cámara fotográfica o desde sus ojos, especialmente a los indígenas. Algo se está despertando en su interior. Su padre lo explica de este modo: cuando me dio la noticia de su proyectado viaje, lo llamé aparte y le dije: ‘Vas a correr una aventura muy difícil; ¿qué puedo aconsejarte en contra de ella, cuando tanto he soñado yo con eso? Pero te recuerdo que si te pierdes en esas selvas y en un tiempo prudencial no tengo noticias tuyas, iré a buscarte siguiendo tus huellas y no volveré jamás si no te encuentro.’ Le pedí que fuera siempre dejándome marcas de su paso en el camino y que nos mandase los itinerarios. Lo fue haciendo a través de sus cartas y, a través de ellas, también fuimos dándonos cuenta de cuál era el verdadero camino que había elegido nuestro hijo. En sus cartas iba haciendo un análisis económico, político y social de todos los países que atravesaba y en ellas también iba poniendo sus reflexiones que cada vez nos indicaban su creciente tendencia hacia el comunismo.
Durante el trayecto ejercen de médicos en ocasiones, pues la gente les pide ayuda al ser conocedores de su profesión. Durante su estancia en Valparaíso Ernesto atiende a una anciana asmática que trabajaba en el lugar donde ellos se alojan. La pobre daba lástima, se respiraba en su pieza ese olor acre de sudor concentrado y patas sucias, mezclado al polvo de unos sillones, única paquetería de la casa. Ernesto es consciente de la gravedad de la mujer y de la dureza en la que ha transcurrido su vida, que ya se apaga. Allí, en estos últimos momentos de gente cuyo horizonte más lejano fue siempre el día de mañana, es donde se capta la profunda tragedia que encierra la vida del proletariado de todo el mundo; hay en esos ojos moribundos un sumiso pedido de disculpas y también, muchas veces, un desesperado pedido de consuelo que se pierde en el vacío, como se perderá pronto su cuerpo en la magnitud del misterio que nos rodea, escribe.
En el desierto de Atacama, ya separados de la motocicleta -que vuelve a casa en un camión-, caminan por zonas áridas y vacías de vida. Los amigos gozan para entonces de una lealtad inquebrantable, un vínculo reforzado, incluso aunque a veces peleen y se griten y no se comprendan, siempre cuidan uno del otro. Allí conocen a un matrimonio que marcará sus vidas. Una noche, al calor de una hoguera, la pareja les cuenta cómo un terrateniente les despojó de sus tierras llamando a eso “progreso”. Tuvieron que dejar a su hijo con un familiar y empezar a moverse para buscar trabajo, además de huir de la policía de Videla que los quiere apresar.
-¿Ustedes andan buscando trabajo? –pregunta la mujer.
-No, nosotros no estamos buscando trabajo…
-¿No? ¿Entonces por qué viajan?
-Viajamos por viajar –responde Ernesto un poco avergonzado, sabiendo que es algo incomprensible para esas dos personas con las que comparten el fuego, las mantas y unos amargos mates.
Esos ojos tenían una expresión oscura y trágica. Nos contaron de unos compañeros que habían desaparecido en circunstancias misteriosas y que, al parecer, terminaron en alguna parte en el fondo del mar. Esa fue una de las noches más frías de mi vida pero conocerlos me hizo sentir más cerca de la especie humana, extraña, tan extraña para mí, recuerda Ernesto. Al día siguiente será testigo de cómo aquellos que acaparan la riqueza tratan al resto de los hombres –los pobres- como animales en la mina de Chuquicamata y se rebela contra ello.
Sus andanzas les llevarán incluso a meterse de polizones en el San Antonio, un barco que va destino Antofagasta y en el que acabarán limpiando las letrinas para pagar el valor del pasaje. Por la noche mirábamos el mar inmenso, lleno de reflejos verdiblancos, los dos juntos, apoyados en la borda, pero cada uno muy distante, volando en su propio avión hacia las estratosféricas regiones del ensueño. Allí comprendimos que nuestra vocación, nuestra verdadera vocación, era andar eternamente por los caminos y mares del mundo. Siempre curiosos; mirando todo lo que aparece ante nuestra vista. Olfateando todos los rincones, pero siempre tenues, sin clavar nuestras raíces en tierra alguna, ni quedarnos a averiguar el sustratum de algo; la periferia nos basta.
Finalmente, Alberto y Ernesto llegan a la leprosería de San Pablo, en la Amazonia peruana. Han recorrido 10.223 kilómetros que han cambiado su vida para siempre. También ellos cambiarán muchas cosas en ese lugar dividido por el caudaloso río Amazonas, donde los médicos se alojan en una orilla y los enfermos en otra, y que las monjas regentan con mano dura y unas normas implacables, en ocasiones absurdas. Nuestros protagonistas enseguida se ganan la confianza y el cariño de los leprosos, sorprendidos por un gesto tan simple como que les den la mano sin llevar guantes de protección. El trato es humano, familiar, algo inaudito para lo que están acostumbrados. A cambio, las monjas les dejan sin comer por no asistir a misa. Pero ya se encargan los pacientes de guardar un poco de su ración para dársela a ellos.
Allí Alberto recibirá una carta de Caracas ofreciéndole un puesto.
-Tal vez llegó la hora de sentar cabeza… -opina Alberto.
-Sí, tener un trabajo estable, una novia…
-Echar panza…
La película “Diarios de motocicleta” (Walter Salles, 2004) retrata fielmente el periplo de estos dos jóvenes. En la escena del 24 cumpleaños de Ernesto, celebrado en la leprosería, le vemos bailar torpemente un mambo como si fuera un tango con una de las enfermeras sin darse cuenta de las risas y burlas del resto de los que allí están. Es el 14 de junio de 1952. Todos le cantarán a coro el cumpleaños feliz antes de soplar una vela simbólica.
-Constituimos una sola raza mestiza desde México hasta el Estrecho de Magallanes, así que tratando de librarme de cualquier carga de provincialismo, brindo por Perú y por América unida –dice emocionado ante toda la colonia, que alzan sus vasos en su honor y aplauden. Alberto, desde un rincón, le mira conmovido, callado, intuyendo ya la persona en la que Ernesto se ha convertido y su futuro.
Más tarde, mientras todos siguen bailando animadamente, Ernesto sale al exterior de la caseta y baja la escalinata hacia el río. Desde allí observa las tenues luces del otro lado del agua, donde están los pacientes que trata a diario y son ya parte de su vida. Alberto aparece tras él, intentando averiguar qué pasa por su cabeza en ese momento.
-¿Sabes dónde está la lancha? –pregunta Ernesto.
-No, no la veo…
-Voy a festejar mi cumpleaños del otro lado –dice totalmente decidido Ernesto, y empieza a desabrochar su camisa. Alberto, nervioso, trata por todos los medios de quitarle la idea de la cabeza.
– No vas a cruzar el río de noche con todos los animales esos que te comen crudo… ¡Vení acá, pendejo desgraciado!... ¡Volvé, vení acá, carajo!... ¡Pelotudo de mierda! –grita haciendo alarde de una refinada y exquisita prosa argentina mientras Ernesto ya se sumerge en el agua, en la negrura de la noche, y nada hacia la otra orilla. Los gritos atraen al resto del personal, que se acercan a ver qué está sucediendo. El jaleo hace que, en el margen contrario, los enfermos se asomen también para saber qué pasa. Y Ernesto, a brazadas y respirando pesadamente, con gran dificultad, se abre paso sobre el agua.
-¡Ernesto, tú puedes! –le animan los leprosos, agolpados en el borde del río, gritando entusiasmados.
Cuando alcanzan a verle, se meten en el agua a recogerle y lo sacan casi a rastras, exhausto. En el otro margen, Alberto y los que estaban contemplando la escena, se abrazan jubilosos al saber que ha llegado.
-¡Llegó, llegó! Yo siempre supe que iba a llegar –dice Alberto henchido de orgullo. Allá a lo lejos, Ernesto es llevado a hombros como un héroe y todos se reúnen a su alrededor.
Esa será la última noche que pasará en la leprosería peruana. Todos saldrán a despedirle a la mañana siguiente, en medio de la bruma, cuando se suba a la lancha bautizada como “Mambo Tango” en honor a su cómico baile de la noche anterior. Esa imagen poderosa y emocionante, la de los enfermos agolpados en la orilla diciendo adiós, envueltos en la niebla, con los brazos en alto, será inolvidable para el joven Ernesto y forjará el carácter para convertirse en la leyenda que pronto será.
"Diarios de motocicleta" habla, por supuesto, de muchas carreteras y ríos y caminos y horizontes que formaron la ruta de estas dos personas. Como viajera, también yo he recorrido muchos kilómetros, a través de campos, laderas, lagos y cordilleras. Pero si me dan a elegir cuál fue la que me marcó, la más asombrosa, la que me dejó sin respiración, esa es la carretera que lleva desde la modesta ciudad de Potosí al polvoriento pueblo de Uyuni, en Bolivia.
204 kilómetros conforman esta ruta que se tarda más de tres horas en hacer. En la vieja y sucia estación de autobuses de Potosí, L. y yo compramos bebida y unas bolsas de patatas fritas en un kiosko a mediodía y tomamos un autocar conducido por un viejito que se veía buen conocedor del asfalto. Iba repleto de gente, casi todos extranjeros como nosotros, que al poco de partir echaron las cortinillas para protegerse de un sol cegador y se pusieron mayormente a dormir o mirar las pantallas de sus smartphones. L. me dejó el asiento de la ventanilla, pues sabía perfectamente que yo, no sólo no tenía pensado echar una cabezada, sino que iba a ir bien atenta, cámara en mano, para disfrutar del paisaje.
Qué maravilla. Los horizontes cambiantes, los colores esteparios, los pueblos silenciosos y precarios, las inofensivas llamas que asomaban desde las cunetas como saludando a nuestro paso, mesetas y páramos, los pastores con sus rebaños, los riachuelos casi extinguidos en esas latitudes, las tristes flores supervivientes de la llanura, cerros que parecen el lomo de una ballena, árboles aislados, todo lo que se pierde estaba allí ante mis ojos. El viejito conducía con seguridad, tomaba las curvas con cuidado, en sus tramos más fáciles alcanzaba la loca velocidad de 60 kilómetros por hora, una heroicidad, y mientras los demás roncaban, yo boquiabierta por la inmensidad.
Restos de casas y ladrillos, planicies quemadas por el fuego, grietas que abrían montañas en dos, extrañas formaciones rocosas, animales bebiendo en el reflejo azul de los charcos, secos matorrales, onduladas colinas, espectrales cactus, volcanes violetas y las primeras lenguas blancas de sal. Todo constituía un país en sí mismo, lleno de silencio, viento y soledad. L. y yo también viajábamos por viajar. Miento: viajábamos para ser mejores, para paliar las derrotas, para agitar el yo que nos latía dentro, lejos de nuestros días idénticos a otros días. Todos los caminos nos hacen sabios. Cantaba Jorge Drexler en la película aquellas palabras que decían: sobre todo creo que no todo está perdido, tanta lágrima, tanta lágrima, y yo soy un vaso vacío…
A mi lado, L. dormitaba después de haber devorado las patatas fritas y abría un ojo de vez en cuando para comprobar que yo seguía feliz con la nariz pegada al cristal de la ventanilla. Esbozaba apenas una sonrisa, está loca, supongo que pensaba, aunque ya me conocía muy bien –llevábamos muchos kilómetros juntos y varios continentes a la espalda para entonces-. Yo me preguntaba cómo podía el resto de pasajeros ir ajeno a todo lo que allí fuera sucedía, a esa naturaleza hiriente y árida, asolada por la nada, pero llena de recovecos donde se intuía alguna forma escasa y secreta de vida. Sólo el viejo conductor y yo pertenecíamos a la carretera.
Pensé en Ernesto y en Alberto, que cruzaron Colombia y se despidieron en un aeropuerto venezolano. Sus 8.000 kilómetros se habían convertido en 12.425, sus cuatro meses fueron en realidad seis y medio. Todo el periplo fue narrado por Ernesto en sus diarios, encontrados en su mochila cuando murió asesinado en octubre de 1967, aquí en Bolivia, siendo ya conocido como “el Che”, el comandante y líder más carismático de la Revolución cubana. Tal vez sus ojos vieron los mismos parajes impolutos y trascendentales que ahora yo observaba al otro lado del cristal.
-Mirá, en todo este tiempo que pasamos en la ruta… sucedió algo. Algo que tengo que pensar con mucho tiempo –le dijo Ernesto, pensativo, a Alberto, delante del avión que le esperaba allá en Venezuela. Y añadió después de un largo silencio: - Cuánta injusticia, ¿no?
Allí se abrazaron sin saber que tardarían ocho años en volver a hacerlo. Pero su amistad perduró en el tiempo. Ese tiempo que avanza inexorable y a todos nos transforma. Así resumía Ernesto el viaje en sus notas: no es este el relato de hazañas impresionantes. Es un trozo de dos vidas tomadas en un momento en que cursaron juntas un determinado trecho, con identidad de aspiraciones y conjunción de ensueños. Un hombre en nueves meses de su vida puede pensar en muchas cosas que van de la más elevada especulación filosófica al rastrero anhelo de un plato de sopa. El hombre, medida de todas las cosas, habla aquí por mi boca y relata en mi lenguaje lo que mis ojos vieron. ¿Que nuestra vista nunca fue panorámica, siempre fugaz y no siempre equitativamente informada, y los juicios son demasiado terminantes? El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule, ‘yo’, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por nuestra 'Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí.
Cuando L. abrió los ojos, al oír el último frenazo del autocar en su llegada a Uyuni, aún éramos los que éramos. Pero estábamos a punto de inaugurar otra odisea, otra visión del mundo, otro nosotros. Perduraba el incansable amor por la ruta, nunca apaciguado ni perdido. Hasta la victoria siempre. Y cuando el polvo se levantó bajo nuestras botas al bajar del autocar y asimos fuertemente las mochilas sobre los hombros, acaricié el filo redondeado del ala de mi sombrero mirando alrededor con ojos curiosos el movimiento que nos rodeaba, y dejamos atrás aquellos que éramos para hacernos ingobernablemente nuevos.