miércoles. 24.04.2024

No entraré dócilmente en la noche

En Islandia es fácil ver de qué está hecho el mundo. Átomos, células, bacterias. Agua, piedra, fuego. El corazón del planeta que ruge. Lo sé porque estamos hechos de los mismos materiales. Y así es como podemos imaginar el futuro...
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Paisaje del fin del mundo en Islandia. | FOTO: Mila Ojea

Chicago, 2005. Miranda, una joven afroamericana, camina entre los rascacielos de la ciudad, por las aceras nevadas. Va a una entrevista de trabajo en una empresa de logística donde conoce a Leon, el que será su nuevo jefe. Desde el primer momento hay entre ellos un entente cordial, una conexión que fluye.

Una noche, en una cafetería, Miranda dibuja en un cuaderno la figura de un astronauta. Hay un chico sentado en la mesa de enfrente, tomando un café, que la observa. Empiezan a hablar, el tipo se toma la libertad de sentarse con ella y le dice:

-Escucha, necesito comprar tus dibujos. Eres artista, ¿no?

Él le cuenta que es el cumpleaños de un amigo suyo y no le ha comprado ningún regalo, llevan tiempo sin verse y quiere llevarle algo bonito.

-Algo como… eso. Ese astronauta.

Miranda cierra de golpe su libreta y la guarda en su bolso. No entiende nada. Él le ofrece mil dólares por el dibujo y ella estalla en una carcajada nerviosa.

-No está a la venta –le dice y se marcha.

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Tonalidades y texturas. | FOTO: Mila Ojea

Él sale corriendo tras ella y la alcanza.

-Oye, ¿qué te parece si te saco una interpretación del significado de tu obra? Mi padre es poeta y cuando tiene que publicar algo en una revista, hace que su editor se lo lea y lo interprete para ver si se entiende. De esa forma, saben si el mensaje llega –le explica mientras caminan apresuradamente por la acera. Miranda se vuelve hacia él y le encara.

-Ni siquiera has visto mi obra.

-No, no, pero da lo mismo, porque tengo buen instinto. ¿Puedo probar? –pregunta. Ella acepta el reto con la mirada y él se lanza: - Vale. El sujeto de tu obra es… una persona. No es un astronauta. Está solo. No es infeliz. A la deriva. Un poco cansado. Pero su corazón es más cálido y ligero de lo que creen porque lleva un traje. Para protegerse.

Miranda ha escuchado en silencio, escéptica pero atenta, y un principio de sonrisa asoma a sus labios. Entonces saca una lámina de papel de su bolso, con un plátano dibujado, y se lo regala al chico, que se echa a reír.

-Yo soy Arthur –se presenta, ante la cara divertida de ella. En ese momento, el amigo cumpleañero de Arthur, le llama desde un local mientras sostiene la puerta abierta y le pide que entre de una vez.

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Vapor y niebla en el horizonte. | FOTO: Mila Ojea

En la penumbra del pub, un rato después, Miranda, en soledad, está dibujando un símbolo en una servilleta de papel. El amigo de Arthur, Clark, se sienta con ella y, tras un brindis casi imperceptible, le confiesa:

-No te imaginas la de noches que he tenido que acabar así. Bebiendo con alguien fascinante como tú, a la que Arthur consigue tres bares antes, mientras él habla con sus fans.

-O le he conseguido yo a él –responde Miranda. Y vuelven a brindar del mismo modo que antes, cómplices.

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Las vetas de las montañas. | FOTO: Mila Ojea

Clark le pregunta qué es lo que ha dibujado mientras esperaba a Arthur.

-Es un sentimiento –dice ella.

-¿Qué sentimiento?

-Salir pitando. Cuando una borrasca arranca rápido tienes que cortar el ancla e irte. Mi padre lo hizo una vez. Cortó la cuerda delante de nosotros con un cuchillo. Ese sentimiento.

Arthur se sienta por fin con ellos, beben y hablan de los personajes shakesperianos que interpretaron juntos en el teatro.

-Seguramente ya no quede igual ahora que es una estrella de cine –bromea Clark señalando a Arthur, que ríe apoyado en su hombro.

(Que te amen es una calamidad. El amor intentará ver las palabras antes de tiempo. ¿Cuál es tu misión?, preguntará el amor. Luego preguntarás tú: ¿cuál es mi misión?)

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Donde todo acaba. | FOTO: Mila Ojea

Miranda despierta en una cama que no reconoce, aún lleva puesta la ropa de la noche anterior. Arthur está mirándola apoyado en el quicio de la puerta y sonríe. Le prepara algo de comer y le habla de sus películas. Ella le dice que no le gusta el cine.

-Ni a mí –confiesa él mientras bebe café.

Hablan sobre sus vidas. Él relata que estuvo viviendo con sus padres poetas en una pequeña isla llamada Holbox.

-He estado allí –dice Miranda.- Mi padre nos llevaba a nadar con tiburones ballena. Él no era poeta, limpiaba barcos para turistas, y navegábamos sin destino hasta que cumplí ocho años. Y entonces llegó el huracán Hugo un par de años después…

Las palabras se cortan y de pronto dice que tiene que irse. Pero la magia ya sobrevuela la habitación, sus cuerpos, el aire.

Arthur no tarda en pedirle que se vaya a vivir con él a su casa de California. Ella es reticente pero poco después ya está acompañándole en la alfombra roja de la presentación de una de sus películas. Los fotógrafos disparan sus flashes, Arthur habla ante un micrófono, todo el mundo está muy animado y ella se siente un poco fuera de lugar en ese mundillo.

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Paseos por un planeta distinto. | FOTO: Mila Ojea

Hollywood, 2007. Mientras Miranda busca su teléfono móvil en el bolso, la actriz protagonista del film, Elizabeth, una rubia espigada y elegante, se acerca a ella.

-Sólo quería decirte que llamé a los imbéciles del Daily Mail y les dije que éramos nosotras las amantes –comenta. Miranda no entiende de qué le habla.- Ah, no has visto el artículo. Es absurdo, y él ni siquiera es mi tipo… Quería decirte que yo nunca haría eso –insiste Elizabeth.

Ahora Miranda está pintando con acuarelas en el estudio que tiene en casa de Arthur, al lado de la piscina. Sigue dibujando al astronauta, rellena los trazos con un delicado pincel. Se oye a Arthur hablando por teléfono en el porche, dice algo sobre que debería casarse con su novia, una cosa meramente legal y práctica.

-Los paparazzis la tratarían mejor si estamos casados –dice a su interlocutor. Miranda sale de la casa de la piscina, con una taza de té en las manos, y observa a Arthur, sentado al otro lado del porche. Le saluda como si fuera un extraño, hablan un poco, manteniendo la distancia, no se acercan uno al otro.

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Fumarolas de vapor. | FOTO: Mila Ojea

En la habitación, de noche, Arthur está sentado en la cama cuando Miranda entra apresurada buscando algo entre unos libros. Él le echa en cara que apenas duerme.

-Te fuiste durante cuatro meses para rodar la película –ataca ella.

-¡Pero ya he vuelto! Y aunque estés aquí no estás aquí –dice él gesticulando, de rodillas en la cama.- Siempre estás encerrada en esa habitación, tú sola, trabajando en algo que nadie más puede ver.

-Nadie puede verlo porque no… he terminado.

-¡Ni creo que vayas a terminarlo! –exclama Arthur en tono de burla. Miranda le mira en silencio, se podría cortar el aire entre ellos con un cuchillo. Y se va.- ¡No quiero equivocarme de vida y luego morir! –grita Arthur.

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Un trozo de Marte, tal vez. | FOTO: Mila Ojea

Reúnen a sus amigos en una cena magnífica a la luz de las velas. Todos beben y hablan de viajes y de cine. Miranda observa a Elizabeth, sentada al lado de Arthur, desde el extremo de la mesa, muy lejos de él, al otro lado del mundo.

-¿Qué tal tu proyecto, Miranda? –le pregunta la chica que tiene a su lado. -¿Cuándo lo acabarás?... Imagino que lo publicarás cuando acabes…

-No, no. Seguramente no.

-¿Y para qué darse esa paliza si nadie puede verlo?

-Me hace feliz –responde con sinceridad.- Me relaja pasar horas trabajando en él, no me importa que nadie vea… -no acaba la frase porque uno de los invitados le interrumpe hablando de otro tema. La conversación gira en torno al arte cuando de pronto Elizabeth pregunta:

-¿Habéis visto la obra de Miranda? No soy ninguna experta pero le dije a Art que eras un genio. A Arthur, tu marido. Me llevó a la casa de la piscina y me la enseñó.

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Distintas tonalidades. | FOTO: Mila Ojea

Miranda clava sus ojos en Arthur y lo ve como un extraño mientras Elizabeth sigue hablando:

-Chicos, es increíble, va sobre un astronauta… bueno, no, a ver, no, va sobre alguien que sobrevive a una tragedia y que se siente como… ajeno a… bueno… las cosas del día a día y es… es súper profundo… -dice Elizabeth llevándose la mano al pecho. Arthur mantiene los ojos de Miranda sobre él, desafiante y cínicamente tranquilo. Ella ha comprendido todo de pronto.

(El amor intentará ver las palabras antes de tiempo.)

-Vamos a brindar –exclama Miranda poniéndose en pie.

-No, Miranda, no –pide Arthur, intuyendo el huracán que se le viene encima. Miranda alza su copa llena de vino y él niega con la cabeza. Todos levantan sus copas.

-Aquí estoy, contemplando los daños –dice Miranda, citando el guión de una pésima película de Arthur.- Intentando recordar la dulzura de la vida en la Tierra. Llegué tarde o… tú pronto. Da igual. La misma misión: quemar vivos a todos los parásitos de mierda –finaliza, y vuelca el vino sobre la mesa antes de salir del comedor.

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Tierras de fuego. | FOTO: Mila Ojea

Clark sale al jardín y busca a Miranda, que está sentada en el borde de la piscina con los pies metidos en el agua. Se sienta a fumar su lado.

-¿Cuándo empezó? –pregunta ella.- Lo de Elizabeth.

-No lo sé. Debió de asustarse mucho, le suele pasar cada vez que se enamora.

-Creo que ese libro me ha arruinado la vida –reflexiona Miranda sobre su obra, mirando al vacío.

Enseguida llena un bolso con sus cosas para largarse. Arthur la observa, sentado a los pies de la cama, mientras ella rebusca en los cajones.

-Creía que no habías visto ninguna de mis pelis.

-No tenemos por qué hablar. Los dos sabíamos que era temporal –dice Miranda.

-Yo no lo sabía –admite él con sinceridad.

-La casa de la piscina está ardiendo –dice ella y se marcha. El resplandor del fuego llena los cristales y engulle la precipitada despedida.

(Que te amen es una calamidad para alguien con tu trabajo. Tienes que trabajar. Trabajar. El amor intentará ver las palabras antes de tiempo. El amor hace imposible trabajar. La supervivencia es insuficiente. No quiero equivocarme de vida y luego morir. Escapar es lo que mejor se me da.)

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Paisaje texturizado. | FOTO: Mila Ojea

Chicago, 2020. Miranda va en tren cuando Leon le llama para decirle que tiene que ir a Malasia para organizar una presentación importante, pero hay algo que ella necesita hacer antes de partir. En sus manos porta un gran sobre cerrado sobre el que escribe con rotulador el nombre de Arthur. Él está en la ciudad para el estreno de una obra de teatro.

-En serio, hasta ayer mismo creía que… creía que nunca volvería a verte –le dice Arthur cuando la tiene delante.- ¿Por qué estás aquí?

Miranda saca el sobre de su bolso y se lo entrega.

-Lo he terminado –dice muy serena. Él abre el sobre y extrae el libro con el dibujo del astronauta en la portada. “Station Eleven”, se lee en el título del ejemplar. Arthur lo hojea, admirado, y comenta que a Tyler le encantará. Su hijo. El hijo que tuvo con Elizabeth.

-Envíaselo, tengo más. Me alegro de verte –dice ella cogiendo su abrigo para irse. Pero antes de salir él le pide que se quede, que cenen juntos. Ella no quiere perder su vuelo a Malasia.

-Pero puedo… Puedo volver –promete Miranda, conteniendo la emoción del reencuentro.

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Al borde del infinito. | FOTO: Mila Ojea

Cuando llega a Malasia ya circula por el planeta una gripe explosivamente contagiosa que ha mutado en mortal. Aún es un rumor que se va extendiendo. Se habla del fin del mundo. Ni siquiera puede hacer la presentación, todo se cancela y ve a la gente muy nerviosa. Llama a Leon desde su hotel y este, muy alterado, le exige que se marche de Malasia.

-Hay un petrolero a dieciséis kilómetros de la costa, el capitán me debe una. Ve a Recepción, he pedido que te den un paquete con suministros e información. No hables con nadie.

En Recepción le entregan un paquete envuelto en papel de regalo. Cuando entra en el ascensor para ir a los muelles, envía un mensaje de audio a Arthur:

-Soy yo. Allí son las cuatro de la mañana, creo. Eres mi ayer. Espero que el estreno fuera bien. Cometí un error. Cuídate mucho. Y no te muevas de ahí, vuelvo a Chicago. Te encontraré. Como sea.

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Lodo ardiente estallando. | FOTO: Mila Ojea

En el autobús hacia el puerto abre el paquete que Leon ha enviado. Es una cazuela que contiene una navaja mariposa, llaves y una foto del barco que la llevará de los muelles al petrolero.

-Estarás en el mar un año como poco –dice Leon al teléfono y el corazón de Miranda se para al escuchar esas palabras.

Cuando llega a los muelles ve el barco de la fotografía amarrado esperándola y mientras se dirige a él, suena su teléfono. Es Clark, que ha conseguido ese número para ponerse en contacto con ella.

-Escúchame, Miranda, quería contártelo yo mismo… Arthur ha muerto –Miranda se detiene en medio de la rampa por la que estaba bajando hacia el barco. – Lo siento mucho. Le ha dado un infarto actuando esta noche.

Miranda cae rodando por la rampa, perdiendo las llaves que llevaba en la cazuela, y golpeándose en la frente. Consigue volver al hotel donde estaba alojada, atontada por el golpe, y busca en internet el rostro de Arthur. Su compañero de trabajo la encuentra sentada en el bar y le comunica que se ha reanudado la presentación y que la necesita.

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Entre fumarolas. | FOTO: Mila Ojea

Frente a la mesa de los ejecutivos chinos, que llevan mascarillas, Miranda habla en su idioma de forma extremadamente profesional haciendo su trabajo. Ellos no parecen demasiado interesados y ella lo percibe, por lo que se queda callada mirándoles.

-Todos parecen saber que va a llegar el fin del mundo –dice de pronto.- Así que es un buen recordatorio de que nada de lo que hemos hecho o hacemos importa en absoluto. Pero importa. Importa. El hombre al que amaba murió anoche y… -empieza a sollozar- … el hombre al que amaba murió anoche y yo me fui a trabajar… el hombre al que amaba murió anoche y yo preferí irme a trabajar… Y estoy aquí, con ustedes, y ustedes no… Usted no importa en absoluto, señor Huang. Su empresa se hundirá en el mar así que una pregunta: ¿por qué no estaba yo en ese teatro?... ¿Por qué no estaba yo con mi amor cuando murió?...

Sus labios tiemblan y las lágrimas ruedan por sus mejillas ante la mirada desconcertada y fría de todos los que la rodean.

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Belleza islandesa. | FOTO: Mila Ojea

Si tuviera que imaginar un fin del mundo para Miranda, para nosotros, para mí, sin duda el paisaje sería Hverir, una zona en el norte de Islandia de aspecto apocalíptico. Una explanada de tierra ambarina, con fosas de lodo hirviendo y fumarolas, al pie de una colina terrosa, Námafjall, con un caudal de trazos de tonalidades ocres, marrones, amarillas y naranjas. Como si la vida, una herida abierta, hubiera pasado por allí sangrando en forma de incendio y todo hubiera quedado arrasado pero preso de una belleza cautivadora.

Este área geotermal hecha de ceniza y fuego resulta visualmente otro planeta. Sus pozas llenas de fango hirviendo, estallando en grandes pompas, provienen de las entrañas volcánicas. Su fuerte olor a ácido sulfhídrico nos da una idea de la esterilidad de este ambiente. La Islandia verde y líquida que amo pasa a ser aquí un desierto quemado e inútil, incapaz de generar resquicio alguno de vida. La atmósfera es subyugante, un trozo de Marte caído desde el espacio que ha aterrizado en esta isla inclasificable.

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Tierra resquebrajada. | FOTO: Mila Ojea

Los depósitos naturales de azufre burbujeante emergen a la superficie cristalizados, formando pequeñas chimeneas y cráteres de nubes de gas, producto de un calor infernal. Hay una variedad de colores, texturas y rugosidades asombrosa. Las fisuras de barro, cicatrices extraterrestres, expulsan constantemente vapor de agua. Este lugar está vivo, potentemente vivo, tomando forma y cuerpo, y cada metro cuadrado lo demuestra. Hay una actividad frenética de elementos.

Es fácil, desde aquí, ver de qué está hecho el mundo. Átomos, células, bacterias. Agua, piedra, fuego. Siento el corazón del planeta que ruge ahí abajo. Lo sé porque estoy hecha de los mismos materiales. Contengo las mismas borrascas, congojas, poros y aristas. Así es como imagino el futuro que espera a Miranda, atrincherada en la habitación de su hotel de Malasia. Desde allí habla con Leon por teléfono y le oye toser y respirar pesadamente mientras ella le miente asegurándole que está a salvo en el petrolero. Empieza a aislar el habitáculo con cinta americana, sellando puertas y ventanas. Preparándose para ese final de todo.

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El mundo que arde. | FOTO: Mila Ojea

Justo cuando ha terminado y descansa sentada en el suelo, volviendo mentalmente al rostro de Arthur una y otra vez, alguien llama a la puerta de la suite. Camina despacio hacia ella. Y al abrir encuentra a un astronauta que avanza lentamente.

(Tengo una misión. Sigo teniendo una misión. Ya logré encontrarte nueve veces. Tal vez diez. Y volveré a encontrarte. No hay una misión de rescate. Estamos a salvo.)

Y el rostro de Miranda se refleja en el casco dorado del astronauta como en un espejo.

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Caminando sobre la nada. | FOTO: Mila Ojea

Esta es una de las historias que se cuentan en la serie “Estación Once” (Patrick Somerville, 2021), una exploración sobre el impacto de una pandemia devastadora en las personas que pueblan nuestro planeta azul. Y si mañana llegara ese fin del mundo anunciado, acuciante, sólo puedo decir una cosa: no entres dócilmente en esa buena noche. Este verso de Dylan Thomas condensa todo el ánimo de supervivencia de un ser humano. No nos iremos sin luchar hasta el último aliento. Como Miranda, prenderemos fuego a todo aquello que quede tras nosotros, cortaremos la cadena que nos ata al ancla y sólo miraremos adelante.

Ese sentimiento.

(Recuerdo daños y escapar. Luego, estar mucho tiempo a la deriva en la galaxia de un desconocido. Pero ya estoy a salvo. Lo he encontrado de nuevo. Mi hogar.)

No entraré dócilmente en la noche
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