sábado. 20.04.2024

Un destello de existencia

Tal vez vivamos cien años, pero ¿quién quiere durar tanto? Antes de existir ya fui un átomo con nombre y apellido que vagaba por el universo y al que le gustaba oír llover por las noches. Sobre la fugacidad y el colorido de la vida aprendí en Isla Taquile, al borde del mundo.
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Colorido y música en isla Taquile. | FOTO: Mila Ojea

¿Durante cuánto tiempo no existió Antonia?

Eones de no existencia.

Partículas que durante miles de millones de años viajaron errantes por el espacio se convierten, por el azar o por el destino, en un cuerpo con conciencia de sí mismo, con nombre y apellido, con alegrías y tristezas, y con miedos y esperanzas.

Esa unión de partículas durará apenas noventa años. Después, un día se separarán de nuevo para volver a vagar por el universo hasta el final de los tiempos.

Visto desde la magnitud del cosmos, la vida de Antonia no es más que un fugaz destello en el tiempo.

Como Antonia, todos brillamos un breve instante junto a otros destellos sobre la negrura de la no existencia. Por eso necesitamos saber que antes de nosotros hubo otros.

No somos nada sin un pasado. Lo necesitamos para sentirnos parte de algo más grande y antiguo que llamamos ancestros, humanidad...

Confiamos, además, en que en el futuro habrá más como nosotros y que perduraremos en su memoria.

Solo así esos pequeños y breves flashazos aislados se convierten en un haz de luz.

Mantenemos una lucha constante contra el olvido, que intenta borrar el pasado.

Pero nuestra memoria es limitada y traicionera, por eso el ingenio humano inventó formas de mantener un instante en el tiempo.

Creamos el dibujo y la escritura...

Y también la fotografía, capaz de retener un destello de existencia.

Y se hizo la luz.

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Vivos colores. | FOTO: Mila Ojea

Así comienza “Regreso al Edén”, una obra de Paco Roca que disecciona la memoria y el tiempo, el devenir de la vida y las huellas que esta deja. Tal como explica, todos somos un destello de existencia, y el viajero posee el privilegio de asomarse a esos instantes y capturarlos para siempre.

Estamos en la isla de Taquile, a casi 4000 metros sobre el nivel del mar, posados sobre el lago Titicaca en su parte peruana. Poco más de 2000 destellos de existencia habitan esta roca, de todas las edades, y hoy es un día de fiesta. Corre el 25 de julio sobre las calles viejas y empedradas en honor a Santiago Apóstol el Mayor, patrón de la región de Puno, y la gente se lanza con devoción a bailar las danzas sicuris y cinta k´ana, desfilar en un arcoíris textil inmenso, mostrar sus artesanías en la feria, y tocar los pinquillos, tinyas, sikus y zampoñas. Toda la plaza de la villa conmemora y hace perdurar sus costumbres y folclore tradicionales, una cultura viva y exultante.

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Detalle de pompones y flauta. | FOTO: Mila Ojea

Hay misas, procesiones, mercado y hasta corridas de toros. Pero lo más llamativo es el colorido incendiario y furioso de sus vestimentas. En contraste con la calma que se respira dentro de la iglesia, donde, apenas iluminada, se derriten las velas y el silencio respetuoso protege a las figuras santas, la plaza es una fiesta y fantasía mayúscula. Todo este ensamblaje apabullante de alegría, música y colorido terminará con la ofrenda a la Pachamama (Madre Tierra), a la que los taquileños rinden sus creencias cristianas y andinas, en una mezcla única.

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La danza de las mujeres. | FOTO: Mila Ojea

Las mujeres visten abullonadas faldas de varios volúmenes que se despliegan al girar (de colores si están solteras y negras si son casadas), delantales con pompones, mantas en forma de sacos atados al cuello o enganchados con un imperdible sobre el pecho a modo de capa. Sus cinturones representan dibujos étnicos de animales y geometrías. Cubren su cabeza con pañuelos o sombreros de colores brillantes ornamentados con trenzas, plumas, cintas y todo tipo de elementos. Calzan unas sencillas y rústicas sandalias que dejan ver unos pies limados y endurecidos por la crudeza de la climatología andina.

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Caminar y tocar. | FOTO: Mila Ojea

Por su parte, los hombres también entran en ese juego cromático con elaborados adornos sobre la base negra de sus trajes. Tapan sus orejas con gorros de vivos dibujos, el torso con chalecos sobre camisas blancas y algunos son capaces de tocar sus flautas con la cara oculta tras una hilera de flecos hechos con abalorios. El atuendo incorpora un bolsito donde portan sus instrumentos musicales a juego con un fajín. Juntos desfilan y giran resultando un torbellino de cuerpos expuestos al blanco sol que ilumina la isla. Todos estos textiles han sido confeccionados de un modo tradicional en sus telares, en una intrincada mezcla que aúna mano de obra y cultura ancestral.

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Textiles y texturas. | FOTOS: Mila Ojea

Taquile, cuyo nombre en quechua es Intica, protege de un modo excepcional sus costumbres. Aquí sus gentes viven de la pesca, la agricultura y el arte de tejer. Los niños aprenden antes de los 7 años a manejar los hilos con soltura y son capaces de crear chullos, guantes, títeres de cóndores o figuritas de llamas. Por su parte, las mujeres son las encargadas de hilar el vellón de ovejas y alpacas. El resultado de todo este proceso ha sido merecidamente declarado Patrimonio de la Humanidad oral e inmaterial por su calidad, diseño y simbología.

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Mezcla de estilos. | FOTO: Mila Ojea

También se dice que los taquileños llegan a vivir una media de 90 a 100 años gracias a su dieta vegetariana y al código moral inca “ama sua, ama llulla, ama quella” que en quechua significa “no robar, no mentir, no ser holgazán”. Seguramente también ayuda el subir y bajar constantemente los 535 escalones que llevan del precario muelle de la isla al pueblo principal.

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Observando el mercado. | FOTO: Mila Ojea

La fiesta dura desde el 25 de julio hasta el 5 de agosto, días en los que los Comuneros no cesan en su celebración haciendo girar interminablemente sus faldones y retumbando los bombos. Aquí resurge el alma de este pueblo, cuya isla cuenta la leyenda que fue parida por el lago –la masa de agua más alta del mundo- y emergió de sus revueltas profundidades con ímpetu. Desde el mirador vemos esas aguas azules que reflejan el cielo y abrasan los rostros de niños y mayores, marcados para siempre por un sol blanquecino y lácteo.

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Desfile de color. | FOTO: Mila Ojea

Y de todo esto surge una algarabía imparable en esos días. Grupos numerosos forman comparsas, se organizan en círculos  y se dejan llevar por una coreografía armónica y participativa. En medio de ese huracán colorido J. y yo nos vimos envueltos por una emoción que rara vez habíamos experimentado y queríamos atraparlo todo: las notas musicales espontáneas, los rostros oscurecidos de las mujeres, la mirada interrogante y lacónica de los pequeños, el rápido desliz de los minutos. Lejos de tedios y prisas y análisis, la mañana se contuvo en el enigmático baile acompasado de los cuerpos que nos rodeaban de un modo hipnótico y onírico.

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Retrato infantil. | FOTO: Mila Ojea

Recuerdo a un niño que nos pidió, con una vocecita tan mínima que necesitamos que se armara de arrojo para repetirlo porque no le entendimos la primera vez, que le compráramos una cometa, juguete que adoran y forma parte de su cultura infantil. Los veía correteando por los alrededores del pueblo o abstraídos y sentados con sus madres mientras masticaban frutos secos, vestidos también con esas telas cuyo significado ya conocíamos. Nos miraban con la perplejidad con la que nacen todos los críos y se sonrojaban cuando nuestros ojos coincidían en la línea de un segundo imperceptible.

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Recuerdos. | FOTOS: Mila Ojea

Tal vez vivamos cien años, pero ¿quién quiere durar tanto? Antes de existir ya fui un átomo con nombre y apellido que vagaba por el universo y al que le gustaba oír llover por las noches. Cada día que pasamos en este planeta consumimos una media de 3,5 mililitros de oxígeno por kilogramo de peso y minuto, 13 tazas de líquido, 2.000 calorías, 20 bostezos, 50 millones de células epidérmicas, 14.400 parpadeos y 5 recuerdos de cosas que no volverán.

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Vista desde el interior de la iglesia. | FOTO: Mila Ojea

Si además estamos dotados de cierta sensibilidad tendremos la capacidad de sopesar una mala decisión y continuar adelante con ella; escucharemos atentamente 24 palabras; haremos dos promesas que jamás cumpliremos; una lágrima rodará por nuestras mejillas tras leer el párrafo de un libro que nos partirá el corazón en dos gajos asimétricos; aspiraremos despacio el aroma de algo que nos lleve al pasado –una flor, un trozo de pan recién horneado, una infusión-; tendremos un deseo irrefrenable de salir a la calle en pijama; tararearemos sin darnos cuenta una canción que permanecerá absurdamente en nuestro cerebro durante horas; miraremos el reloj 46 veces sin ver la hora que marcan las manecillas –algo parecido nos sucederá con los titulares del periódico que se borrarán de nuestra mente un minuto después de haberlos leído-; nos ensimismaremos con la visión de un pájaro o el fluir nocturno del tráfico desde una ventana; lloraremos con la escena de una película que nos pillará bajos de defensas emocionales y amaremos locamente durante apenas 18´5 segundos.

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En buena compañía. | FOTO: J. Herrero de Mier

Y seremos más viejos y nos quedará al final del día un día menos para decir adiós. De modo que J. y yo preferimos ser aquella mañana plenamente conscientes de nuestra fugacidad. Como Antonia, ya habíamos sido partículas que durante miles de millones de años viajaron errantes por el espacio y ahora, hechos carne, madrugadas e hipótesis, sólo nos pertenecíamos a nosotros mismos. Bailamos, bebimos, rodaba la vida y un eterno presente bajo nuestros pies, nos tomamos de las manos y giramos como peonzas combustibles e incandescentes, entre la multitud y la alegría. Nuestra risa, que ya era viento, se quedó en Taquile para siempre. Y se hizo la luz.

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