Venres. 29.03.2024

El verano pasa de largo por las ferreterías

Rara vez llueve en la costa de África, como si este territorio fuera intocable y sagrado. En las orillas de Madagascar, un arrecife de coral protege la calma de una extensión de agua perfecta para llenarse los ojos de azul. 
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Celebrando el milagro diario del anochecer en Madagascar. | FOTO: Mila Ojea

Ahí va: Miguelito, la leyenda de las ferreterías, sin su riñón derecho. Miguelito Dávila, el niño que supo desafiar a los habitantes del infierno y que ahora llega al monótono infierno de cada día. Arranca el verano. Suban, queridos amigos de las ondas radiofónicas. Suban al carrusel, no se pierdan ninguna vuelta de la noria. Saltemos al vacío para recordar el vértigo de otro tiempo. Todavía los sueños eran un latido de vuestro corazón, la seda del aire os acariciaba la piel, sí, arranca el verano y ellos aún piensan que desde ese camino perdido de ingleses alcanzarán un asomo de gloria. Piensan que desde allí verán las costas de África, el otro lado del mundo.

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Casas en la playa. | FOTO: Mila Ojea

Es el verano del amor y Miguelito, recién salido del hospital con un riñón menos dentro de su cuerpo, va a la piscina de la Ciudad Deportiva con sus amigos y se deja acariciar por el sol mientras observa ensimismado a Luli, que, al borde del agua, sueña con bailar. Los chicos hablan de tonterías y Miguelito se ríe pero ya no es el mismo muchacho que entró en el quirófano. Allí, en el hospital, ha tenido una revelación.

-Voy a ser poeta –le confiesa a su amigo Paco, y esas palabras son un salto al vacío.

-¡Qué vas a ser poeta! –responde Paco, incrédulo. - ¿Cómo poeta?

-Poeta. ¿Qué? El hospital me lo ha cambiado todo. El hombre que estaba a mi lado me ha enseñado las cosas como… de otra forma.

-¿Cuál? ¿El que se murió? Pues las poesías le sirvieron de bien poco…

-Pues le han servido para morirse de otra forma, Paco. No como se va a morir mi padre, renegando de la ferretería todo el tiempo. Para eso sirve.

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Niñas buscando conchas. | FOTO: Mila Ojea

A la orilla de una piscina y de un verano, descubriste que el cielo empieza a tres metros de la tierra; que las venas del mundo arrastran vuestra sangre como un río desbordado que lleva muebles, juguetes, la ropa de los ahogados; que vuestro corazón puede ser una casa vacía o una acera por donde sólo de tarde en tarde pasa la fortuna.

Luli, con el cabello negro ensortijado y húmedo, ve a Miguelito en el vestuario y le pregunta por ese riñón que, separado de su dueño, se bamboleaba en el fondo de un cubo metálico. Se sonríen y se miran con la curiosidad de empezar a conocerse, con la electricidad que marca los principios, y antes de irse ella le dice, como dejándolo caer sin importancia, que algunas tardes va a un local llamado El Bucán. Su cuerpo de hierba se pierde tras una puerta traslúcida y Miguelito respira hondo, muy hondo, y absorbe la tarde espesa de una bocanada.

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Los hombres recogen las redes. | FOTO: Mila Ojea

Una palabra es un pájaro en mitad de una página. Tú eres una palabra en medio de una hoja en blanco y puedes volar hasta donde quieras. Vuela, Miguelito, vuela antes que la página pase, antes de que caiga la noche, sueña Miguelito que le dijo el hombre con el que compartió la habitación de aquel hospital azul, donde todo cambió para siempre. En el sueño, la cama aparece vacía y tan sólo queda, sobre las sábanas, un ajado ejemplar con las esquinas de las páginas rizadas de “La divina comedia” de Dante Alighieri. El mismo que está sobre la mesa de su cuarto y que ojea, fascinado por las palabras.

-Me voy a ir –se dice ante el espejo. – Y a ti nunca volveré a verte. Nunca.

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Niños con sus cometas. | FOTO: Mila Ojea

Luli baila y se cimbrea en El Bucán, entre un grupo de chicas, pero Miguelito sólo tiene ojos para ella. Más tarde, mientras toman algo en la barra, ella le cuenta que algún día podrá pagarse una academia y bailará en un escenario y se irá de gira por el mundo con un ballet. Y no dejan de mirarse y el verano es un estallido que entra a raudales por las ventanas del local.

Diréis ahora a aquel yacente que su hijo aún se encuentra con los vivos. Sí, le diréis al mundo las palabras de un poeta muerto hace demasiados siglos. Le diréis que los hijos de la tierra siguen perdidos por su superficie. Creyendo que sus corazones son cometas. Llegan hasta aquí las palabras de aquel verano. Como olas cansadas. Sí. Mi locura es un niño enfermo y yo lo amamanto con cuidado. Ha llegado el tiempo de los asesinos. La gloria de quien mueve todo el mundo, escribías, copiando los versos del único libro que leíste. Y yo continúo aquí, continúo aquí, anuncio lluvias y borrascas, anuncio el futuro a la vez que miro el pasado como un mapa con los continentes hundidos. Solo. Solo. Solo en todas las madrugadas. Con la flor y la guerra. La flor y la guerra.

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Detalle de una lakana. | FOTO: Mila Ojea

Miguelito y Luli se comen a besos en el paseo marítimo, en la playa, en la incandescencia de ese verano que no cesa. Mientras sus amigos nadan en la piscina y ven la vida pasar sentados en el borde con los pies dentro del agua, Miguelito recita poesía y cose las palabras en su mente.

-Si un día no la tengo, sería como si me tiraran a mí entero al cubo de desperdicios ese donde tiraron mi riñón, igual –dice mientras ve a Luli deslizarse en el azul.

Ella se tumba sobre él, las gotas de agua resbalan por su pelo hasta el pecho de Miguelito, y tras el abrazo le habla de su padre, de la miseria, de su sueño de bailar, de tener otra vida.

-Pero yo me voy a escapar de todo eso, ¿verdad? –pregunta.- Claro. Por el camino de los ingleses se puede ir al mundo entero, ser quien quieras, ir a donde quieras.

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Respirando el sol. | FOTO: B.Alonso

Miguelito, sí, quiere ser poeta. Pero el destino parece condenarle a la ferretería, esa cárcel donde nunca entra el futuro. Y allá va con su libro bajo el brazo, se pone la bata y, tras el mostrador, se le cae encima todo el peso del mundo. El monótono infierno de cada día.

Un día va a buscar a su amigo Moratalla a la salida de sus clases de mecanografía y este le presenta a su profesora.

-Encantada, Miguel. A mí, ya lo sabes, me llaman la Señorita del Casco Cartaginés. Y no sé si es por mi moño o por mi espíritu –ríe, atusándose el pelo mientras fuma con coquetería.- Me han dicho que escribes poemas. Tu ingenio está dormido, si no aprecia por qué extraña razón se eleva tanto y tanto se dilata por su cima. ¿Sabes que hay otros poetas además de Dante? Para que él existiera fue necesario que existiesen antes Virgilio y Cavalcanti y después hubo otros. El mundo ha hecho un largo camino hasta llegar a ti. ¿Qué importa si hubo otros poetas? Lo importante es que tú sabes que existen otros mundos.

Miguelito está paralizado ante esa fascinante hembra repeinada y culta, incapaz de responder ni decir nada. Y, por primera vez, alguien –ella- le nombra sin diminutivo: Miguel.

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Sombras en la playa. | FOTO: Mila Ojea

Habrá un tiempo de lluvia y un tiempo para los olvidados. Para los que no supieron cuál era su camino. Ojalá haya un tiempo para los que le hablamos a una botella como si fuese un altar, un micrófono, una pistola apuntándonos al corazón. Para los que le dijimos palabras a la noche. Un tiempo para los malditos, para los desheredados que nunca llegarán a nada. Eso es lo que pedimos. Aquí y ahora, sin esperar la llegada de los jueces ni de la muerte. Aquí y ahora. Nosotros también esperamos la lluvia en el verano.

Una noche, Cardona, un maduro comercial de lencería que conduce su coche mientras charla con un amigo, ve a Luli caminando por la acera y le pide a su acompañante que los presente.

-Bueno, tú sabes que volveremos a vernos –dice Cardona a Luli después de charlar un rato en los jardines.

-Tengo novio –le corta ella.

-Eso, viéndote, ya se lo imagina uno. Lo importante es que ya sabemos que existimos…

Y cuando Luli se va con su amiga, a salvo agarrada a su brazo, mira atrás, a Cardona, un poco desconcertada. Se vuelven sombras en la noche, alejándose, y él, perro viejo, sonríe.

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El porche de mi bungalow. | FOTO: Mila Ojea

Miguelito vuelve al aula de mecanografía con la excusa de buscar a su amigo Moratalla pero encuentra a la Señorita del Casco Cartaginés. Y acaban en su casa, donde él se queda impresionado por la cantidad de libros que recubren las paredes de su salón. Tras unos tragos, sus cuerpos se unen en la cama, dejándose llevar por el deseo.

Cardona no ceja en su empeño de conquistar a Luli y una de sus armas es conseguirle una plaza en la Estrella Pontificia, la academia en la que ella quiere aprender a bailar.

-Si quieres, yo me encargo de todo eso y desaparezco de tu vida.

-Te dije que tengo novio –insiste ella.

-Ya, ya, ya lo sé. Tú seguirás con tu novio y te casarás con él o lo dejarás, que yo creo que lo vas a dejar… Luli, tú sabes que al final no vas a llegar a ningún lado con el niñato ese, pero eso no tiene nada que ver con lo que te estoy diciendo. Para eso quiero ayudarte, para que puedas elegir, para que puedas elegir – recalca. Le acaricia la barbilla mientras ella da un paso atrás.- Dime por lo menos que te lo vas a pensar.

Y ella dice sí con los ojos y se va.

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La vida en la orilla. | FOTO: Mila Ojea

Finalmente, Luli ingresa en la academia, y el sueño empieza a hacerse realidad. Ya roza el futuro, un futuro lleno de luz y coreografías. Mientras, Miguelito sigue viendo a la profesora y empieza a enfermar de nuevo. Cardona envía flores y observa a Luli desde su coche, aparcado delante de su casa, y le sonríe cuando ella se asoma al balcón. Nadie parece ver esa grieta que se abre, esa mancha que se extiende.

Así es como pasa el tiempo, igual que una traición, callado. Estábamos advertidos, pero nunca hicimos caso a ninguna voz que no fuera la nuestra. Abrirás los ojos y pensarás adónde, a qué chatarrería deberás ir en busca de las piezas con las que componer tu vida. Mi voz calando hasta lo hondo de vuestras conciencias mientras dormís, amáis o vais camino de un trabajo que no os importa. Y vosotros seguid, seguid riéndoos de lo que no conocéis. Vosotros seguid, seguid sin rumbo por esta calle que no lleva a ninguna parte. Camino de los ingleses. Vuestra vida es una bandera mojada de lluvia y barro que ningún viento puede ya hacerla ondear. Seguid… seguid… seguid.

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Lakanas frente a la casa. | FOTO: Mila Ojea

El verano se va reduciendo a una serie de días que, como el riñón izquierdo de Miguelito, se desangran lentamente. Luli ya le mira de otro modo. Y él a ella. Se ausentan uno del otro. Mientras escuchan la música en El Bucán, él fantasea con la profesora, que separa las rodillas ante el acercamiento felino de su cuerpo joven y soleado. Después él descubre lencería nueva en la habitación de Luli y todas las piezas del puzzle se van uniendo.

-¿Y qué más te regala? –pregunta.

-Te dije que para mí bailar es como para ti la poesía –responde ella mirando al suelo, vencida por la culpabilidad. Y rompe a llorar.

En su cuaderno de escritura, Miguelito, asediado por la enfermedad y los celos, escribe: este corazón, sin latidos, sin vida, INFIERNO.

Así que vayan recogiendo su equipaje de playa. El verano nos dice adiós. Y sepan, amigos, que este va a ser un otoño lluvioso. Pero, no lo olviden, será nuestro otoño, el otoño de todos. A la vuelta del tiempo, volveremos a encontrarnos con el sol. Eso será el verano que viene, la estación de los enamorados.

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Familia. | FOTO: Mila Ojea

Miguelito llama a Luli por teléfono pero ella siempre cuelga al escuchar su voz. Ese silencio se convierte en un almíbar pegajoso en el fondo de su amor.

-Te vi y supe quién eras y qué querías –le dice la profesora.- Algún día lo comprenderás.

-Es que ahora no sé nada –responde Miguelito mientras una lágrima rueda por su mejilla de nácar.- No comprendo nada.

-Oyes ecos, avanzas a oscuras y te conviene avanzar –apostilla ella mientras le acaricia el rostro.- Sino, cuando un día abras los ojos, te darás cuenta de que tu camino de los ingleses no te ha llevado a ninguna parte. Al recordarme, sabrás qué buscabas en mí. Has venido por amor, por mi amor, el que yo siento por ti. Pero ahora te vas y este amor ya nunca te volverá a acompañar. Ponte de pie, la ruta es larga y el camino, malo. Adiós. Ocurra lo que ocurra, nunca vuelvas a esta casa. Nunca más, Miguel.

Y Miguelito se desdibuja en un fondo blanco que estremece y ciega.

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La luz del mar. | FOTO: Mila Ojea

Rara vez llueve en la costa de África, como si este territorio fuera intocable y sagrado. En las orillas de Madagascar, un arrecife de coral protege la calma de una extensión de agua perfecta para llenarse los ojos de azul. La arena es como una harina tostada y a primera hora de la mañana despierta llena de conchas vacías que recogen los niños para venderlas a los turistas. Las palmeras posan sus ramas lánguidas sobre el horizonte. Y este viejo corazón se llena de paz.

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Compañera de habitación. | FOTO: Mila Ojea

Aquí dormía en un bungalow frente a la playa donde sólo se escuchaban las olas y los pájaros. Con un porche de madera y sillones para leer al atardecer arrullada por la calma. Cada noche entraba discretamente una mujer malgache pequeñita vestida de blanco a colocar la inmensa mosquitera de mi cama y encender unas varitas de incienso. Tenía, también, una compañera de habitación maravillosa: una silenciosa salamandra que me encantaba encontrar por los rincones con sus patitas pegadas en cualquier superficie. No molestaba, se ocupaba de los mosquitos y me hacía compañía.

Cuando volvía a mi cabaña por las noches tenía que iluminar el camino con una linterna para no pisar algún cangrejo ermitaño. En la oscuridad del jardín se escuchaba perfectamente el clac-clac de sus pinzas subiendo desde la playa por el camino de piedras, portando con agilidad su pesada concha.

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Cabaña a pie de playa. | FOTO: Mila Ojea

Al bajar a la playa por la escalera, con los rayos de sol ya altivos y sedosos, me veía rodeada por un enjambre de mujeres y niños ofreciendo tambores de corcho, pareos, cajitas labradas, masajes y trenzas. Me acompañaban un rato en mi caminar a no se sabe dónde insistiendo una y otra vez en que les comprara o les diera algo. El último día que estuve allí, uno de los pequeños me consiguió una reproducción exacta de los barcos de los pescadores, regateamos un poco el precio, nos intentamos engañar uno al otro con unas sonrisas bucaneras y ambos nos fuimos contentos con el trato.

A esos pescadores de la etnia Vezo los observaba desde las rocas, subidos en esas barcazas llamadas lakanas. En ese rincón acuático del mundo, en esa costa de sosiego, el agua no tiene apenas profundidad, por lo que parece una laguna salada. El sistema de pesca consiste en que varios hombres bajan de la lakana y, caminando, despliegan las redes formando un círculo. A veces lo hacen entre dos barcas para controlar más extensión. Al volver a tierra, las mujeres se llevan el pescado mientras ellos recogen las redes y dejan las lakanas en la arena. Siempre había niños jugando en la playa o corriendo con cometas fabricadas por ellos mismos.

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Sistema de pesca tradicional. | FOTO: Mila Ojea

Lejos de allí, y volviendo a la película “El camino de los ingleses” (Antonio Banderas, 2006), mientras la gente pasa por la acera y sus amigos hablan apoyados en el descapotable de Paco, Miguelito camina decidido hacia una vieja cabina de teléfonos. Tras insertar unas monedas, marca el número de Luli, y sobrevive en él una última esperanza.

-¿Diga? –pregunta ella.

-¿Luli? Luli, que soy yo, Miguelito. Que no me cuelgues, por favor… que quiero verte, que te quiero decir lo que siento y… y pedirte perdón por lo que pasó. No sé, cuando tú quieras, una vez, un día. Cuando tú quieras.- Miguelito se apoya suspirando contra el cristal de la cabina. –No puede acabar esto así, sabes, tú eres mi bailarina y, no sé, no sé, te llamas Luli y así te quiero.

-Sí… sí… -repite ella con los ojos llenos de lágrimas.

-Lo sabes, ¿no?... Sabes, los sueños se pueden quedar en el mundo de los sueños, pero tú y yo no, ¿sabes por qué?

-¿Por qué?

-Porque los tenemos al alcance de la mano. Tú y yo. Te espero esta tarde… -y deposita un beso en el auricular del teléfono con los ojos cerrados. Al otro lado de la línea, Luli, emocionada, aprieta su auricular contra el pecho y el verano comienza de nuevo. Mientras él sale de la cabina, ella vuelve a hablarle desde su distancia:

-Miguelito… Miguelito… Te quiero… te quiero… -repite al vacío de la cabina metálica y su voz resuena hasta alcanzar la playa.

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Los colores del anochecer. | FOTO: Mila Ojea

Sí, llovió duro. La noche fue una ruleta trucada. Una moneda lanzada al aire que cayó por el lado de la cruz. Un mal viento. Una mala noche, para acabar con un tiempo de sueños. Después vinieron todas esas nubes, vientos y sol que yo anunciaba, cuando el mundo era posible. Pobres ilusos, poetas que no escribieron ningún verso. Nunca vimos las costas de África.

Cuando volvía con mis amigos de caminar por el pueblo de Ifaty-Mangily, después de mezclarnos con las gentes y aspirar los aromas del mercado, antes de cenar, nos quedábamos un rato sentados en la escalinata que llevaba a la playa o en la orilla, con los pies metidos dentro del agua, absortos por la belleza de unos anocheceres cuajados de colores, en una paleta inmensa ofrecida a nuestros ojos por una naturaleza henchida de júbilo. Brindábamos con cerveza por esos momentos irrepetibles y ese verano solar y marino que nos regalaron las costas de África.

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Escalinata hacia el agua. | FOTO: Mila Ojea

Este ha sido nuestro paisaje. Los días caerán sobre nosotros como árboles cansados. Parecerá que la vida apenas ha cambiado en el Camino de los Ingleses. Aunque todos sabremos que bajo nuestra piel han corrido varias eras geológicas. El diluvio universal. No, nunca, desde ninguna terraza, desde ningún mirador ni faro ni azotea vimos las costas de África. Pero, allí, detrás del horizonte, siempre intuimos el fulgor de lo desconocido, el reflejo de la vida que quizá, jugando en otra ruleta, habríamos podido alcanzar.

Pues nosotros sí las vimos y los niños bailaron alrededor de nuestros cuerpos. Nos supimos afortunados y, frente al milagro del sol hundiendo su curvatura en el agua bajo un cielo de gasolina, y aquel verano dulzón que ya huía, también escuchamos una voz de fondo, perdida en la arena, que desde un auricular colgando en una cabina, repetía una y otra vez “te quiero”…

El verano pasa de largo por las ferreterías
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