viernes. 19.04.2024

Sólo somos momentos

Sucede que era otoño, un otoño que era un exilio, un otoño donde podía florecer un alma nómada y sobrevolar el horizonte. Estaba todo tan lejos entonces y ahora. Así amanece en el desierto más viejo del mundo, cuando el primer rayo de sol incendia las dunas de Namibia y nos recuerda que somos inevitablemente frágiles.
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Primer rayo de sol incendiando el desierto de Namib. | FOTO: Mila Ojea

Sucede que era otoño. Sucede, también, que era un otoño que no era otoño. Estaba en el sur del mundo, tan lejos de mí, tan lejos de todo. Había llegado a Namibia y me enfrentaba a un desierto que era más de lo que había imaginado: dunas acariciadas por el viento, un amanecer gélido que daba paso a la vida, lomas de un anaranjado furioso que revelaban su misterio a medida que el sol se elevaba, árboles clavados como estatuas al abrigo del tiempo.

Sossusvlei, un área perteneciente al desierto de Namib, guarda celosamente este tesoro natural. En el kilómetro 45 de la carretera que lleva a Sesriem se halla esta pirámide de arena roja que se eleva hasta los 170 metros de altura. Y de ese kilómetro, de ese punto exacto en el mapa, su nombre. No es distinta a las que le rodean pero es el comienzo de todo. Aquí se alza desde una planicie de piedra este triángulo perfecto henchido de historia: nos contemplan 5 millones de años.

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El viento peina la cumbre de la Duna 45. | FOTO: Mila Ojea

Llegamos cuando aún era noche, un telón negro de petróleo y astros danzantes, en aquel otoño que no era otoño. Soplaba un fuerte viento y la oscuridad aún no permitía ver nada ni ser conscientes de lo que nos rodeaba. B. me había entregado antes de partir un pequeño frasco de cristal y me pidió que lo llenara de la arena de ese desierto rojo que iba a pisar por primera vez. Desde el Kalahari llega a través de las aguas del río Orange un detrito que se acumula en el mar, este lo devuelve a la costa por la corriente submarina de Benguela y más tarde el viento lo desplaza y deposita aquí. De modo que lo primero que hice al llegar fue llenar aquel botecito de esa arena milenaria que B. me había pedido. Le llevé una cucharada del desierto más viejo del mundo para que lo guardara para siempre.

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El amanecer ilumina las primeras dunas. | FOTO: Mila Ojea

Sucede que era otoño. No un otoño cualquiera, sino un otoño lleno de luz e infinito. Y estaba a los pies de la mítica Duna 45 y el sol empezaba a asomar tímidamente. Lo llaman el amanecer más bello más Namibia y es comprensible. Me senté en la loma donde mis pies se hundían a cada paso y me dediqué a la contemplación silenciosa de ese milagro diario que es la salida del astro solar. El peso de la arena en mis zapatos era imposible de acarrear y la lucha corporal contra la fuerza del viento envilecido, una batalla perdida. La naturaleza me sepultaba.

Fue emergiendo ante mí un océano de dunas gemelas donde antes había un vacío. En la lengua nama, Namib significa “enorme”. Esta extensión inabarcable de arena lleva en el mundo nada menos que 65 millones de años. Un silbido de viento. Ha conseguido ser la última parte de África habitada debido a su hostilidad. La 45 es una duna estable, permanece en su sitio pese a los vendavales que arrasan estos terrenos. Allí sentada podía observar en el vértice cómo la arena volaba peinada violentamente por el clima, un flequillo rebelde e irreal.

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Árboles solitarios plantados en el tiempo. | FOTO: Mila Ojea

Sucede que era otoño. Un otoño de dunas que se erguían formando un mapa imposible, que se diluían en coordenadas volátiles. La base de su formación es el hierro, que se va oxidando y mezclando con sílice, y confiere a cada una el secreto de su edad. Cuanto más roja es su arena, más vieja es la duna. Qué espectáculo de texturas y tonalidades se abría ante mí, y esas lomas sin huellas, vírgenes de pasos y humanidad. La 45 quedó partida en dos: sombra a un lado e incendio al otro.

El peso de la arena en mis zapatos era imposible de acarrear y la lucha corporal contra la fuerza del viento envilecido, una batalla perdida. La naturaleza me sepultaba.

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El duro ascenso. | FOTO: Mila Ojea

Alrededor de la duna permanecen petrificados los cadáveres de árboles solemnes que el tiempo inquietante no ha conseguido arrancar. Confieren al paisaje un aire fantasmal y misterioso, haciendo aún más bello el entorno. Aquí donde no hay nada, donde todo es páramo y esterilidad hiriente, aparece un nido de águila rapaz guarecido en el esqueleto de un tronco seco con sus crías piando hambrientas. O una avestruz que camina aparatosamente erguida a distancia prudencial. La vida es imparable.

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Amanecer en el desierto más viejo del mundo. | FOTOS: F. Basteiro

Sucede que era otoño. Otoño sin nubes sin nieve sin tormentas. Un otoño que era un exilio, un otoño donde podía florecer mi alma nómada y sobrevolar el horizonte. Estaba todo tan lejos entonces. Como aquel texto que escribió Luis Antonio de Villena: Me gusta el otoño. Las tardes húmedas y oscuras, doradas; pasear pisando hojas caídas, mejor si de amarillos varios… Lo dijo un psiquiatra: el otoño es la estación de los solitarios. Bien, entonces estoy en lo cierto. El solitario ama a los otros pero no los necesita (o pocas veces) o los teme o le inquietan. Me gusta ver a la gente que pasa, imagino una terraza junto al mar, el viento rebelde y leve, un café en mi mesa y una gigante tranquilidad al saberme parte del mundo, fuera del mundo, en esa terraza, como la cubierta de un buque, siempre en otoño, recorriendo otoños, hasta que la tristeza se vuelva sedación, luminosidad, curiosidad, paz, ternura… ¡Ah, dioses! Vivir un permanente otoño, dentro de todo y lejos de cuanto me es duro y me ofende en el arrecife de la vida. Quizás algún día tenga la posibilidad de esa soledad fecunda. La soledad otoñal de barcos y terrazas y hojas caídas… (Estoy sentado de espaldas al mar, entre abedules de oro anaranjado. Estoy sentado en el puerto de mi vida, saboreando un café, sabiendo que nadie vendrá y que nadie me espera. Tiempo abajo, historia abajo. Sin nada, sin nadie, solo con el dulce viento de Homero y la soledad de un mundo lleno y vacío. Nada sé. Nada quiero. Nada espero. Sed felices.)  

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Cadáveres petrificados. | FOTO: Mila Ojea
Sucede que era otoño y después pude alejarme y despedirme, llevando conmigo la energía que aquel lugar me había dado. Ese silencio abismal que se abría tras el mar de arena. Ese paisaje que primero fue noche y después deslumbramiento. Pese al sol, ya en lo alto, el frío aún me quemaba el rostro. Se extinguía en mi cabello la arena más oxidada del mundo, formando parte de mí, de esta hondura. Echaba de menos al hombre que amo por encima de todo, su mano apoyada en mi cadera. Me reconfortaba sentirme tan fugaz y dócil frente al horizonte de oleajes rojizos, aliados inesperados. Se iban borrando en la arena mis pesadas huellas, esa voluble justificación de mi existencia. Sólo somos momentos. 

Sólo somos momentos
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