viernes. 19.04.2024

Roma, instrucciones de uso

Dicen algunos que se acerca el fin del mundo. Propongo decirle adiós desde la bellísima Roma, acompañando el instante con un vino frío y el corazón caliente. Y en compañía de un ángel de alas oxidadas, cuya sombra nos proteja de la desolación.

68
Vista del castillo de Sant´Angelo desde el puente. | FOTO: Mila Ojea

Roma es una ciudad de una belleza subyugante. Hay quien dice que está llena de piedras. Piedras, sí, pero… ¡qué piedras! A menudo fantaseo con irme a vivir allí una temporada. Se lo cuento a mi amigo J. mientras trabajamos entre sudor y olor a caucho caliente y me anima:

-¿Y por qué no? ¡El fin del mundo está cerca…!

-Pues que me pille con un Moscato bien frío en una terraza de la Piazza Navona… –pido yo.

69
El río Tiber y sus reflejos. | FOTO: Mila Ojea

Ah, Roma es bellísima. Me encanta cómo la describe Gianfranco Calligarich cuando escribe: Roma tiene en sí misma una ebriedad particular que abrasa los recuerdos. Más que una ciudad, es una parte secreta de ti, una fiera escondida. Con ella no hay medias tintas, o le tienes un gran amor o debes marcharte, porque eso es lo que la dulce fiera exige, ser amada. Ese es el único peaje que te será impuesto vengas de donde vengas, de las verdes y empinadas carreteras del sur, de las oscilantes rectilíneas del norte, o de los abismos de tu alma. De ser amada, se te ofrecerá tal como la deseas y no tendrás que hacer nada más que dejarte llevar por los lameteos de las olas del presente flotando a un palmo de tu legítima felicidad. Y para ti habrá veladas veraniegas asaeteadas de luces, vibrantes mañanas de primavera, manteles de los cafés cual faldas de muchachas agitadas por el viento, afilados inviernos e interminables otoños cuando la ciudad se os muestre como inerme y enferma, postrada, henchida de hojas decapitadas sobre las que tus pasos no harán ruido. Y habrá cegadoras escalinatas, clamorosas fuentes, templos en ruinas y el silencio nocturno de los dioses desposeídos hasta que el tiempo pierda todo significado que no sea el mero y pueril de empujar los relojes. Así, tú también, día tras día, esperando, acabarás por formar parte de ella. Así, tú también alimentarás a la ciudad. Hasta que, en un día soleado, olfateando el viento que viene del mar y mirando al cielo, descubrirás que ya no queda nada que esperar.

70
El castillo al borde del río. | FOTO: Mila Ojea

Sueño que hago la maleta –unos libros, una chaqueta, mi melancolía habitual, en fin, cuatro cosas- y me planto emocionada en el aeropuerto de Fiumicino y empiezo una nueva vida con acento italiano. Estoy dispuesta a pagar el peaje.

Y empiezo mi recorrido por uno de mis lugares favoritos: el castillo de Sant’Angelo. Le llaman “el Guardián de Roma” y está situado en la orilla izquierda del río Tiber, frente al Campo Marzio. Además está conectado a la ciudad del Vaticano, muy cercana, por un pasadizo de 800 metros –el passetto di Borgo- amurallado. Frente a su puerta cruzamos uno de los puentes más hermosos de la ciudad. Sobrevuela el río a lo largo de 135 metros con cinco arcadas de mármol travertino e inicialmente recibía el nombre de Pons Aelius. Los peregrinos lo utilizaban para llegar a la basílica de San Pedro y durante el gobierno del Papa Gregorio tomó el mismo nombre del castillo.

71
Ángel en llamas, ángel de amor. | FOTO: Mila Ojea

Según la leyenda, en el año 590 al Papa Gregorio I se le apareció el Arcángel San Miguel en el tejado del castillo desenfundando su espada para anunciar el final de una plaga que asolaba Roma. Por ello se colocó una estatua del ángel y el castillo tomó ese nombre. Durante el año jubileo de 1450, la balaustrada del puente cedió debido al peso de la multitud de peregrinos que esperaban para acceder a la Basílica, y muchos de ellos murieron al caer a las aguas del Tiber. Tras este trágico episodio, se amplió la zona de paso destruyendo un Arco de Triunfo y las casas más cercanas al río.

72
Turistas cruzando el puente. | FOTO: Mila Ojea

Fue el Papa Clemente VII, en el año 1535, el que destinó los ingresos del peaje para cruzar el puente para erigir las estatuas de los apóstoles San Pedro y San Pablo, a los que se añadieron más tarde estatuas que representaban a Adán, Noé, Abraham y Moisés. Tras esto, el arquitecto, escultor y pintor Bernini concibió por encargo la construcción de diez ángeles que sostenían los instrumentos de la Pasión. Al terminar su obra, los mostró al Papa Clemente IX que, admirado, los consideró demasiado hermosos para ser expuestos a la intemperie y ordenó hacer unas copias. Así, los originales fueron sustituidos con las reproducciones realizadas por los alumnos del taller de Bernini. Y esos ángeles son los que nos acompañan ahora cuando cruzamos de un barrio a otro a través de este enclave, con la maravillosa vista del castillo esperando al fondo.

73
Interior del castillo. | FOTO: Mila Ojea

El edificio fue concebido por el arquitecto Demetriano como mausoleo del emperador Publio Elio Traiano Adriano (76 – 138 d.C.), pero su posición estratégica le hizo jugar un papel decisivo en las interminables luchas por el dominio de la capital. Era y es una fortaleza inexpugnable donde se podrían resistir los asedios durante meses: ningún invasor se proclamaría dueño de Roma hasta que no hubiera entrado en Sant’Angelo. Adriano murió antes de que estuviese acabado y fue su sucesor, Antonino Pio, el que depositó allí sus restos en el año 139. En el friso de la fachada frente al río se leen los nombres de los emperadores enterrados en su interior.

74
Techos barrocos. | FOTO: Mila Ojea

Ha servido también como palacio, los Papas pasaban largas temporadas aquí en tiempos revueltos. Cuenta con estancias nobles, adornadas con frescos renacentistas. Más tarde se le dio uso como cárcel y desde 1925 alberga el Museo Nazionale del Castel Sant’Angelo. Se ha utilizado incluso para representaciones de la ópera Tosca de Puccini. Se puede visitar el interior y las estancias papales además de los patios. Y desde su terraza tendremos una vista privilegiada de esa extensión colorida y plagada de cúpulas que es la bella Roma.

75
Cafetería interior del castillo. | FOTO: Mila Ojea

Desde el atrio se accede hasta la cámara de las cenizas a través de una rampa helicoidal que conecta las cinco plantas y resulta un poco laberíntico. Veremos salas, pasadizos, bibliotecas, depósitos para aceite y cereales, y hasta una cafetería –sí, una cafetería- con una pequeña y fresca terraza envuelta entre enredaderas. Tómense tiempo para disfrutar de los murales de la sala Paolina, un verdadero tesoro.

76
Vista del mundo desde los ojos del ángel. | FOTO: Mila Ojea

Subiremos y bajaremos por escaleras que nos llevarán a todas las zonas del castillo. Mi favorita sin duda es el patio del ángel, donde se encuentra la figura del Arcángel San Miguel que se le presentó al Papa Gregorio I en su ensoñación. Desde lo alto de su podio, domina y vigila a todos los que le miramos sintiéndonos extrañamente pequeños. Entre 1577 y 1753 coronó la fortaleza. Fue hecho por Guglielmo della Portahecha en mármol y con las alas de bronce, y ahora descansa apaciblemente en el patio, estático, mudo. Sus ojos ven el mundo desde arriba, ese pequeño mundo que lo rodea. Las alas verdosas contrastan con el ladrillo rojizo y la piedra, dándole un carácter único. Parece tan solitario e insondable, lleno de lágrimas pétreas.

77
Roma espera al otro lado de la orilla. | FOTO: Mila Ojea

Allí, en un banco de piedra, me senté bajo su alargada y oxidada sombra y pensé en el futuro. Me pregunté cuándo llegará ese fin del mundo del que me hablaba J. Y soñé que vivía en esa Roma de pizzerías, periódicos viejos, museos, cálidos otoños, escalinatas, letargos, adoquines relucientes e iglesias doradas que tanto me gusta. Una fiera escondida. Ya era su presa. Ya era el destino.

78
Despedida del castillo. | FOTO: Mila Ojea

Se acerca ese día. Será entonces cuando intuya el fin del mundo. Lo sabré -no sé cómo, pero lo sabré-. Y será entonces cuando me ponga mi mejor vestido, unos zapatos de tacón, me pintaré los labios de rojo, tal vez compre unas flores, y deambularé perezosamente, recreándome, por la ciudad hasta llegar a la Piazza Navona. Allí todo será luz, júbilo desmedido, turistas japoneses haciendo fotos, el agua cantando en las fontanas, amores irrenunciables, escaparates, manteles de cuadros rojos y blancos, el mañana que no llegará. Me sentaré en una terraza, da igual la que sea, bajo un sol exultante, henchido, y levantaré la mano para llamar a un camarero. Y con una sonrisa –la última, claro- pediré:

-Moscato molto freddo, per favore!

Roma, instrucciones de uso
Comentarios