jueves. 25.04.2024

Otra forma de silencio

Vietnam guarda dentro una región de color esmeralda donde las terrazas de arroz se mezclan con los animales, las cabañas y la niebla que desciende de las montañas para fertilizar ese micromundo. Las sonrisas de las mujeres que habitan este paisaje vegetal son el alma de una tierra bañada de lluvia y prosperidad.
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Bancales de arroz en las colinas de Sapa. | FOTO: Mila Ojea

En el noroeste de Vietnam, a 1600 metros de altitud, se encuentra una región verde esmeralda llamada Sapa, perteneciente a la provincia de Lao Cai, cerca de la frontera con China. Es famosa por sus montañas, arrozales y las gentes que la habitan: las tribus Hmong, Dao, Nung Cao Lan, Paxi, Xa Phong y Tay.

Lo primero que me sorprendió fue su clima. La temperatura era súbitamente fría tratándose de un país asiático como Vietnam. Por las noches teníamos que encender la calefacción para poder dormir en el modesto hotel donde nos alojábamos, en un laberíntico y estrecho callejón en una de las colinas de la ciudad.

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Un niño mira curioso. | FOTO: Mila Ojea

Según la leyenda, estamos en la tierra del hada y el dragón. Cuenta la historia que en las montañas vivía un hada, Âu Cơ, que un día se transformó en grulla para huir de un monstruo que la perseguía. La rescató Lào Cai, un poderoso dragón, que además se casó con ella. Estos fueron padres originarios de todos los vietnamitas, pues una vez unidos, engendraron cien huevos conocidos como Bách Việt, los ancestros de los habitantes actuales del país, que se desperdigaron por todo el territorio. Las etnias Hmong y Yao son los pobladores más antiguos de los que se tiene constancia aquí.

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Las terrazas se mezclan con las casas. | FOTO: Mila Ojea

Hicimos varias caminatas por la montaña en busca de esos paisajes de terrazas de arroz y lo recuerdo como una pesadilla de barro y lluvia, pero como el tiempo tamiza la memoria y reconstruye ciertas cosas, es ahora, al volver la vista atrás, cuando puedo decir que mereció la pena. Desde la distancia todo cobra sentido y ocupa el lugar que le corresponde. Había mucha agua, sí, había mucho barro, sí, había un cielo gris y una ruta escarpada y riachuelos que sortear, sí. ¿Pero cómo sino hubiera podido encontrar toda aquella belleza?

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Mujer Hmong con la vestimenta tradicional. | FOTO: Mila Ojea

En este primer recorrido L. y yo fuimos guiados por mujeres Hmong, que son menudas y de piel oscura, y van siempre ataviadas con sus trajes de algodón típicos y pañuelos de llamativo colorido en la cabeza. Viven principalmente del turismo, a los que venden sus artesanías y ropas. Se les ve muy resueltas, acostumbradas a estos desniveles y caminos. Lo que para nosotros era desequilibrio y torpeza, para ellas era su trabajo de todos los días. Con sus botas de agua y sus cestas a la espalda, saltaban ágilmente entre piedras y pequeñas cascadas.

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Ornamentos y sabiduría. | FOTO: Mila Ojea

Dentro de su etnia existen tres subgrupos diferenciados por su forma de vestir. Las Hmong-Negro suelen vestir de ese color, las Hmong-Flor llevan preciosos bordados de muchos colores predominando los tonos naranjas, y las Hmong-Tao visten de azul índigo. Además, las que llevan un peine ornamental encajado en su cabello, también adornado con monedas, son del grupo Tao.

El espacio dejó de tener significado con una claridad estremecedora y pasó a otra dimensión. De pronto lo supe, todo estaba en armonía, nada faltaba y nada sobraba. 

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Corazón vegetal. | FOTO: Mila Ojea

Nuestras acompañantes eran Tao y durante el trayecto charlaban animadas entre ellas y no nos perdían de vista. A veces caminaban tan deprisa que después de unos metros tenían que pararse a esperarnos, y ocupaban el tiempo tejiendo corazones con unas plantitas verdes que arrancaban de la tierra. Su proeza con las manos me hizo fijarme en que tenían los dedos y las uñas teñidos de azul. Más tarde supe que, efectivamente, en esta zona se fabrica un tinte natural llamado índigo azul. Este añil se obtiene de la maceración de las hojas del arbusto indigofera tinctoria, que crece aquí en abundancia. Las hojas se fermentan en agua, después se recoge el precipitado y se mezcla con lejía. De este proceso se obtiene un polvo con el que luego se tiñen los tejidos.

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Cabañas y naturaleza. | FOTO: Mila Ojea

El último día que estuve en estas tierras compré una de sus chaquetas bordadas, azul índigo, cuyo diseño me enamoró y, siempre que la veo colgada en mi armario, me recuerda sus sonrisas. Nos ayudaron mucho para no resbalar en los caminos convertidos en barrizales, donde veíamos casetas rústicas y sencillas, cerditos vietnamitas, bosques de bambú, cascadas, valles, búfalos, puentes colgantes de madera, manantiales y un fondo de montañas inigualable.

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Rostros y experiencias. | FOTOS: Mila Ojea

A pesar de las caídas, disfrutamos la magia de una zona habitada por la pureza y donde el agua es la base de todo. Aquí la vida surge a borbotones y avanza a su propio ritmo. Nosotros, por unos días, formamos parte de ese paisaje de naturaleza brutal, agreste y emocionante como pocos. Por el sendero aparecían pollos o cabras y en los bancales rumiaban los búfalos hundidos en el agua hasta la mitad de su cuerpo.

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Montañas en la niebla. | FOTO: Mila Ojea

Las casetas hechas con tablones y chapa, descuidadas y toscas, suelen incluir un pequeño huerto a su lado donde cultivan todo tipo de verduras. Se sitúan en lugares estratégicos, normalmente en lo alto de las terrazas aradas, desde donde dominan la vista y aparecen salpicadas al azar, una constelación de humildes tejados, formando parte de un paisaje rural increíblemente fértil y piramidal. Todo aquí lo ha construido el tiempo y la mano sabia del hombre. Y todo responde a la supervivencia.

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Té y bambú. | FOTO: Mila Ojea

Desde uno de los miradores, mientras mascaba un trozo de bambú para hidratarme y recuperar el aliento, asomada al vacío, quedé hipnotizada por esa alfombra esmeralda que se abría a mis pies. El espacio -el concepto de espacio- dejó de tener significado con una claridad estremecedora y pasó a otra dimensión. De pronto lo supe, todo estaba en armonía, nada faltaba y nada sobraba. Y aquel silencio que sobrevolaba como un ave rapaz la mañana… aquel silencio…

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Paisaje de bancales. | FOTO: Mila Ojea

Mi rostro está ahora pero no aquí, camino por varios tiempos a la vez, mi espíritu es escurridizo. Ahora escribo, ahora bebo, ahora lloro, ahora recuerdo a mi madre y a mi padre, ahora cruzo un desierto, ahora soy manantial. Si alguien de verdad me viera, no sabría si soy un hombre, un niño temeroso, un animal feroz o un ángel asustado. Quisiera saber hacia dónde vamos, pero me contengo para no anticipar finales, y poder crear principios. Me gustaría ir a cualquier lugar donde haya higueras, montañas y pájaros de papel. A cualquier lugar donde haya otra forma de silencio. Estas palabras de Iván Rohe describen bien lo que pasaba por mi cabeza en aquel instante de soledad acompañada.

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Una sonrisa entre el barro. | FOTO: Mila Ojea

Busco, siempre busco y sigo buscando, esos lugares donde el mundo me abraza. Y Sapa, con su manto húmedo de verdor, me envolvió en esa sensación que algunos llamamos hogar. Me atrapó una lluvia asimétrica, el instante pétreo en que la llanura se volvió cumbre, el olor a chimenea, los ojos cautivos de los niños descalzos, el instinto animal que me escalaba por la columna vertebral, la memoria ancestral de los árboles, las botellas viejas de vino de arroz, la orografía quebradiza de los bancales y el reflejo etílico de la luz en sus aguas. Y aquella forma de silencio…

Otra forma de silencio
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