En el ejercicio de memoria que supone escribir sobre los lugares en los que uno fue feliz hay un esfuerzo pertinaz por atrapar el instante perdido. El viajero bucea en sus recuerdos y los recoge en las redes para subirlos, exponerlos de nuevo a la luz y verlos con otros colores. No siempre son como uno pensaba –tan deslumbrantes-, quedan testigos como las fotos, los billetes de avión, un calendario con días tachados, una libreta de notas apuntadas a pluma, palabras sin sentido después de tantos años. No todos los lugares son bonitos ni falta que hace: la belleza está en los ojos del que mira.
Ropa secándose en un callejón. | FOTO: Mila Ojea
Hoy les traslado a una isla croata, Korčula –pronúnciese korshula, más suave- y a dos instantes del tiempo de mi vida que merecen estar en el olimpo de mis recuerdos por su simplicidad y porque han alcanzado algo importante en esa marea que es la memoria: ser inalterables.
Allí viví varios días con J., un verano cristalino, en playas de piedra y casas medievales. Un punto del mapa bañado por el mar Adriático, vestido de viñedos y olivos, donde el sol se mantenía impertérrito sobre las murallas de la ciudad que ostenta el mismo nombre que la isla. Es la cuna de Marco Polo y se le rinde homenaje.
J. disfrutando del atardecer. | FOTO: Mila Ojea
Salimos a pasear una tarde, después de darnos un refrescante baño en el mar, siguiendo la acera que bordea el agua, y llegamos hasta un barrio que se alejaba estéticamente del resto de la ciudad, menos cuidado pero más auténtico. Me recordaba mucho a ciertas zonas degradadas de ciudades italianas como Nápoles, con ese aire de inminente derrumbe. Había una plaza cuadrada muy pequeña en la que jugaban al fútbol un grupo de niños y sus voces rebotaban contra los edificios. Desplegaban una energía vital asombrosa y J. y yo nos quedamos sentados en unas escaleras a disfrutar de la competición.
Esa plaza representaba la infancia de toda mi generación. Y mientras veía a aquellos críos moviéndose nerviosos y ágiles tras el balón, hice un inventario mental de todo aquello que significaba ser niño.
Las madres vigilando desde el balcón. | FOTO: Mila Ojea
Era una estampa costumbrista, doméstica, con algo de fealdad pero también atractiva. Desde los balcones, las madres vigilaban a los chavales y se contaban sus pequeños acontecimientos del día a día. A ellos, pendientes del balón, ajenos a la tarde que se marchitaba, era una delicia verlos tan apasionados por el deporte rey. Las porterías eran invisibles pero estaban ahí. Nosotros animando desde la grada –es decir, la escalera de piedra-, con la hiedra cayendo en cascada por el muro y las bolsas de basura a pie de fachada.
Sentada en nuestra grada privada. | FOTO: J. Zapata
Pues este lugar y aquellas horas pertenecen a mi atlas sentimental porque esa plaza representaba la infancia –las infancias, en realidad- de toda mi generación. Y mientras veía a aquellos críos moviéndose nerviosos y ágiles tras el balón, hice un inventario mental de todo aquello que significaba ser niño. Al menos, tal como yo lo recordaba, desde mi visión adulta alterada por el aprendizaje, las soledades y los errores cometidos. A saber:
-Las madres vigilando en los balcones, la ropa tendida, un mosaico de colores al viento. Tu patria era tu casa y aquellos que la habitaban.
-Los balones, las muñecas y las bicicletas, meterse y saltar en todos los charcos, no hay otro modo posible de vivir un verano.
-Hacer cosas divertidas como llamar a los timbres y salir corriendo –se necesita gente seria para hacer este tipo de maravillosas estupideces-.
-Las calles, las plazas, la impaciencia, moverse sin mapas, ser dueños del universo.
Puesta de sol. | FOTO: Mila Ojea
-Noches de perseidas y galaxias, días de mantequilla y plastilina, a veces incluso una hoguera que apacigüe el frescor, las cenizas volando como luciérnagas.
-No ser conscientes de la felicidad que te embarga, vivir en la ignorancia de lo que está por llegar.
-Levantarse temprano con ganas de vivir –cada día era una aventura-, comer rápido, corretear de un lado a otro, saltar en la cama en pijama, cazar ranas y saltamontes, dormir a pierna suelta, compartir confidencias, llamar a gritos a mamá constantemente, observar insectos con lupa, en fin, ser sólo niños.
-Beber en las fuentes, nadar en los ríos, buscar caracoles en los agapantos, no caminar por la sombra, navegar en barquitos de papel que surcan los sueños.
La iglesia abandonada frente al mar. | FOTO: Mila Ojea
-Vivir sin preocupaciones, sin horarios, sin brújula, porque sí, la infancia es un campo de minas, pero de felicidad: en cualquier momento, en cualquier pisada, te puede asaltar un instante frágil, brillante y puro que quedará para siempre guardado en tu memoria y eso es lo máximo a lo que se puede aspirar.
-Tener la esperanza de que nunca seremos una tierra deforestada, cruzar la calle sin mirar el destino, subir a todos los columpios, mirar a los mayores como extraños que olían a Ducados, viajar con la imaginación y sin pesadas maletas.
-Tomar la firme decisión de que cuando seas mayor sólo te alimentarás de patatas fritas, pizza y helado de chocolate. Ah, y golosinas a puñados.
-Abrir un libro por primera vez y precipitarse en la ensoñación de ser un pirata, un gigante, una sirena, un dragón, vivir mil vidas de papel, descubrir que las palabras abren mundos.
El local donde terminamos la tarde. | FOTO: Mila Ojea
-Poder gritar, saltar, hacer el pino sin morir en el intento, vivir en una tirita constante, aventurarse en el bosque, batallar febrilmente, cabalgar una nube, pilotar un satélite.
-Tomar los primeros apuntes de la vida: a qué huele el sol, las horas son un ramillete de margaritas, algún día me haré un tatuaje, soy feliz, soy feliz y nunca volveré a serlo de este modo incomprensible, entusiasta y excesivo.
-No estar atado a una pantalla y que me falte el oxígeno, trepar a un árbol, ser ingrávido, abrazarse a las ramas, correr y no cansarte.
-No saber qué es la urgencia ni la brevedad ni la estridencia de ciertas ausencias, descubrirlo años después, cuando ya es demasiado tarde.
El placer de la soledad. | FOTO: Mila Ojea
-Maravillarse al tener una mariquita explorando entre tus dedos, creerte las películas, ser poseedores de tesoros como un frasco lleno de conchas marinas, tener alas. Un beso era un océano.
-No vivir en la prisa ni en la pausa sino en un estado etílico de intensidad y emociones sin fin, dar importancia a cosas que en verdad nada importaban.
-Ser inmune a las canalladas, a la traición, al tintineo de la lluvia en los cristales, nunca a las querencias.
-Tener las amistades más fieles y puras, abrir regalos sin saber qué había dentro, llenar libretas de garabatos, hacer cada día un descubrimiento.
-Esperar dos horas (eternas) después de comer antes de zambullirte en el agua, qué cruel castigo.
-Pertenecer a la ilusión, a los trucos de magia, a las promesas, saber que el mundo entero es del tamaño de un grano de arroz.
Iluminación nocturna. | FOTO: Mila Ojea
-Un juramento era para siempre sí o sí.
-Oír la palabra madurar y pensar sólo en fruta, la vida transcurría en el patio, el futuro era un relámpago azul que no entraba en tus planes.
-Hacer todo por primera vez, escrutar las miradas, interpretar las sonrisas, ser dichosos y vulnerables, llenarse de preguntas.
-Enfados de diez minutos, amores eternos, abrazos que sanaban las heridas, guiños que te sacaban una sonrisa, goles que eran la gloria.
-El planeta era infinito, ellos querían ser astronautas o futbolistas, ellas profesoras o científicas, yo ni me acuerdo ni lo sé ahora, aún me estoy buscando.
Bueno, y no sigo, que me emociono. Soy de lágrima contenida pero tiemblo por dentro.
El último sol hundiéndose en el mar. | FOTO: Mila Ojea
Dejamos atrás aquella plaza llena de vida y ternura sin saber cómo acababa el partido y seguimos nuestro camino. Ya éramos más viejos. Sabíamos de injusticias, destrozos y la velocidad a la que se desprende la espuma de los días. De repente sentíamos todo el peso del mundo sobre nuestros hombros. Los niños casi siempre están borrosos hasta que crecen, escribió Rafa Cervera.
Habíamos visto una iglesia que parecía abandonada a orillas del mar cuando estuvimos nadando en la zona, atrincherada entre matorrales, y fuimos hasta allí. Justo al lado había un local con terraza que se asomaba al paisaje, con buena música. Empezaba a caer el astro solar y dar un respiro, los camareros encendían lámparas en el muro de la entrada y velas en las mesas, y pasamos a tomar algo antes de terminar el día. Este nos regaló una puesta de sol inmaculada y cálida como una caricia en el rostro, enmudeció la tarde. Se me llenó de pecas el alma y empecé a echarme de menos.