viernes. 26.04.2024

Las horas sumergidas

Merecemos soñar y sumergirnos en esa luz matinal de plata que sólo habita en el verano y se abre paso a brazadas. Ahora que el frío tiembla y las montañas se visten de blanco, nos sumergimos en las horas acuáticas del recuerdo.
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Los colores y la calma de Korakonisi. | FOTO: Mila Ojea

El periodista Gonzalo Núñez es, como yo, un enamorado de Grecia, de esa Grecia azul hecha con olivos y cigarras y un libro abierto frente al mar. Sabe de esas tardes de fuego que alimentan el sopor y aun así son necesarias para relativizar el peso del mundo y redimir todas las heridas. En días untuosos me sostiene la idea de su existencia, que se materializa en torno a la pituitaria con algo que debe ser salitre peregrinando desde la memoria hasta la actualidad, escribe.

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Solarium natural. | FOTO: Mila Ojea

Grecia es necesaria, casi obligatoria, al menos una vez al año. Es medicamento y terapia. Dejen que les mezca, que les arrulle, que les silbe al oído el rumor de su brisa. Está llena de tesoros ocultos y hoy les llevo a un rincón que me sorprendió y fascinó al mismo tiempo, un flechazo en el camino de este atlas sentimental que recorre lugares y melancolías.

Pertenece a la isla de Zákinthos, también llamada Zante por los venecianos o Flor de Levante. Se encuentra en las Jónicas y es una de sus esmeraldas más preciadas por el turismo. Pese a él aún podemos hallar esos recovecos intactos, vírgenes, que luchan contra el tiempo y las mareas y no soportan las masas de cuerpos sudorosos y coches que abarrotan otras zonas del islote.

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La cantina. | FOTO: Mila Ojea

Desde Koiliomenos, por la sinuosa carretera hacia Agios Leontas, bordeada de olivos y alguna casa de piedra a punto de derrumbarse en un bostezo, y muy mal señalizada –por suerte para nosotros-, llegaremos a un camino de tierra que se estrecha y obliga a aparcar a un lado de los matorrales. Desde ahí veremos la línea recta del mar y una sencilla cantina playera en lo alto del promontorio con vistas privilegiadas. Hemos llegado a Korakonisi.

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Verano al borde del mar. | FOTO: Mila Ojea

Podría calificarlo como un monumento natural, dado que sus siluetas labradas en la piedra a base de viento y oleaje han dado forma a una pequeña bahía que ha partido en dos orillas el perfil de la costa. Una zona parece desgajarse sin terminar nunca su desunión, atada por un hilo de roca, y ha horadado una laguna quieta en forma de estrecha v, de poca profundidad, donde los bañistas se entretienen flotando en la superficie verde, azulada, cristalina, iluminada por los rayos de sol que permiten, incluso desde arriba, adivinar sus corrientes submarinas y fondos henchidos de vibrante vida.

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El arco. | FOTO: Mila Ojea

En la zona superior de este saliente, además, la naturaleza ha formado un arco caprichoso que parece imposible de abarcar. ¿Cuántos años de viento han soplado aquí para crear esta maravilla? Los más avezados escalan trabajosamente para alcanzar la cima a unos 20 metros del agua y otear el horizonte, abrir los brazos y abarcar el mundo desde esa visión preciosista e irrepetible. Los valientes incluso se lanzan al otro lado, dentro de una cueva de ensueño, para zambullirse en un mar abrumador que nos contempla donde todo tiembla.

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Descubriendo los fondos marinos. | FOTO: Mila Ojea

Para bajar a la zona donde se unen islote y precipicio hay un buen tramo de escaleras y pasarelas de madera. El esfuerzo merece la pena, podrán después tumbarse en la roca o refrescar los pies en los numerosos charcos que deja la marea al retirarse. Sí, esas gotas donde se almacena la vida microscópica que conoce nuestro pasado más remoto.

Si necesitan un refrigerio, nada como sentarse en la humilde taberna que guarda la vista calmada de los barquitos surcando el horizonte acuoso. Pueden degustar gyros, souvlaki o una hamburguesa recién hecha. Buena música, mucho hielo y la brisa agitando el tejadillo de plástico que regala sombra y tiempo al viajero necesitado de descanso y lentitud.

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La preciada sombra. | FOTO: Mila Ojea

C. se sentó en un banco de madera a observar el movimiento humano en el fondo del barranco y atrapar las voces y ecos distanciados que se difuminaban en el aire. Tenía la frente perlada de sudor y se protegía con un sombrero del calor atroz. Una sed implacable nos secaba la garganta. Era nuestro último día en Zákinthos y las horas se escapaban por todas las comisuras. Desde arriba el vaivén era un torbellino de burbujas.

Merecemos soñar y sumergirnos en esa luz matinal de plata que sólo habita en el verano y se abre paso a brazadas. Podemos dejarnos llevar por la pereza deliciosa de aquellos que nunca se despiden.

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Los azules sumergidos. | FOTO: Mila Ojea

Pero vuelvo a Gonzalo Núñez: Sé que Grecia existe como hay Otra Vida, no porque haya físicamente estado sino porque la necesito, porque sólo saberla me arrulla el alma. La mera posibilidad de Grecia me consuela y me alienta, me motiva más que a otros las palabras de los gurús. Si me he explicado bien, entonces esta columna ya huele a agave y tomillo, a resina fresca, y tú y yo estamos sentados en la rompiente frente al bosque de pinos que sube hacia la fortaleza veneciana. Y es, de nuevo, súbitamente Grecia.

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Relax y naturaleza. | FOTO: Mila Ojea

Cuando se marchen, dejen todo como lo encontraron. Desnudo de huellas, cicatrizado por la erosión, perpetuo y submarino. Guarden el secreto de que existe otra forma de existir, una profundidad idílica, emocional y oceánica. Aquí bombea la alegría desde el útero del mar. Merecemos soñar y sumergirnos en esa luz matinal de plata que sólo habita en el verano y se abre paso a brazadas. Podemos dejarnos llevar por la pereza deliciosa de aquellos que nunca se despiden. Siempre en constante fuga. Korakonisi –ese nombre evocador que atesora el alma argonauta de los que hasta aquí llegamos- es, en mi recuerdo, una felicidad torrencial que se disipa en ondas concéntricas.

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