jueves. 18.04.2024

Bangkok para degustar

Los recuerdos son materia pesada pero no nos damos cuenta hasta que emergen, en oleadas, a la superficie. Rescato hoy estampas de esa ciudad húmeda, ruidosa y fascinante que me atrapó con sus sabores y la sonrisa de sus habitantes. Y añoro mi Asia lejana, bañada de lluvia y fruta, donde tantas veces fui extrañamente feliz.
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Una sonrisa tailandesa, símbolo de Bangkok. | FOTO: Mila Ojea

Hay un muro a dos calles de mi casa que siempre es utilizado para pegar los carteles que anuncian los conciertos que se celebran en mi ciudad. Cada semana aparecen nuevos carteles barnizados de pegamento, que cubren a los carteles anteriores que a su vez tapan a los más antiguos. Así, semana tras semana, se van montando capas y capas de papel coloreado que no dejan respirar a las anteriores y sepultan aquello que, en otro momento, era el futuro. Del mismo modo funciona la memoria: unos recuerdos van sustituyendo a los que existían y algunos jamás volverán a salir a la superficie, nadarán en el oleaje del olvido y se perderán para siempre.

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Puesto de comida en una calle de Bangkok. | FOTO: Mila Ojea

Bangkok es una ciudad que se resume en vorágine, una metrópoli que suda, te envuelve y finalmente te engulle. Uno puede hacerse invisible y mezclarse en medio de las riadas de gente, tuk-tuks, taxis de colores fosforitos, ruido ensordecedor y tradiciones incomprensibles para la mente occidental. Tailandia fue mi primer contacto con Asia y eso jamás se olvida: significa el comienzo de un camino dentro del camino. Me atrapó con su encanto enloquecido, el poderío de su noche fluctuante, los locales escondidos llenos de tesoros y la sensación insuperable de pasar desapercibido. Pero por encima de todo quiero destacar la sonrisa de sus gentes. Un gesto entregado, gratuito, sincero y que acomoda al viajero en su lado de la vida más placentero.

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Preparando la comida. | FOTO: Mila Ojea

La gastronomía es una parte más del viaje y en este país, con unos precios que resultan anormalmente baratos para el turista, uno sólo puede lanzarse de lleno a disfrutar con fruición de este placer necesario. El acceso a la comida es impresionante: se puede comer de todo, en cualquier parte de la ciudad y a cualquier hora. No hay límite ni descanso. Vayamos donde vayamos, encontraremos un local abierto, un vendedor ambulante o un puesto humeante donde nos espera la sorpresa.

Tengo pegadas en mi recuerdo las calles húmedas del gigantesco Bangkok. Y de vez en cuando las extraigo para dotarlas de nuevos detalles y colores, para que no se duerman y desaparezcan, para que respiren y sepan que una vez estuvieron vivas en mí.

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El pad thai. | FOTO: Mila Ojea

Empezaré por mi plato favorito: el pad thai. La traducción de su nombre significa “salteado tailandés” y puede considerarse el símbolo de toda la cultura gastronómica del país. A mediados del siglo XX, el dictador Phibun quiso crear un plato que gustara a todo el mundo por igual en aquel país llamado entonces Siam. Había escasez de arroz, su alimento principal, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, y se sustituyó por los fideos de arroz, un elemento barato y saciante que abundaba. Estos son la base del pad thai, ya que cada uno le añade los complementos a su gusto: nabos fermentados, cebollino chino, brotes de soja, langostinos, frutos secos tostados, huevos, cilantro, carne de pollo o ternera, y tofu. El toque final lo da una rodaja de limón o lima que resulta de lo más estético en el plato y que cada uno exprime sobre el conjunto cuando se lo sirven. Sin olvidar el nivel de chile picante a gusto del consumidor.

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Sal, pimienta y otras compañías. | FOTO: Mila Ojea

El secreto de la receta o, mejor dicho, del cocinero, se basa en la salsa de tamarindo, hecha a fuego lento, y es la firma del autor. Lo corroboro: cada vez que comí este plato, y fueron muchas –me declaro ferviente adicta y si leo un menú y aparecen las palabras pad thai ya no necesito leer una línea más porque sé lo que quiero- su sabor es igual y distinto a la vez. Tiene el toque maestro de aquel que supo mover la sartén con brío y agitar las llamas y mezclar los ingredientes para dar como resultado una experiencia única.

-Podría vivir comiendo esto todos los días –recuerdo que le dije una vez a mi hermana al poco de descubrir este manjar, sentadas en una terraza, mientras degustábamos con lujuria nuestros platos rebosantes. También recuerdo, qué cosas, a los pequeños geckos –un tipo de salamandra autóctona- correteando sobre los manteles de colores o haciéndonos compañía semi ocultos tras los saleros encima de la mesa. Y aquella felicidad emocionante, desbordada, de estar descubriendo un mundo nuevo.

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Gente comiendo en la calle. | FOTO: Mila Ojea

Comer en la calle es algo absolutamente natural en Bangkok, pese al humo del tráfico atronador y el frenético movimiento de la gente en sus quehaceres diarios. En cualquier acera improvisan unas mesas y los comensales se apiñan para deglutir con rapidez. No existe esa cultura de la sobremesa que practicamos nosotros, aquí comer es una necesidad básica que se solventa con rapidez y eficacia. También es común ir comiendo mientras se camina de un lado a otro. Y sin restricción de horarios de ningún tipo. Resulta muy simple: si uno tiene hambre, come y punto.

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La bellísima fruta del dragón. | FOTO: Mila Ojea

No por ello deja de haber locales con mucho encanto y deseo de agradar al consumidor. Personalmente me gustan los restaurantes pequeños donde el trato es familiar y cariñoso y dan ganas de repetir. Somos animales de costumbres. Imaginen todo lo que puede ofrecer una urbe tan extensa como esta. Al borde de los canales del río Chao Phraya o en los callejones donde todo está ocupado por cientos de pequeños puestos, cada uno se ha especializado en un plato que preparan al instante a una velocidad asombrosa. Se puede llevar la comida en bolsas, en tuppers, en cajitas de cartón, con tenedores de plástico o palillos, y disfrutarla en casa o en la misma acera.

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La mujer que me dio a probar el primer coconut pancake. | FOTO: Mila Ojea

De esta comida portátil, mi debilidad fue el coconut pancake o Khanom Ba Bin. Se trata de unas bolitas de leche de coco que se cocinan en un molde especial con huecos en forma de huevo. Estos se rellenan de una mezcla de leche de coco con harina de arroz glutinoso, azúcar, esencia de vainilla y, también, el ingrediente particular que cada cual le quiera añadir. Una vez cuajado resulta una bola esponjosa y dulce que se derrite en la boca. La primera vez que lo vi, en un puesto callejero, le pregunté a la señora que los estaba haciendo qué era aquello. Como ella  no hablaba inglés y yo no hablo tailandés pero había capacidad de entendimiento, sacó uno del molde con un cucharón y me lo ofreció directamente para que lo probara. Qué manjar y qué descubrimiento. También hubiera podido vivir comiendo aquello todos los días. Me llevé una caja con una docena y, desde entonces, cada vez que los veía –el instinto se aviva cuando uno encuentra una pasión- me lanzaba a comprar sin freno. Aún sueño con ese sabor.

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El delicioso coconut pancake. | FOTO: Mila Ojea

Les confieso además que en el tema de los sabores influyen múltiples factores. Lo sé porque, una vez en casa, uno puede intentar reproducir la receta de un plato teniendo todos los ingredientes adecuados, poniendo todo el interés en el acto de cocinar y adecuando además al gusto aquello que nos fascinó en una calle cualquiera. Pero es imposible recuperar la magia de aquél fascinante instante en el que, al introducir en la boca ese alimento, se desplegó en nuestras papilas gustativas un abanico de sensaciones, recuerdos y explosiones, que nos hizo cerrar los ojos y querer guardar para siempre en una lágrima el secreto de esa inesperada turbación.

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Contrastes de Bangkok. | FOTO: Mila Ojea-

Como en el muro de mi barrio, un sabor tapa otro sabor, un cartel tapa otro cartel, y todo se va desdibujando en la mente. Ningún coconut pancake me volvió a saber como aquel primero que la mujer me regaló generosamente. Probé muchos y todos estaban buenos, pero tampoco intenté hacerlos en mi casa. Faltaba el claxon de los coches, los olores mezclados de Bangkok, la humedad insufrible del aire, el color pardo y sucio del río atestado de barcazas, el perfil de rascacielos tras las casuchas de madera destartaladas, los carteles de los centros comerciales, los mercados abarrotados, el guiño cómplice del gecko. Todo era -y es- irrepetible.

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Restaurante con cinta transportadora. | FOTO: Mila Ojea

Vuelvo a los locales donde se puede comer todo tipo de platos típicos de estas latitudes. En Bangkok vi por primera vez esos restaurantes que conocía por las películas en los que la gente está sentada al lado de una cinta que transporta platitos llenos de todo tipo de alimentos. Algunos están cocinados y otros aportan elementos –carne o pescado o verduras- que hay que introducir en un cuenco con agua hirviendo para que se cocine frente a nosotros y lo degustemos en su punto justo. Los comensales van escogiendo aquello que les apetece de las múltiples posibilidades y lo depositan en su mesa, sin límite de cantidad. Una forma más de comer.

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Al rico insecto. | FOTO: Mila Ojea

Capítulo aparte merecen los puestos donde se venden insectos cocinados. La mayoría sacan más beneficio de cobrar a los turistas por las fotos que del alimento que propiamente trabajan. Hay gente que los compra y prueba por curiosidad, por hacerse una foto ridícula metiéndose en la boca un saltamontes tostado o un escarabajo agridulce y crujiente. Yo no tuve valor ni lo intenté, me resultaba bastante repugnante la sola exhibición de aquellos cuerpos diminutos y brillantes bajo las bombillas. Pero si se animan, ya saben dónde encontrar este tipo de apetitosas “delicias”.

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Los deliciosos durian. | FOTO: Mila Ojea

También les recomiendo el descubrimiento de las exóticas frutas que atesora este precioso país. Empezando por el durian, considerado por muchos como la fruta más deliciosa del mundo, y que esconde su sabor tras una pestilente coraza de pinchos. Tal es el hedor que en muchos lugares está prohibida su manipulación y transporte. El Instituto Smitsonian describió su olor como “trementina y cebolla combinado con un calcetín usado en el gimnasio”. Curiosamente, una vez superada esa barrera, dicen que su sabor es maravilloso. Yo prefiero el mangostán, que ahora es fácil de encontrar en nuestros mercados, y cuyo aroma sí me lleva de vuelta a la Asia que amo y añoro. La más fotogénica a mi parecer es la fruta del dragón. Y también me fascinan todas las variedades de mango que crecen en estos parajes. No dejen de probar los zumos recién hechos que les venderán en cualquier puesto a cambio de unos céntimos y que ayudan sobremanera a resistir el sofocante ambiente de la ciudad.

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Noche lluviosa en China Town. | FOTO: Mila Ojea

Los recuerdos son materia pesada pero no nos damos cuenta hasta que emergen, en oleadas, a la superficie. Y el último que quiero contarles sucedió en el barrio de China Town, una noche de un calor pegajoso y mortífero en el que mi hermana y yo deambulamos por las calles entre el vapor de los puestos ambulantes y los neones y el caos hasta acabar cenando un surtido de rebozados sentadas en unas banquetas de plástico. Allí estábamos disfrutando el ambiente cuando de pronto rompió a llover como sólo llueve en Tailandia y todo el mundo corrió a refugiarse bajo los tejadillos y terminamos la cena de pie mientras los cocineros, apoyados contra la pared a nuestro lado, apuraban unos pitillos y nos sonreían, empapados todos de tormenta, verano selvático y olor a pescado frito. Y qué felices fuimos y qué lejos queda todo aquello… Porque es así como te fastidia la vida. Te pilla cuando todavía tienes el alma adormecida y siembra en su interior una imagen o un sonido que después ya nunca puedes sacarte de encima. Y aquella era la felicidad. Lo descubres cuando ya es demasiado tarde, como escribió Alessandro Baricco.

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Puesto callejero. | FOTO: Mila Ojea

Como en ese muro del que les hablaba al principio, tengo pegadas en mi recuerdo las calles húmedas del gigantesco Bangkok. Y de vez en cuando las extraigo para dotarlas de nuevos detalles y colores, para que no se duerman y desaparezcan, para que respiren y sepan que una vez estuvieron vivas en mí. Como en ese muro, se solapan las emociones y las palabras que antes fueron todo. Y me pregunto si, al rascar bajo esos carteles olvidados, arrugados, testigos del tiempo que fue, al arrancar una capa y otra de papel y cola adhesiva, subyace, muy al fondo, ahogado, ese cartel primigenio que –juraría- dice “Prohibido fijar carteles”. Ya nadie se acuerda. Pero, en la pleamar incontenible de mi memoria, yo sí.

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