Xoves. 28.03.2024

Atlántida interior

Una mañana al borde de una charca africana puede ser una suerte de reencuentro con uno mismo. Tiempo para pensar, para absorber el instante, para volver al principio de todo y recuperar el animal que habita nuestro corazón.
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La tranquilidad de una charca en medio de la nada. | FOTO: Mila Ojea

Tengo tiempo, me digo, pero no es cierto. Ni para mí ni para nadie. Es por ello que me urge atrapar cada minuto, el polen de los días, la resaca de cada ola.

Era mediodía en la sabana, en la sequedad del paisaje donde se ubica el Planet Baobab, un alojamiento extraordinario de ese país sorprendente que es Botswana. Volvía de un safari en el que había visto el sol como un disco rosado subiendo los primeros escalones de la madrugada, al final del camino, sobre el contraluz de los árboles, y tocaba descansar un poco antes de la comida.

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Nidos en medio de la sequedad. | FOTO: Mila Ojea

Mis amigos se fueron a la piscina y al bar a dar cuenta de unas cervezas heladas, ya se elevaba el fuego en la parrilla, y yo decidí salir a dar una vuelta por fuera del campamento. Uno de mis compañeros de viaje me había contado que la noche anterior, antes de que la oscuridad lo cubriera todo con su manto, había salido a ver el anochecer y, alertado por el monocromático croar de las ranas, llegó hasta una charca cercana donde fotografió la puesta de sol sobre el perfil de un baobab magnífico.

No podía estar muy lejos porque yo también había escuchado el sonido de esa naturaleza que despertaba justo cuando los demás dábamos la jornada por acabada, así que me aventuré a encontrar ese baobab que me esperaba en alguna parte del exterior de la valla. No se me ocurrió mirar un letrero que habían apuntalado a un tronco en la entrada al recinto donde ponía “por favor, cierren la puerta en nombre de nuestros amigos de 4 patas”…

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Vacas y baobab. | FOTO: Mila Ojea

Cuando me fui acercando, en dirección a donde recordaba que cantaban los anfibios, divisé primero un grupo de vacas dormitando tumbadas o erguidas mascando hierba. Ni se me pasó por la cabeza que pudiera haber allí algún animal salvaje, iba ensimismada, sin calcular riesgos –a estas alturas todos sabemos ya que a lo loco se vive mejor-, en busca del tesoro. Vi también un recodo de agua y, en la orilla, un grupo de árboles secos que formaban un pequeño bosque fantasmal. Cuando me acerqué, alertados por el crujir de mis pasos, miles de pájaros salieron volando de pronto de entre sus ramas y cuajaron el cielo de sombras móviles.

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Los pájaros huyendo de la plataforma. | FOTO: Mila Ojea

Apoyada en los troncos de aquellos esqueletos de madera seca habían construido una plataforma a la que se accedía por unas escaleras que parecían a punto de partirse en cualquier momento. Era imposible no hacer ruido y los pájaros, intranquilos y alertados, volaban en círculos alrededor de ese reducto de paz que yo había profanado. Subí con gran dificultad, pues faltaban escalones, otros estaban muy deteriorados y no las tenía todas conmigo para salir sana y salva de la aventura. Pero mi espíritu de “siempre adelante” era superior a cualquier prudencia. ¿Quién dijo miedo?

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Vista desde lo alto de la plataforma. | FOTO: Mila Ojea

Entonces, una vez subida a la frágil plataforma, me asomé, apoyada en una baranda, a la charca y contemplé boquiabierta por primera vez la totalidad de aquel espejo de agua que se ampliaba ante mí. Su dimensión cabía en un golpe de vista pero sus colores me deslumbraron, y más allá reinaba el baobab que buscaba, enmarcando la escena en el horizonte. Había encontrado una pequeña Atlántida, en medio de la nada, de la mañana que ya se disipaba, del vuelo astuto de las aves, de los hartazgos.

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Caballo bebiendo. | FOTO: Mila Ojea

Un caballo se adentró en la charca para beber, delgado y quijotesco, hundiendo lentamente sus patas en el agua verdosa y espesa, y el mundo entero se detuvo en ese instante. Ustedes no lo notaron, pero yo sí. Aquella mañana, en medio del mapa, a salvo de relojes y movimientos sísmicos y voraces previsiones meteorológicas y nacimientos de cometas, hubo un minuto o dos o quién sabe cuántos de vacío, de parada, de estancamiento, de renacer. Y yo fui testigo. Me quedé hipnotizada, atrapada en el embrujo, en el detenimiento, en la suerte, disfrutando el momento, la captura imposible, la placidez, una estrella extinta prendida de un columpio que se balanceaba con el viento.

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El vuelo nervioso de las aves. | FOTO: Mila Ojea

Me llené de una paz que no conocía y esa imagen robada al universo me valió el viaje entero por aquellas tierras que eran vergel y desierto a la vez. El momento era mío y sólo mío, la alineación de planetas, el freno de esa esfera azul que habitamos sin percibir su infinito giro. Me senté en el borde de la plataforma, con las piernas colgando sobre el agua, protegida por la sombra de aquellos brazos de madera desnuda, con los pájaros revoloteando a mi alrededor y me hice paisaje y transparencia.

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Animales en calma. | FOTO: Mila Ojea

Abajo, ajenos todos a mi presencia, los caballos recorrían despacio el perímetro de la charca, con un cansancio seguramente asociado al calor de aquella hora, caían en cascada más de cuarenta grados sobre su pelo, las vacas rumiaban aburridas y desmayadas sin nada más que hacer, alguna garza taciturna observaba desde la orilla, los nidos se resecaban descarnados, y el tiempo -esa apisonadora de debilidades- volvía a pasar de largo, apelmazado, sin celebrar todos los acontecimientos que allí se daban.

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El espesor del agua. | FOTO: Mila Ojea

Tengo tiempo, me decía, y albergaba feliz mi mentira. No quería irme de mi Atlántida interior. Se oían a lo lejos los gritos de mis amigos en sus chapuzones, ajenos a mi estático deslumbramiento, a mi rapto voluntario y dócil, y ya pertenecían a otro momento que no era aquel. Se desvanecía el pasado y, con él, todo lo que aún estaba por llegar, una danza consumida, esa mezcla que nos forma como seres sentimentales. Y sigue habiendo en tu corazón ese animal que se enamora de todas las cosas que han sido y serán, escribió Manuel Vilas.

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Vista de la charca. | FOTO: Mila Ojea

Sólo quería deberme a mis minúsculos placeres: sostener un puñado de fresas en la mano; pasar un dedo por el teclado de un piano y que suene algo llamado música; abrir un libro por cualquier página y que me hable de mí; sentir en el rostro la primera brisa que anuncia tormenta. Todo azar, puro azar. Había encontrado –quién me lo iba a decir- mi lugar en aquel país de arena y hierba. Me recorría una cálida sensación de amparo y certidumbre, me sentía abrazada por la fortuna. Y algo de mí se quedó allí para siempre.

Atlántida interior
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