jueves. 25.04.2024

Aprendiz de ser humano

Las calles de Lahore arden de actividad a cualquier hora. Allí permanecen los oficios olvidados, las miradas de los hombres que agotan los minutos entre herramientas, el paso del tiempo. Once millones de almas se cruzan cada día y mantienen vivas las tradiciones.
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Un rayo de sol ilumina un taller de la caleidoscópica Lahore. | FOTO: Mila Ojea

Un martes cualquiera comparto un café con mi amigo M. y me muestra una fotografía donde se ve a dos niñas regando con una manguera una rama semienterrada en el barro fresco.

-El sábado planté un manzano con mis sobrinas –me cuenta. Observo la foto. La rama, con un par de hojitas verdes en su extremo superior, apenas se yergue 70 centímetros torcidos. A un lado, la pequeña de un año, con dos coletas como palmeras diminutas en su cabeza, la señala orgullosa. Al otro, su hermana, de unos tres años, vestida con una sudadera estampada de sandías y unas botas de agua violetas, sostiene sonriente la manguera de la que sale un chorro de agua.

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Retrato de un frutero. | FOTO: Mila Ojea

-¿Y ahora qué hay que hacer? –preguntaron a M. al terminar la tarea.

-Ahora hay que regarlo y esperar –les dijo.

-¿Para el sábado ya podremos coger las manzanas? –cuestionaron ansiosas.

-No funciona así… -respondió M. Nos reímos con la anécdota y me quedo pensando en esa prisa por vivir que tienen aquellos que acaban de estrenar el mundo y aún no manejan las instrucciones y coordenadas del mismo.

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Un hombre trabajando entre llantas. | FOTO: Mila Ojea

Les cuento esto porque hoy quiero llevarles a un lugar que permanece anclado en el pasado, inamovible, a resguardo de las exigencias que a otros nos corroen. Cada día es más difícil encontrar sitios así, por eso atesoro estos rincones huidos del tiempo donde la luz y el silencio son todo, donde permanece el secreto de lo inalterable, donde nace y crece la esencia de la humanidad, donde apenas brotan esas primeras hojas del manzano.

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Enfrascados en la tarea. | FOTO: Mila Ojea

Hablo de una ciudad inmensa, y he aquí la paradoja de lo que les vengo a contar, porque a simple vista parece imposible que en ese atosigamiento de las multitudes y el caos pueda sobrevivir una forma de existir antigua y estática, auténtica y luminosa, tan lejos de todo. Hablo de Lahore, en la caleidoscópica Pakistán, donde cada día más de once millones de almas cruzan sus caminos en las calles abarrotadas, entre el humo de los puestos de comida, los carros tirados por burros agotados, los cuencos de chai apilados y los cantos desde los megáfonos de las mezquitas.

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Un rato de descanso. | FOTO: Mila Ojea

En este punto del mapa permanecen oficios que nosotros –los habitantes del ahora- ya hemos olvidado. Sí, nosotros, que vivimos en la urgencia y la jauría, en el látigo del semáforo, en la máquina de fichar de la oficina, en el pie sobre el acelerador, ya no recordamos que el mundo es el mundo porque antes de todo este ahora las cosas fueron de otro modo. Lahore es una vuelta al principio: la ciudad como espacio infinito.

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Compañeros de trabajo. | FOTO: Mila Ojea

Todo ser humano maneja un hilo invisible con el que teje, primeramente, una familia, después una red de amistades y contactos, más tarde una sociedad y finalmente el (des)equilibrio mundial. De ahí la vida. En Lahore nadie aparenta la edad que tiene, jamás podrán adivinar los años que pesan sobre cada espalda. Pero todos y cada uno de sus habitantes tienen una historia que contar. Corre por las calles un viento perpetuador. Y así, intentando pasar desapercibida con mi pañuelo al cuello entre la multitud –tarea imposible-, me crucé con todas las vidas incandescentes que aquí les retrato. Esta ciudad no puede retroceder por la simple razón de que no ha avanzado. Y ahí radica su encanto.

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Bajo las bombillas. | FOTO: Mila Ojea

Llena de polvo y aromas, Lahore es la segunda ciudad más poblada del país, centro cultural histórico de la región de Punjab. Ha sido gobernada por varios imperios, desde los shais hindúes hasta los mogoles. Pensarán ustedes que ha pasado mucho tiempo desde entonces pero se equivocan. A día de hoy, dejando aparte la visión de los múltiples smartphones que la gente porta en sus manos, todo permanece como era. Los plásticos que nosotros tiramos en Europa, aquí cobran una nueva vida; los trabajos que ya nadie realiza en nuestros centros comerciales, surgen en cualquier local de apenas cuatro metros cuadrados iluminados débilmente por una bombilla; y la ciudad es un hormiguero de cuerpos en movimiento desenfrenado y haciendo múltiples cosas.

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Un barbero trabajando en su rincón. | FOTO: Mila Ojea

Bajo una capa gris de eterna y espesa contaminación, uno se encuentra con los barberos a pie de acera en cualquier esquina. Pertrechados con un buen sillón reclinable, espejos, peines y cepillos, tijeras afiladas y una cubeta con agua jabonosa, perfilan barbas, enceran patillas y recortan flequillos con trazo milimétrico. Su labor silenciosa, precisa y metódica forma parte del extraordinario paisaje humano. Contrasta con el cansancio y las múltiples realidades del entorno, donde todo se mueve a un ritmo extenuante y aturde y agota.

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Puesto de comida. | FOTO: Mila Ojea

Mientras, en los obradores, los panaderos hornean el pan naan en los hornos tandoor con el proceso tradicional. Los locales abiertos de par en par, sin escaparates para dejar salir el calor asfixiante, están siempre llenos de hombres que cumplen una función específica. Véase el que amasa; el que prepara el agua; el que aplasta la bola esponjosa hasta convertirla en una lámina redonda; el que trae la harina; el que enciende el carbón; el que pega el producto con un guante húmedo al techo cerámico del horno; el que recoge con la paleta el producto final humeante y caliente; y el vecino que está dando charla a todos los demás mientras trabajan. Todos y cada uno de ellos son imprescindibles en el éxito del producto final.

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Transporte de cajas de zapatos. | FOTO: Mila Ojea

Una curiosidad de Lahore y otras ciudades pakistaníes es que las calles están muchas veces segmentadas por oficios. Así, por ejemplo, al pasar por los aledaños del Fuerte, veremos las carreras y actividad frenética de los que transportan las cajas de calzado desde los almacenes a las tiendas, una coreografía de cuerpos sutiles y fibrados. Este trabajo se realiza con cestos enormes e incómodos que los hombres colocan sobre su cabeza o a la espalda. Son capaces de mover cantidades ingentes de cajas numeradas y perfectamente ordenadas. Algunos privilegiados y astutos echan mano de carros metálicos con ruedas pero los más rápidos son aquellos que se valen tan sólo de su fisonomía cimbreante para moverse ágilmente entre la multitud.

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Un barbero en su puesto de trabajo. | FOTO: Mila Ojea

También en esta zona hay una parte dedicada por entero a las llantas de vehículos u otros elementos de mecánica. Podremos ver a un niño arreglando con destreza y minuciosidad un motor, sentado directamente sobre el mismo. Tengan por seguro que si hay alguna pieza que su coche necesita, sea del año que sea, aquí la tienen. Cualquier persona se prestará a indicarles o llevarles directamente al lugar donde está lo que buscan. Ahí se ven esos hilos que nos unen, tejidos o enredados, de los que unos cuelgan y en los que otros se balancean, pero que conforman el mundo tal como lo conocemos.

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Parada en la carretera para alimentarse. | FOTO: Mila Ojea

Mi parte favorita del día es cuando cae el sol y la ciudad, aunque oscura, se vuelve un mapa de tesoros escondidos que brillan en el rincón más inesperado. Callejeando iremos a dar con ferreterías perfectamente ordenadas, un hombre alimentando a sus camellos en una cuneta, locales expertos en instrumentos musicales, parrillas ardientes donde la carne en brochetas torna su vivo color o camas balinesas en las que los hombres tumbados hablan y comparten un té en el frescor apacible de la noche.

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Comida recién hecha en las calles. | FOTO: Mila Ojea

Mi viejo cuerpo caminó por las calles viejas y encontró su reflejo en los ojos de esos hombres que sabían mirar la vida frente a frente, ajenos a la zafiedad y banales mezquindades. Pertenecíamos a la misma generación perdida: la de aquellos que se interrogan continuamente. La ciudad me dio muchas respuestas. También me demostró que soy y siempre seré un aprendiz de ser humano. Aunque todas las páginas de los libros se abran ante mí. Esos rostros ajados y secos, esa seriedad en la mirada, la sabiduría de sus manos, me llevaron a otros días de grano ampuloso.

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Barbería nocturna. | FOTO: Mila Ojea

Puede que me equivoque, pero existe un momento en la vida, sólo un momento, en que somos conscientes de que somos genios o enamorados. La cuestión es sencilla, ridícula. O una cosa u otra, imposible ambas. Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra carga, sea la que fuere, hasta el final de los días. Yo superé ya el momento. Sé que nunca alcanzaré las cimas de la genialidad y, lo más abrumador, acongojante aun, sé que el momento del amor se escurrió entre mis dedos para siempre. Así, ni tengo nada ni espero nada, escribió Chusé Izuel.

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Apurando el descanso. | FOTO: Mila Ojea

Al final del día queda de nosotros lo que somos: a veces un despojo, a veces una luz. Aprendices de ser humano. Es entonces cuando de verdad todo se detiene, suena música a lo lejos, pasa un perro hambriento. Y, en alguna parte, tal vez, una niña riega con paciencia una rama de manzano y espera recoger el fruto, sostenerlo en su mano, acariciar esa piel vegetal y, mientras le da un mordisco, entender la velocidad del universo.

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