Había barajado otro titular mucho menos delicado. Me levanté pensando en todas ellas y quería pediros, claramente, que las dejaseis en paz. Pero, la prudencia -poca- que uno va acumulando con el paso de los tacos del calendario acabó por moderarlo hasta dejarlo en un "mucho tacto".
Sí, tiene un doble sentido, aunque en las próximas líneas me referiré a ese tacto conductual. No tengo cáncer. No puedo escribir como si lo tuviese. Seguro que no soy capaz -ni tú tampoco si tampoco lo tienes- de ponerte en el pellejo de una enferma. Aunque sí puedo asegurar que lo he vivido muy, pero que muy de cerca. Y ha acabado dándome un zarpazo brutal, del que nadie se recupera del todo si es que eres tú el vivo, como ha sido el caso. El de mi madre no era de mama, pero aprendí mucho de la enfermedad y de cómo la gestionan aquellas que la padecen, sea cual sea el diagnóstico y el pronóstico.
La vida ha querido colocar de nuevo esa enfermedad muy cerca de mí, apegada a mi más tierna, dócil e inolvidable infancia. Hace tres o cuatro semanas que revivo las tres o cuatro primeras semanas del cáncer materno. Y nada ha cambiando desde entonces, sobre todo en lo que se refiere al grado de desestabilización que esta dolencia provoca en quien la padece. Uno puede tener un "stent" en toda cuanta arteria coronaria posea, los triglicéridos por las nubes, un perfecto flotador de lípidos a la altura de la cintura y una vida totalmente sedentaria con dos infartos al pecho, que no tendrá tanto miedo a encajarse en un traje de madera como lo experimentan todas y cada una de las enfermas de cáncer desde el minuto uno de la fatídica confirmación.
El cáncer acojona, atenaza y nos da una ostia de realidad que tumba por completo aquellos valores que considerábamos éticos, para resituarnos en lo único verdaderamente importante: la vida y su momento.
Por eso que los que aún no hemos sido "agraciados" -todo se andará, basta echar un ojo a las estadísticas-, estamos muy obligados a no estigmatizar más de lo que las propias enfermas lo hacen esta enfermedad, siempre difícil de mentar. Nuestras amigas, parientes, vecinas o extrañas no necesitan nuestra compasión, ni tampoco que cada dos días le recordemos que siguen enfermas. Nada de cuchichear a sus espaldas lo bien que le queda la pañoleta. Ni mucho menos evaluar su aspecto, si es que este se ha deteriorado por el tratamiento aplicado o el avance de la enfermedad. No. Ellas precisan nuestro tacto, un trato idéntico al que le proporcionaríamos si no estuviesen diagnosticadas. Hacerlas sentir tan normales como lo eran antes del primer examen de marcadores tumorales. Ya saben que están enfermas. Todas quieren dejar de estarlo. No hace falta que se lo recordemos en el supermercado, en la cola del cine o en el bar de la esquina, si es que con ellas coincidimos sin programarlo, aunque nuestro comportamiento esté, ¡sin lugar a ninguna duda!, cargado de buenas intenciones. Dejemos que puedan salir de casa sin el miedo a sentirse observadas y las estaremos ayudando muchísimo más que compartiendo en nuestro perfil tanto lacito rosa.