sábado. 20.04.2024

En no pocas ocasiones he reivindicado por aquí la imperiosa necesidad de homenajear a aquellas personas que trascienden físicamente del entorno, pero que seguro dejarán una perenne huella en todos nosotros. No han alcanzado el éxito como común y equivocadamente lo entendemos la mayoría, pero sí han ido repartiendo regueros de felicidad a todos los que hemos estamos muy cerca de ellos. 

Elvira fue una adelantada a su tiempo. Y Francia le ayudó un poco más a forjar ese carácter liberal, desenfadado y algo pícaro impropio de su coetáneas. En sus tiempos más mozos era la elegancia y coquetería personificadas, que compaginaba con la responsabilidad de una ama de casa que también ayudaba a su esposo a forjar un patrimonio que, en parte, arrebataron de la manera más injusta y de manos de los que menos aguardaban

Cuando todo le sonreía, llegó el primero de los zarpazos vitales. Ese "dandy" a la francesa de Fumaces enfermaba de un cáncer cabrón que la dejaba viuda sin llegar a los cincuenta. Más tarde, se enfrascaría, sin desearlo, en una titánica lucha por defender aquello que con su adorado David había llegado a levantar en la tierra natal del primero. Recuerdo a principios de los ochenta su habitación de matrimonio en aquella pequeña mansión orientada al Sur. Aún hoy tengo grabada en mi retina aquellas lámparas de mesita de noche de filamentos que cambiaban de color de manera secuencial. Era el gran atractivo de esa vivienda, y de la contorna. 

Pero nadie llegó a fardar más que un servidor cuando salía de la vieja tienda de Tarrío en la plaza García Barbón. La novedad, por entonces, era el camión Pegaso de Rico. Sí, ese mismo que se anunciaba en la televisión cargado de pollitos que saltaban de él. Era el ahijado mimado, el de ambos. Mis vecinos del pueblo me retiraron el saludo tres semanas en cuanto comencé a lucirlo delante de casa. 

Todos esos buenos recuerdos no tuvieron mucha más continuidad. En enero del 82 la vida golpeaba a esa pareja feliz para dejar a Elvira viuda. Fue entonces cuando esa mujer rota en aquel frío lunes comenzó a forjarse otra vez a sí misma y no perder nunca el contagioso buen humor que siempre transmitía. 

Nunca olvidaba, pasasen los años que pasasen, mi asignación anual, modesta pero siempre fiel a ese compromiso siempre bien entendido de una madrina que quiere premiar al más "guapo" de sus ahijados. Destilaba ternura, brillaban esos menudos ojos cada vez que me veía, y conseguía subirme la estima al nivel del "médico de Urgencias" americano George Clooney. Nunca dejó de adorarme, ni yo a ella. Sabía que estaba en las mejores manos posibles para proporcionarle el mejor de los cuidados en su vejez. Su sobrina Elvira, todo corazón con extremidades, y su inseparable Robert de Niro privado -Pedro Escuredo- (también Paquita, hermana de la primera) convirtieron sus últimos años en los de una reina.

Acabó echando un último novio, mucho más joven que ella -cuatro décadas- en el centro de día Solleira de Verín. Modesto, que así se llama el auxiliar de geriatría y conductor de esa institución modélica y no siempre bien reconocida, la recibía todas las mañanas desde la puerta de entrada en su domicilio de A Noria al grito de "Buenos días, mi amor", como el mismísimo Benigni a su adorada "Dora" en "La vida es bella". Ella le correspondía con un "amor mío, qué guapo eres". 

Se pasaba el día cantando, comía lo justo, pero irradiaba felicidad a raudales desde ese cuerpo menudo en el que se había convertido. 

Hoy la lloraremos más por nosotros que por su partida. Perder a seres de tanta luz siempre es una verdadera tragedia -diría más, una gran putada- para los que nos toca seguir aguantando indeseables. Me queda el enorme amor que siempre transmitió -me transmitió- y la enorme e impagable gratitud a sus sobrinas y a ese extraordinario grupo humano de Solleira, encabezado por el último de sus ligues, que consiguieron que su muerte fuese todo lo feliz que se merecía.  

OBITUARIO | Elvira Fernández: la madrina de la eterna sonrisa