miércoles. 24.04.2024

El tiempo suspendido

Si no estás conmovido, ni sufres ante el dolor ajeno ni le gritas al mundo lo que sientes y eres, es que estás muerto. Nada como sentarse en un banco de la basílica húngara de San Esteban para apreciar el silencio y la luz que son un regalo para el viajero que llega hasta aquí.
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Detalle de las figuras en la basílica de San Esteban. | FOTO: Mila Ojea

A veces el viajero tiene el privilegio de sentirse abrazado por una ciudad. Una ciudad que lo recibe, lo desarma, lo involucra, lo cuida, lo expande. Una ciudad que se abre para él y lo envuelve en una brisa de cálida bienvenida, dispuesta a dejarse conocer. Y ese es uno de los mayores placeres que podemos sentir aquellos a los que nos gusta movernos por el mundo y ser una pequeña prolongación del mismo. Hay que cambiar los mapas para que estos nos lleven al conocimiento propio.

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Fachada de la basílica de San Esteban. | FOTO: Mila Ojea

Así me sucedió con la decadente Budapest. No esperaba tanto y me lo dio todo. Historia, rincones, roces, sensaciones, recuerdos. Un abanico de posibilidades reunidas en una urbe dividida en dos por una cicatriz de agua, el río Danuvio, herida en lo más hondo bajo el azote del viento y el frío pero bella como ninguna. Volviendo a florecer de sus ruinas, vulnerable frente al peso cruel del calendario, mirando de frente a la vida.

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Detalle de una puerta. | FOTO: Mila Ojea

Ya saben que en este atlas sentimental somos muy de silencios y observación. No estamos de paso sino que dejamos una huella. Porque estamos vivos, porque necesitamos movernos, porque sí. A cambio nos llevamos siempre una experiencia, una reflexión o una nostalgia. Y hoy también venimos a ser parte de un lugar especial, el edificio religioso más grande de Hungría: la basílica de San Esteban.

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Cúpula principal. | FOTO: Mila Ojea

Su nombre original es Szent István-bazilika en honor al primer rey de Hungría, Esteban I, cuya mano derecha se guarda como reliquia – la Santa Diestra- dentro del templo. Más de cincuenta años de obras y el derrumbe de una cúpula después, en 1905 se inauguró este edificio con una dimensión de 55 metros de ancho por 87 de largo y con una altura de 96 metros. Frente a él, con su silueta lúgubre recortada contra un cielo azul, uno queda asombrado no sólo por su tamaño sino también por su belleza. Es sencillamente impresionante, como un ignoto Everest levantado por la mano del hombre.

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Detalle del interior de la cúpula. | FOTO: Mila Ojea

Budapest son dos ciudades en una y San Esteban se alza en la parte de Pest. El Danuvio se desbordó en el año 1838 y los habitantes de esta zona se refugiaron en lo alto de una colina. Como agradecimiento a Dios por salvarlos, decidieron contribuir monetariamente para construir aquí  la iglesia que hoy nos ocupa. Tiene capacidad para 8.500 personas nada menos. 360 escalones llevan a lo alto de su cúpula aunque se puede acceder mediante un ascensor. Como es de esperar, también alberga la campana más grande de Hungría, nueve toneladas de hierro acorde con el conjunto, lanzando al mundo el eco de su voz.

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Suelo de la basílica. | FOTO: Mila Ojea

En la diáfana plaza que hay frente a su entrada principal y fachada neoclásica se celebra el mercadillo de Navidad típico de los países centroeuropeos, con sus puestos de venta de galletas de jengibre, artesanías húngaras y vino caliente. Desde aquí pueden escucharse los conciertos que se ofrecen dentro de la catedral –destaca especialmente el majestuoso órgano-. Rodeada de restaurantes y tiendas de flores, los ciudadanos fluyen de forma animada durante todo el día por el barrio de Lipótváros.

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Vista del interior. | FOTO: Mila Ojea

Fue el Papa Pío XI el que concedió el título de basílica a la iglesia pese a no cumplir con el tamaño necesario para serlo. Así, en 1931, la denominó “Basilica minor”. Con el permiso del Vaticano, se colocó una estatua de San Esteban hecha en mármol de Carrara en el altar mayor, el lugar normalmente perteneciente a Jesucristo. Este aparece crucificado en una pintura en uno de los altares laterales.

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Figuras humanas. | FOTO: Mila Ojea

Aquí predomina la combinación de mármoles blancos, negros y rojos para la decoración de todos los detalles. El diseño de la planta es en forma de cruz griega y lo que más me gustó fue el cuidadoso tratamiento de la luz en la cúpula, sobresaltando el colorido de las pinturas y murales. En las zonas en sombra se puede quedar uno tranquilamente disfrutando del silencio y el respeto de los visitantes. Se respira armonía y solemnidad bajo todas las impresionantes columnas que sostienen el templo. El tiempo permanece suspendido.

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Murales en el techo. | FOTO: Mila Ojea

Es bajo el tímpano de la fachada principal donde figura la frase de Cristo EGO SUM VIA, VERITAS ET VITA, es decir, “yo soy el camino, la verdad y la vida”. Sí, este lugar está lleno de vida. La vemos en todos sus mosaicos, en los suelos de ajedrez, en los vitrales que filtran los rayos de sol. La vida entra por cada grieta que encuentra a su paso y despliega la belleza ante los ojos del viajero.

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Detalle en el altar. | FOTO: Mila Ojea

Escribió Jesús Terrés  que si cada día es más importante la ruina del telediario que la piel de la persona amada, es que estás muerto. Si no estás conmovido, ni sufres ante el dolor ajeno ni le gritas al mundo lo que sientes y eres por el miedo al qué dirán, es que estás muerto. Si en un atardecer frente al mar no llenas tu cuerpo, tu ropa y tu pelo de arena y agua salada, es que estás muerto. Si no has conducido un sábado cualquiera cuatrocientos kilómetros para comer con un amigo, es que estás muerto. Si no has bebido y amado bajo la luz -bellísima- de la luna llena una noche de verano, es que estás muerto. Vivir antes de morir.

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Pórtico. | FOTO: Mila Ojea

Vivir antes de morir. Siempre. No cesar nunca en el movimiento, en dejarnos herir por la existencia, en quedar felizmente prendados de la belleza. Volver a respirar intensamente en los páramos; que el viento nos hiele el rostro hasta que duela para confirmar que estamos vivos; cegarnos ante los cielos rojos que se derrumban algunas tardes; perseguir y alcanzar sentencias celestiales; asombrarnos de todo lo que brilla allá en lo alto; mecernos en el canto de los pájaros escondidos; emborracharnos de sueños; despojarnos de malicias y estrategias; sentarnos en un banco de San Esteban y mirar de frente a aquellos que nos precedieron en el largo camino. Todo eso es a lo que debemos aspirar. Si no lo hemos hecho, es que estamos muertos.

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