sábado. 27.04.2024

Simetría de una lágrima

Escribir es trabajar con un material muy voluble. Los lectores saben de esa melancolía y se dejan herir por las palabras. Buscan libros en lugares como los paseos al lado del río Sena, donde otoño y literatura se dan la mano en una unión poética y conmovedora. 
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Otoño y libros, una imagen que resume París en su esplendorosa melancolía. | FOTO: Mila Ojea

Juliette Armanville es profesora de literatura en un instituto parisino desde hace diez años. Proviene de una familia acomodada a la que adora, especialmente a sus tres hermanos, y con la que tiene un estrecho vínculo. Es vitalista, reflexiva y sueña con ser escritora. De hecho, ha enviado a una editorial una novela que tituló en un principio “Puzzle” y más tarde “Habría querido que alguien me esperara en algún lugar”. Fue en la oficina de Correos, después de haber entregado el sobre al funcionario que lo selló, cuando volvió a pedírselo para corregir a bolígrafo ese título escrito en la primera página y lo cambió por el definitivo: “Quisiera que alguien me esperara en algún lugar”.

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Libros en los puentes del Sena. | FOTO: Mila Ojea

Una mañana, a finales de curso, con la primavera desperezándose más allá de la ventana del aula, tiene un examen oral con uno de sus alumnos. Este ha elegido el poema “Sensación” de Arthur Rimbaud para su trabajo final.

-Pero este poema no está en el programa de este año –señala Juliette.

-No, no lo hemos estudiado, pero lo he puesto en la lista porque es de mis preferidos –se excusa el muchacho-. Tal vez porque Rimbaud lo escribió muy joven y es uno de sus primeros poemas, no tenía ni dieciséis años.

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Puestos callejeros. | FOTO: Mila Ojea

Juliette sonríe y le invita a comenzar su exposición. El joven lee el poema:

Cuando la tarde cante, iré por los senderos,
herido por el trigo, a pisar la pradera,
soñador, sentiré su frescor en mis pies
y dejaré que el viento bañe mi cabeza.

No hablaré, no pensaré en nada:
pero el amor infinito me crecerá en el alma
 y me iré lejos, muy lejos, como un bohemio
por la naturaleza, feliz como una mujer.

Después explica:

-Lo que me emociona es que nos anuncia su deseo de libertad, sus ganas de ser feliz. No es habitual en alguien tan joven afirmar con tanta fuerza sus convicciones. Quiere ir por el mundo para probar sensaciones, empezando por la sensación de libertad. Veo una partida en Rimbaud, una liberación de opresiones, una errancia. Y creo que en este poema también está la idea de alejarse de su familia, de despojarse del peso de su familia, para abrirse y ser él mismo.

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Una mujer cose el lomo de un libro. | FOTO: Mila Ojea

Juliette le escucha en silencio, atenta, y siente cómo algo se resquebraja dentro de ella.

-¿Puedes desarrollarlo? –pide.

-Es… es una impresión mía pero creo que hay que tener bien claro que Rimbaud tenía dieciséis años, es una liberación increíble y yo, que soy un joven muy tímido, que cuando habla una chica se sonroja, pues… me emociona ver en él tanta liberación. No hay estrés, no hay ansiedad. A Rimbaud no le afecta la mirada del otro, está tranquilo, seguro de sí mismo. Quizá por eso era un genio.

Al muchacho le tiemblan los labios, como si fuese a romper a llorar en cualquier momento. Juliette, también al borde de las lágrimas, herida en lo más hondo por todo lo que arrastra en su interior, intenta no mostrar su conmoción por las palabras.

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Literatura francesa. | FOTO: Mila Ojea 

-¿Estás bien? –pregunta Juliette.

-Me emociona también porque mi padre murió cuando yo tenía doce años, he crecido con el nuevo novio de mi madre, que ha sido increíble y… me gustaría poder decirle cuando cumpla dieciocho años ‘gracias por todo y adiós’. Y… y… espero tener ese coraje, no quiero comportarme como una víctima. En este poema no hay ningún reproche al entorno familiar, se va con el corazón alegre, me parece que marcharse así demuestra una fuerza y una madurez increíbles… Y ya –termina, visiblemente emocionado.

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Paseo relajado. | FOTO: Mila Ojea

Juliette sonríe, aturdida, todavía flotando en lo que acaba de suceder, en ese instante de inspiración y confesión adolescente que ha sobrevolado el aula durante unos minutos. Intenta, sobre todo, no llorar frente a su alumno.

-Bueno… es la primera vez en diez años de docencia que pongo un diez.

-¡Gracias! –se apresura a exclamar el muchacho.

-No, gracias a ti.

Se sonríen y el chaval se levanta para marcharse mientras ella continúa manteniendo la compostura, tomando aire y no permitiendo que aflore todo lo que ha comenzado a arder dentro de su corazón.

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Carteles y viejas postales. | FOTO: Mila Ojea

La vemos salir del instituto caminando por un pasillo a buen paso, como si se hubiera liberado de un gran peso: perdió a su padre, perdió un bebé que esperaba ilusionada y perdió a su hermano mayor en un lapso de tiempo trágicamente corto. Guarda un dolor invisible e insoportable que ha salido a la superficie empujado por las palabras de un adolescente que examinaba un viejo poema: una revelación.

Afuera el día se ha vuelto gris y empieza a llover. Al llegar al patio, Juliette se detiene a mirar cómo el agua de la tormenta cae sobre los pinos y, en un arrebato, tira al suelo su maletín y su bolso y se lanza al exterior, bajo la lluvia, entregada, libre, sintiendo por primera vez desde hace mucho tiempo que está viva. Otra vez viva.

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Un puesto al lado de Notre Dame. | FOTO: Mila Ojea

Antes de todo esto, la hemos visto paseando a orillas del río Sena. Sucede en la película “Quisiera que alguien me esperara en algún lugar” (Arnaud Viard, 2019). Juliette caminaba pensativa por esas aceras que se llenan de puestos de venta de libros viejos, un paseo por la melancolía y el encanto franceses. Con los barcos deslizándose sin hacer apenas ruido y la silueta de Notre Dame recortada contra un cielo de terciopelo. Esa Francia: un país que durante el confinamiento mantuvo abiertas sus floristerías por considerarlas de primera necesidad. Esa Francia.

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Barco de cartón. | FOTO: Mila Ojea

Los transeúntes curiosos se detienen un rato a charlar con los vendedores, que se afanan por tener todo ordenado y visible. En los mostradores se mezclan libros, imanes, periódicos, postales, barquitos de cartón pintado y posters de otras épocas. Algunos arrugados, amarillentos, por esa apisonadora que es el tiempo que ha pasado sobre ellos. Hay una mirada de extravío pero también de sentirse a salvo. Como si los recuerdos pudieran clasificarse y embalsamarse y mantenerse alejados del fuego aquí guardado. Encontramos ediciones descatalogadas, una mujer que cose con hilo y paciencia el lomo de un volumen roto, turistas que hacen fotos para almacenar y no volver a mirar jamás. Todos ansiamos dejar una huella, por leve que sea.

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Manos sabias. | FOTO: Mila Ojea

Echamos de menos páginas que nunca hemos leído. Así somos los lectores y –más aún, con otra hondura- los que escribimos. Trabajamos con un material muy voluble. Añoramos cuerpos en los que no hemos vivido. Alguien antes que nosotros ha sabido contarlo. Rimbaud, por ejemplo: herido por el trigo, a pisar la pradera. En cualquier momento nos pilla bajos de defensas y nos asesina un título, un párrafo, una dedicatoria escrita a lápiz tras la portada, un amor que pasó de largo, violento e irreversible. Antes nos llamaban “letraheridos”.

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El Sena y Notre Dame. | FOTO: Mila Ojea

Pero, sobre todo, nos hieren aquellos que partieron antes que nosotros y rompieron todas las palabras, cada gota de lluvia que aflora desde la raíz del cielo, la simetría de una lágrima –aquella que Juliette se esforzaba por que no viera la luz-, la esencia etérea del imposible olvido, una derrota que no se sacia. Bon jour, tristesse.

Al mirar a Andrea pensaba en ti, en el hermano que había perdido. No lo vi venir. ¿Pero qué sabemos de la vida interior de los demás? Nada. Al menos no gran cosa. Puede que, para conocer a alguien, haya que amarlo primero. Con sus neurosis, sus deseos, su melancolía. ¿Te quise lo suficiente? Seguramente no. Supongo que eso es lo que intento arreglar escribiendo. Al saltar al vacío, me llenaste. Nos llenaste a Mathieu, a Margaux y a mí. Siempre estarás en nosotros. Cada vez que pienso en ti me siento fuerte y sé que nada me podrá detener: estoy viva. Y estoy preparada. Lo cuenta Juliette, convertida en voz narradora, a la que ya no vemos, mientras la cámara enfoca la portada de su libro en un escaparate.

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