martes. 30.04.2024

Para qué alguien querría ser poeta

Recorremos y desgranamos juntos los espacios, los laberintos y las ramificaciones de Wat Kesararam, una pagoda sumida en el sosiego pero que esconde un oscuro secreto. Como los hombres, hay lugares que están vivos y muertos al mismo tiempo.
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Puerta en el patio de la pagoda Wat Kesararam. | FOTO: Mila Ojea

En su poema “Y sin embargo se mueve”, el escritor Omar Alej desgrana cada parte de su casa como si abriera la puerta y, con un gesto amable, casi invisible, nos invitara a entrar e ir recorriendo las habitaciones una a una de su mano mientras nos explica cada rincón e incide en esos detalles que merecen nuestra atención. Cada objeto cuenta una historia, cada imagen contiene un recuerdo, cada estancia es una estación. Y, mientras recopila ese listado de cosas y sinsabores, se pregunta para qué alguien querría ser poeta.

Mi parte favorita dice así: Tengo mesa de trabajo / en la que pienso / cómo hacer / para hacer nada. / Ahí discuto con mis culpas / y fracasos. / Siempre pierdo en el debate / y pago yo los cigarrillos. / Sé que hay libros por ahí / pero aprendí que si los leo / me abriré / y cuando se abre un corazón / que está cerrado / salen sueños enterrados / a soñarte por la espalda.

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Terraza entre la vegetación. | FOTO: Mila Ojea

Algo así sentí una mañana en la que, paseando por la húmeda ciudad camboyana de Siem Reap, fui a parar a Wat Kesararam, la pagoda de los pétalos de aciano. Mientras las motos torpedeaban veloces la carretera, esa puerta entreabierta me invitó a cruzar a otro mundo. El viajero siempre debe hacer gala de una chispa de audacia, de modo que entré. Allí reinaba una paz insoslayable e intimista, detenida en el patio y los jardines, ausente de prisa y ruido. Parecía extrañamente abandonada pero no. Quizás los monjes dormitaban tras las persianas de rejilla de madera mientras los gatos se adueñaban de las horas.

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Murales que cuentan historias. | FOTO: Mila Ojea

Construida a principios de 1970 –aunque hay dudas razonables sobre esta fecha-, en la calle número 6 al lado del lujoso hotel Sohka, contiene una gran colección de vestigios de Buda en su interior. Debía ser muy temprano cuando yo entré ya que, como les decía, no vi a nadie mientras caminaba entre las habitaciones, apartando la espesa vegetación del interior, y captando cada detalle de la vida que allí transcurría con toda placidez. Los monjes suelen ser amables con los viajeros, les gusta comunicarse en otros idiomas y darse a conocer, predicar sus creencias y costumbres, responder a las preguntas que todos tenemos. Sólo hay que tener en cuenta varias condiciones: no molestar cuando están rezando o a la hora de las comidas, y, en el caso de ser mujer, está prohibido tocarlos. Hay que inclinarse ligeramente ante los más ancianos como muestra de respeto.

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Figuras decorativas. | FOTO: Mila Ojea

Tampoco se pueden pisar las estatuas de Buda y hay que sentarse con los pies alineados, nunca cruzados. No se debe llevar puesto un sombrero, dentro de los edificios debemos caminar descalzos y pedir permiso en caso de querer hacer una fotografía. Y, por supuesto, hablar en voz baja y molestar lo mínimo posible. Les agradecerán que depositen un poco de dinero en su caja de propinas pero, ante todo, que nada turbe la esencia del templo.

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Torre en el jardín. | FOTO: Mila Ojea

Esta pagoda esconde también una oscura historia de la que tuve conocimiento mucho tiempo después de haber estado. En 2001 se encontraron los huesos allí enterrados de víctimas de los jemeres rojos, resultado del genocidio más terrorífico y sangriento sufrido por este bello país de lluvia y arroz. El hallazgo de la fosa común fue inesperado y se produjo por las excavaciones para construir un nuevo edificio en los terrenos de la pagoda.

Nunca hubiera podido imaginar, mientras caminaba pacíficamente sorteando las raíces y los durian y los platillos llenos de agua que se agolpaban en los escalones, que aquel lugar había sido prisión y campo de exterminio durante la época desgarradora de Pol Pot. Los restos de cuerpos que se encontraron descansan ahora en una pequeña cabaña de madera dispuesta en medio de las estupas funerarias de monjes fallecidos.

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Telas secándose al sol. | FOTO: Mila Ojea

Re Stah, el monje más importante de la pagoda, explica que la tradición de tocar campanas y tambores es jemer y, a día de hoy, se sigue usando para alertar a la población de sucesos negativos. Se supone que mediante este acto se ahuyentan las cosas perniciosas y se celebran los logros. Estos son algunos de los contrastes que ofrecen la religión y la historia de un país.

Mientras observaba el caminar elegante de los gatos por las terrazas de madera y los atuendos de un naranja luminiscente de los monjes colgados a secar como pétalos marchitos, aquel lugar para mí fue bálsamo y tregua. Únicamente se dedican a la meditación y la oración, a los cánticos y la expansión de sus preceptos. Las flores, las estatuillas, los símbolos de sus creencias aparecen por doquier tallados en los marcos de puertas y ventanas. El colorido es alegre y vivo, se descarta cualquier tipo de violencia.

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Figuras mitológicas. | FOTO: Mila Ojea

Su buen estado de conservación suscita las dudas sobre su verdadera fecha de construcción, pero teniendo en cuenta que siguen ampliando los edificios no es de extrañar. Dejemos atrás la oscuridad y volvamos a la luz de este recodo a salvo del tiempo. La decoración pintada de las paredes interiores y exteriores representa distintos pasajes de la vida de Buda. Leones con collares dorados y serpientes de siete cabezas protegen las escaleras de las cuatro entradas al edificio principal. Las balaustradas que rodean la plataforma del templo tienen talladas criaturas fantásticas con cabeza de pájaro y otras que recuerdan a monos con patas escamadas.

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El santuario gris. | FOTO: Mila Ojea

El sobrenombre de “Pagoda de los pétalos de aciano” nos remite a  las formas de las molduras pintadas de oro que adornan los bordes del techo. Pero la parte más impresionante de todo el recinto es el santuario gris que preside el gran patio. Se trata del más alto de Siem Reap y toda su superficie está cubierta de intrincados relieves escultóricos. Las escaleras, escoltadas por figuras animales, van pintadas en tres tonos, a modo de bandera, y ponen una nota de color en la estructura de piedra.

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Conversaciones en la paz del patio. | FOTO: Mila Ojea

Es difícil saber por qué ciertos lugares nos dejan un profundo recuerdo y otros se borran de nuestra mente definitivamente. Pero esta pagoda y esa mañana se han quedado prendidas en mi memoria de un modo imborrable. Pienso que, incluso sin saber lo que el lugar escondía, ajena a la herida y el sufrimiento que allí yacían, asomada al duelo y al abismo de la vida, encontré un lugar con alma. Y ese hallazgo, tan difícil e inusual, lo trastoca todo.

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El animalario de las balaustradas. | FOTO: Mila Ojea

Cualquier sitio guarda un orden y un secreto. Como la casa de Omar, hemos recorrido y desgranado juntos los espacios, los laberintos y las ramificaciones de esta pagoda sumida en el sosiego. Hemos visto sus ventanas cerradas, sus varitas de incienso metidas en jarrones, sus tiestos lagrimeando el néctar de los monzones, las tristes sandalias abandonadas en la puerta de las habitaciones, las palmeras exultantes danzando en el cielo, el bambú seco -rehén astillado-, las baldosas cubiertas de verdín e intrascendencia. Y soy pequeño / tan pequeño como es un hombre simple / cuando el sol le da en la cara / y aun asi yo insisto en ver / lo que hay detrás de ese calor.

Después, mientras pedía un jugo de frutas en algún puesto callejero y el sonido violento de las motos invadía de nuevo la dulzura de la mañana y ya era más vieja y no esperaba nada y nada me importaba, miré hacia mi interior con total franqueza y también yo me pregunté para qué alguien querría ser poeta.

Para qué alguien querría ser poeta
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