jueves. 25.04.2024

Cinco minutos de melancolía

Podemos permitirnos un momento para caer en la melancolía por aquellos lugares en los que una vez fuimos felices, asomados a una terraza sobre la alfombra azul del mar. Todo nos espera allí afuera, tarde o temprano volveremos. Y seremos felices de nuevo.
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Jardines de Villa Cimbrone, en la preciosa costa amalfitana. | FOTO: Mila Ojea

Observar la vida. De esto trata, fundamentalmente, viajar. Y de muchas más cosas: las personas que se cruzan en nuestro camino, situaciones en las que jamás pensamos que nos veríamos inmersos, lugares tan hermosos que van más allá de nuestra imaginación, besos que guardamos para algún día, el mar sin mar.

En la costa amalfitana, en la Italia más mimada por el turismo, hoy les invito a un paseo por Villa Cimbrone, uno de mis puntos favoritos de este país vibrante e intenso como pocos. Ubicado en el pueblo de Ravello, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1997, que se asoma al agua sin miedo y presume de unas vistas privilegiadas. Cada rincón es un panorama propicio para la cámara fotográfica y el ojo del viajero.

521Pabellón árabe. | FOTO: Mila Ojea

Una de sus villas más importantes, ahora reconvertida en hotel, posee una de las terrazas más hermosas a las que podemos asomarnos y su nombre le hace justicia: la terraza del Infinito. Pero vayamos por partes.

Villa Cimbrone es una localización histórica y su nombre proviene de su ubicación, Cimbronium, un afloramiento rocoso sobre el que se sostiene desde el siglo XI. Diseñada por Nicola Mansi, en un principio pertenecía a una familia noble, los Accongiogioco, pero después pasó a ser propiedad de los Fusco, otra familia más rica e influyente y dueños también de la iglesia de San Angelo de Cimbrone en el siglo XIII. Tras ellos, la villa pasó a formar parte del monasterio de Santa Chiara, muy cercano. Y en el XIX pasó a manos de la familia Amici de Atrani.

522Terraza sobre el mar. | FOTO: Mila Ojea

Ya en el siglo XX Ernest William Beckett, Barón de Grimthorpe, un banquero y político británico, trajo elementos arquitectónicos recuperados de otras partes de Italia y amplió la villa, pero la reforma dejó invisible gran parte de la estructura original. Además reconstruyó los jardines, por los que podemos pasear ya que están abiertos al público y no restringidos a los clientes del hotel actual. Fue él quien convirtió este lugar en una joya.

Tras la muerte de Beckett, su familia se quedó y se ocupó del cuidado de los jardines. Fue visitada durante muchos años por famosos de renombre como Virginia Woolf, D.H. Lawrence, Henry Moore, T.S. Eliot, Jean Piaget, Winston Churchill, Paul Newman o los duques de Kent. La actriz Greta Garbo se escapó a la villa con su entonces amante, Leopold Stokowski, un director de orquesta autor de la banda sonora de la película de Disney Fantasía, para casarse con él a finales de 1930 pero el matrimonio nunca se celebró.

523El pequeño claustro. | FOTO: Mila Ojea

En 1960 fue vendida a la familia Vuilleumier, que la usó primeramente como casa privada y más tarde la reconvirtieron en el hotel por el que hoy daremos un agradable paseo. Gore Vidal describió este rincón privilegiado como el lugar más hermoso que he visto en mis viajes. Razón no le faltaba. Caminar bajo el frescor de las arboledas encontrando a nuestro paso tesoros rescatados de otro tiempo es algo impagable.

Al entrar, encontraremos primero un claustro del siglo XVI pequeño y coqueto, lleno de detalles de la cerámica típica de esta costa en bajorrelieves y azulejos, y con un pozo en su área central. Desde allí iremos caminando por los pasillos ajardinados mientras disfrutamos del colorido de las flores, el canto de los pájaros y el rocío de la mañana. Podemos acabar ante una copia magnífica del David de Donatello enmarcado entre los arcos de piedra, en una postal italiana escapada de la historia y hecha para brillar con luz propia.

524Rincones mágicos en los jardines. | FOTO: Mila Ojea

El paseo principal, el Viale dell'Immenso, cuenta con una pérgola cubierta de glicinas blancas y azules en verano. A lo largo de los jardines, hay mucho más para ver también: la Statua di Ceres, en un pequeño templo; la Poggia di Mercurio; el Tempietto di Bacco; la Grotta di Eva; la Stanza del Té, un jardín rectangular situado en un pabellón de estilo árabe; y el maravilloso jardín de rosas. Desde allí, veremos a los enamorados que hablan en susurros, se cogen de la mano y se hacen promesas que nunca serán cumplidas. Y, al fondo, en escalada, las casas de Ravello entre vides a punto de reventar de fruto.

525Ravello bajo las montañas. | FOTO: Mila Ojea

Todo esto es un territorio emocional para el viajero. Las zonas que no puede ver –el hotel propiamente dicho, los jardines privados donde se celebran bodas y otros eventos- quedan simplemente en su imaginación. Ha recorrido un espacio que levita entre lo terrenal y lo soñado, a salvo de preocupaciones filosóficas, vitales y estilísticas. Las siluetas de las esculturas permanecen mudas ante su encantamiento. Es así un día tras otro. Abajo, muy abajo, al fondo del acantilado, descansa el mar.

526La Terraza del Infinito. | FOTO: Mila Ojea

Finalmente llegamos al mirador, la Terrazza dell'Infinito, el punto más simbólico de la villa a una altura de 365 metros, revestido por una serie de bustos de mármol de estilo romano que brillan al sol. El Mediterráneo en todo su esplendor es una alfombra inmensamente azul unida al cielo. Esta terraza asomada al Golfo de Salerno es el final del recorrido y la joya de este lugar. El viejo Beckett podía presumir de tener un gusto muy fino para la decoración de espacios como este. Incluso hoy en día, el mirador resulta atemporal, onírico y exquisito.

Todo esto es un territorio emocional para el viajero. Ha recorrido un espacio que levita entre lo terrenal y lo soñado, a salvo de preocupaciones filosóficas, vitales y estilísticas. 

527Vistas al azul infinito. | FOTO: Mila Ojea

Con el viento soplando en lo alto del acantilado, llega el momento de decir adiós a este lugar y empezar a sentir cómo la melancolía se apodera de nosotros y nos cercena. Es normal, acabamos de pasear por un rincón lleno de historia y belleza mezcladas a partes iguales. Cuesta deshacerse de la magia improlongable que ha inundado al viajero y hay que continuar el camino.

Ese breve instante de vacío me recordó la última vez que vi a mi amigo J.A. Habíamos pasado la mañana caminando por otros jardines y aceras y tocaba despedirse en una estación de tren. Ya silbaba a lo lejos la locomotora, acercándose veloz, y entonces me dijo una de las frases más bonitas que he oído en mi vida:

-Ahora me subiré a ese tren y durante los primeros cinco minutos me permitiré dedicarme únicamente a la melancolía. Y después de echarte de menos empezaré a pensar en todo el trabajo que tengo por delante, en mis cosas, y volveré de nuevo a la realidad.

528El silencio de los bustos. | FOTO: Mila Ojea

Como se narra en la escena final de la película 2046 (Wong Kar-Wai, 2004), cuando el protagonista, Chow Mo-Wan, se aleja hacia la oscuridad y esboza una leve sonrisa, J.A. se subió al vagón y no miró hacia atrás, era como si se hubiera subido a un tren muy largo rumbo a un futuro somnoliento a través de la insondable noche.

Y así fue. Igual que cuando yo atravesé la salida de Villa Cimbrone y dejé atrás las calladas esculturas, las perfumadas gardenias rosadas, los bustos desgastados, las olas arrastradas del Mediterráneo, los pálidos manteles desmayados sobre las mesas, el lírico aroma del vino en las copas, también me permití cinco minutos de melancolía. Y tras eso volví a la realidad.

Cinco minutos de melancolía
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