jueves. 18.04.2024

Llovernos

Camboya es un mundo distinto pero extrañamente cercano cuando, una mañana cualquiera, uno camina entre las flores y los niños y el aroma del incienso encendido y clavado en las cenizas de un templo budista. La suerte puede estar en una pulsera y en los amigos que encontramos en el camino. Nada allí resulta insignificante. 
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Venta de flores en la ciudad camboyana de Siem Reap. | FOTO: Mila Ojea

Viajar permite uno de los mayores privilegios, que es la oportunidad de echar un vistazo a la vida cotidiana de todas esas personas que no somos nosotros. El viajero puede mezclarse, durante unas horas, días o semanas, en esos pequeños acontecimientos que conforman la rutina de otros seres. Hay que flotar en los idiomas, los olores y los sabores de otras tierras para entender el mundo y sus posibilidades infinitas. Todos somos humanos pero todos somos distintos, cada uno se debe a su origen, su historia, las circunstancias que lo han llevado de un punto a otro, sus ideas y políticas, su forma de entender la vida, sus límites y fracasos, sus aprendizajes y victorias, sus fallos y sombras.

434Preparando las flores para las ofrendas. | FOTO: Mila Ojea

En eso pienso cuando recuerdo un paseo por las calles de Siem Reap acompañada de mi hermana y dos amigas, L. y S., a las que el destino nos unió -cosas de la vida- en Camboya. Son estos encuentros fortuitos los que iluminan una mañana cualquiera mientras uno callejea, se integra y se mueve entre puestos de venta de comida, tuk-tuks, ofrendas budistas y arreglos de flores para poner color a su monotonía.

Me regalaron una de aquellas pulseras florales y, mientras la mujer que la había hecho me la ataba a la muñeca, sentí que éramos dos mundos que se tocaban fugazmente.

435Vendedora de flores. | FOTO: Mila Ojea

Lo que para unos es el día a día, para el viajero son momentos preciosos que guardará en su maleta de memorias. Entre descubrimientos de tiendas de artesanía, elegir manjares para llevarse a la boca, meter los pies en una piscina llena de peces y sortear sin perder el equilibrio el paso acelerado de motos y bicicletas, de repente uno se encuentra tesoros como este rincón que hoy quiero rescatar del olvido.

En plena calle, tirados por el suelo u ordenados de forma caótica –en Asia esto es posible- encontramos un mercado de pájaros y flores al lado de un templo budista donde se realizaba, aquella mañana, una ofrenda floral. Y nos metimos, cómo no, entre esas gentes de rasgos y piel distintos a los nuestros.

436Reunión familiar en el templo. | FOTO: Mila Ojea

Los intrincados ramos que hacen estas mujeres doblando pétalos y hojas son asombrosos. La estrella es el loto, uno de los símbolos más reconocibles de Camboya. Hombres y mujeres llegan con los brazos llenos de flores y cubos de agua en las que mantenerlas con su tersura natural y después se sientan a preparar, con destreza, manos sabias y una rapidez inusitada, preciosos conjuntos de colores armónicos. El suelo se llena de tallos cortados, restos de comida, lazadas de raso. Y ellas, hacendosas, charlan con las compañeras del puesto anexo, mordisquean alguna fruta y atienden a los clientes que entran al templo con sus ofrendas listas para ser depositadas a los pies de Buda.

437Atándome la pulsera floral a la muñeca. | FOTO: M.J. Ojea

También hay chicos ayudando con las flores y sonríen nerviosos entre ellos cuando me ven sacar la cámara y ser protagonistas, por un momento, de la escena. Se les ve un poco avergonzados por la falta de costumbre de ser los retratados pero a mí me encantan estas imágenes robadas a lo cotidiano. Su vida de todos los días es la vida que yo nunca tendré. Cada cual en su sitio y en las circunstancias que le ha tocado, pero siempre en paz.

Asimismo realizan, con las flores más pequeñas, delicadas trenzas que luego se colocan en la muñeca a modo de pulsera. Es un elemento para atraer a la buena suerte, incluso si no se cree en ella. Nunca está de más. L. y S. me regalaron una de aquellas pulseras florales y, mientras la mujer que la había hecho me la ataba, sentí que éramos dos mundos que se tocaban fugazmente.

438Vendedora de pájaros. | FOTO: Mila Ojea

Hay una escena en la película Sergio (Greg Barker, 2020) en la que el carismático protagonista, Sergio Vieira de Mello, diplomático brasileño de las Naciones Unidas, pasea por una pequeña aldea de Timor Oriental. A su paso, las gentes le saludan amablemente, le ofrecen areca y otras frutas para que compre y él regala su sonrisa y amabilidad por doquier. De la multitud surge Carolina Larriera, una compañera de la ONU a la que ha conocido previamente y acabará convirtiéndose en su pareja.

439Templo budista. | FOTO: Mila Ojea

-Estaba a punto de marcharme pero creo que tengo que enseñarte algo –dice ella después de charlar un rato. – Si tienes tiempo…

Entran en un pequeño taller de textiles donde vemos telas colgadas de cuerdas y paredes de un modo muy rústico.

-¿Sabes?, el cambio de verdad siempre empieza desde abajo. Pasa –le invita Carolina. – Esta es la Cooperativa Bobometo. Estas mujeres producen innumerables metros de tejido cada día. La gente quiere trabajar y quiere dignidad.

Caminan entre mujeres que tejen telas sentadas en el suelo, o las tiñen en grandes barreños. Carolina le presenta a unas cuantas, a las que Sergio saluda amablemente.

-…y así finalmente pueden ganarse la vida, haciendo lo que han hecho durante siglos. Este proyecto muestra la potencia de la microfinanza. –le explica ella. – Nuestro objetivo es tener muchos más como este por todo el país.

440Encendiendo el incienso en el templo. | FOTO: Mila Ojea

Se acercan a una mujer mayor que está sentada con la espalda apoyada en la pared y Carolina la presenta.

-Esta es Senhorinha…

Sergio y la mujer se saludan y Carolina le cuenta en voz baja a Sergio:

-Lo perdió todo. Incluso a sus dos hijos asesinados por la milicia.

-Lamento oír eso…- dice Sergio apesadumbrado.

-Creo que te gustaría hablar con ella… -le anima Carolina.- Es muy especial.

Entonces Sergio se acerca a Senhorinha y hablan en portugués ante la mirada de Carolina.

-Me llamo Sergio.

-Hola, Sergio. ¿Es usted portugués?

-No, soy brasileño.

-¿Y qué está haciendo aquí? –pregunta un poco sorprendida.

-Me enviaron aquí para administrar Timor, pero sólo por un tiempo.

441Ofrendas y recuerdos. | FOTO: Mila Ojea

-Bienvenido –dice Senhorinha mientras maneja su telar. – Nosotros llevamos tiempo esperando que llegue el futuro.

-¿Y qué es lo que más desea para su futuro, Senhorinha? –pregunta Sergio, sentado en una banqueta, inclinándose hacia ella.

-Si yo le digo lo que deseo… - empieza a hablar la mujer y se detiene a mirar al vacío durante unos segundos. –  …creo que no lo va a entender.

-¿De verdad? Puedo hacer un esfuerzo e intentarlo. Me gustaría mucho saberlo.

Entonces Senhorinha cuenta:

-Toda mi vida he trabajado en el campo. Ahora, mi tierra, mi familia, murieron todos. – y señala alrededor. – Yo no tengo nada. ¿Sabe qué quiero?... Quiero subir al cielo… –dice emocionada mirando hacia arriba mientras una lágrima asoma a sus ojos.-  …y convertirme en una nube. Después, viajar por el cielo, hasta el lugar donde yo nací. Y, cuando llegue allí, caer en forma de lluvia. Y allí quedarme para siempre, en mi suelo, en mi tierra.

Sergio se tapa la cara con las manos para no mostrar que tiene ganas de llorar.

-Entiendo perfectamente su deseo –dice conmocionado.

-Entonces dígale al mundo que nos vea tal y como somos. Queremos ser vistos. Todos nosotros- pide ella.

442Flores, incienso y cocos. | FOTO: Mila Ojea

Y se abrazan como sólo se pueden abrazar dos mundos distintos que se han encontrado en medio de una tragedia. Él desde la cúspide de su puesto diplomático, ella desde el suelo de madera donde cada día teje sus hilos.

También Camboya es un mundo distinto al mío, pero tan extrañamente cercano cuando, como aquella mañana, caminaba entre las flores y los niños y el aroma del incienso encendido y clavado en las cenizas del templo. Nada allí resultaba insignificante. Las mujeres que trenzaban los lotos entre sus diminutas manos podrían ser, cualquiera de ellas, esa tejedora que hablaba con Sergio en la ficción de una pantalla de cine. O yo con mi cámara de fotos  y mi pulsera de flores para ayudarme a seguir camino y entender que la vida es tan simple y complicada a la vez.

443S. y su loto de la suerte entre el tráfico de Siem Reap. | FOTO: Mila Ojea

Nadie ha elegido el punto de comienzo de su vida ni el país donde le ha tocado nacer. No siempre está uno donde debe estar y es injusto. Pero seguro que, en algún momento, hemos necesitado un abrazo que nos salvara. Todos merecemos la buena suerte pero es difícil encontrarla. De modo que continuaremos levantándonos cada día para seguir soñando. Y soñaremos, tal vez, que nos convertimos en nube para viajar de vuelta a donde nacimos. Y llovernos, mansamente, sobre la tierra.

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