Venres. 29.03.2024

Todos los caminos son nuevos

En la mitología griega, Kairós es uno de los dioses del tiempo, pero el concepto de su nombre va más allá: kairós es el instante en el que algo importante sucede, un fenómeno meteorológico emocional, una experiencia plena. Qué mejor lugar que la pequeña isla griega de Sifnos para sentirlo y dejarse llevar...
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Vista del hotel Kamarotí. | FOTO: Mila Ojea

Ahora que las horas navegan lentamente, los días aún son largos y espesos y el lomo dorado del verano empieza a curvarse, permítanme que les lleve a un lugar en el que la luz reina sobre las flores, el agua refleja un cielo azul prístino y cargado de pureza, y de fondo musical se escucha el canto repetitivo y estival de las cigarras y las campanitas de las cabras que pastan tranquilamente.

648Típicas casas de la isla de Sifnos. | FOTO: Mila Ojea

Pues ya estamos en el futuro y lo sé porque este ha sido mi primer destino elegido después de pasar quince meses en dique seco, paralizada, a la espera de lo que tuviera que venir. Al fin solté amarras, tomé un autobús, un vuelo y un ferry para llegar a la pequeña isla griega de Sifnos, que me esperaba coqueta y callada, solitaria aún, como un secreto guardado que flotaba sobre la marea para permitirme empezar de nuevo, reforzar los andamiajes, es decir, para estrenar el mundo.

Después de todos los ruidos y todos los silencios, de toda la fatiga y la galerna, mi elección fue este país al que amo, este mar al que amo y esta ínsula cicládica a la que empecé a amar desde el primer momento en que puse un pie en ella.

649Vista del hotel Kamarotí con el mar al fondo. | FOTO: Mila Ojea

Allí, en la costa este de Sifnos, en lo alto de la cala rocosa de Poulati, dos hermanos madrileños, David y Víctor, han soñado un hotel en el que resguardarse de los patrones establecidos y el desdén, donde celebrar la alegría, donde estirar el tiempo, y lo han bautizado con el nombre de Kamarotí. Construido en forma de anfiteatro, mezcla sus villas y suites con una vegetación exultante, cuidada con mimo, respetando cada rincón, cada sendero empedrado y las varias alturas que contiene.

Su amor por esta tierra les fue transmitido por su madre, y en julio de 2011 abrieron las puertas de su proyecto hecho realidad. En él invierten mucho tiempo y cuidado para que resulte perfecto al viajero que llega aquí en busca de un hogar temporal pero acogedor. El trato es especialmente amable y familiar.

650Mi suite. | FOTO: Mila Ojea

En una de las suites me alojé varios días, protegida en el frescor curativo de sus paredes, mientras afuera apretaba un sol pertinaz. Allí leía, escuchaba música, escribía y volvía a entusiasmarme ante el mapa de un territorio desconocido y palpitante, que me esperaba para reconocernos uno al otro con detalle. Veinticuatro horas después de llegar ya estaba perfectamente situada y sabía de todos los pueblos, cruces, iglesias y playas que quería habitar. Por fin volvía a respirar el mundo y observarlo a través del objetivo de mi cómplice cámara de fotos.

651Reflejos en la piscina. | FOTO: Mila Ojea

La estrella del conjunto es una piscina dividida en dos partes y que resulta el espejo de los olivos centenarios que se yerguen poderosos. Asomados desde el borde del agua, han visto pasar tantos años como tienen estas tierras pobladas de calma y viento. Al fondo aparece, apenas perceptible, el que se convirtió en mi lugar favorito de la isla, el pueblo de Kastro, del que les iré contando poco a poco. Enmarca esa línea recta que supone el comienzo y el final del Egeo y el cielo, a veces tan difuso pero siempre en equilibrio.

Uno vive consigo mismo desde siempre y para siempre. Resulta una percepción casi molecular, como si pudiéramos elevarnos para observar desde arriba lo que somos. 

652Barra del hotel Kamarotí. | FOTO: Mila Ojea

Por las mañanas me premiaba con un merecido desayuno, servido por el encantador Giorgos –con una risa contagiosa e inolvidable-, sin prisa a la sombra de los árboles, con la lavanda y hierbabuena en armónica unión a  mi alrededor, alargando el momento lo máximo posible entre zumo de naranja, bizcocho de chocolate con almendra laminada, café, mermeladas, y mis gafas de sol para apaciguar la primera ceguera matutina. También, siempre, un buen libro. No necesitaba más para ser feliz. Que no les engañen: los detalles tienen más importancia que las cosas grandes.

653Los olivos y el mar. | FOTO: Mila Ojea

Los griegos tienen una palabra, kairós, que representa el instante oportuno, el momento propicio, aquel lapso de tiempo en el que algo importante sucede. Una tarde cualquiera, mientras nadaba en soledad en aquellas aguas turquesas, observando la caída cíclica de las hojas del olivo que se mezclaban con los cuerpos cristalizados de los insectos y el abrazo de las buganvillas sobre los muros de piedra, me vi sumergida en ese instante enigmático en el que uno se da cuenta de que ya se conoce demasiado a sí mismo. Había entrado en la serenidad y todo en mí era clarividencia.

No resulta fácil alcanzar ese punto en esta tarea extractiva constante que ejerzo sobre mis pensamientos y emociones. Hay que remover, excavar, alcanzar la llaga, soltar, ensamblar, ordenar variaciones y combinaciones, clasificar, reemplazar una y otra vez, conectar, pulir lo artificial y lo imperfecto hasta llegar a la partícula y la esencia, aquello que nos sostiene y sobre lo que todo gira. Pero allí estaba, ligera al fin, liviana y tranquila, horadando en mi propio kairós bajo el cielo perlado del estío.

654Rincón de lectura de mi suite. | FOTO: Mila Ojea

Uno vive consigo mismo desde siempre y para siempre. Resulta una percepción casi molecular, como si pudiéramos elevarnos para observar desde arriba lo que somos. No hay escapatoria ni equipaje ni puerta de salida posible. Debemos saber a quién –o a quiénes- pertenecemos, acariciar esa íntima corteza y ser conscientes de que nada nos llevaremos al otro lado cuando toque cruzar la última frontera.

Mientras me dejaba acariciar por ese verano griego que me recibió con inusitada alegría, suscribí este pequeño testamento vital que dictó Manuel Jabois: Pese a los rumores, yo no me suicidaré. Seré un viejo al que sus vecinos tengan por raro, porque despreciaré la compañía de la gente y viviré sin certezas. A veces hablaré con alguien en el bar de abajo para comentar algo sobre el Real Madrid; volveré rápidamente la mirada hacia el periódico para cerrar la conversación, y me retiraré diciendo sin euforia “hasta mañana”. Apenas tendré en la vida uno o dos deseos. Leeré mucho, pero sólo dos o tres libros descubiertos muy tarde. Perderé la cuenta de las veces que los habré empezado y acabado. En primavera saldré a pasear, me adentraré en el bosque que rodea el río y, cuando ya nadie pueda escucharme, cantaré para no perder la memoria, porque los viejos cuando cantan no se acuerdan de la muerte.

655Flores en la entrada al hotel. | FOTO: Mila Ojea

Un día antes de partir y dejar atrás este paraíso que me llenó de paz, escribí a mi amigo L. –que me esperaba en Atenas- para decir simplemente lo siguiente: aún no me he ido y ya quiero volver. Me contestó que eso era exactamente lo que él sentía siempre en Grecia. Venimos del pasado para inaugurar una nueva etapa en esta ruta incansable que es la vida. Es así cómo, al fin, todos los caminos vuelven a ser nuevos.

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