viernes. 19.04.2024

Todo lo que cabe en una maceta

Filipinas es un enjambre de islas y hoy nos detenemos en un recodo de arena llamado Vivian Beach, donde cabe una jungla, una playa y el encuentro con uno mismo. Asomarse a la belleza es lo único que puede salvarnos en estos tiempos de cansancio y ruido.
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Una bangka en la orilla de la playa filipina Vivian Beach. | FOTO: Mila Ojea

Hace doce años, cuando compré el apartamento que ahora es mi hogar, encontré dos maceteros con tierra seca que dejaron los anteriores inquilinos. Estaban colgados de las ventanas del que ahora es mi dormitorio y creo que los olvidaron porque parecían inertes. Como mi madre tiene el envidiable talento (que yo no he heredado) de dar vida a cualquier rastro vegetal y lo ejerce con pasión, le llevé los maceteros para que plantara sus semillas y les diera una segunda oportunidad de ser útiles, sabiendo que yo nunca lo lograría.

Los puso en su balcón y no sé si removió la tierra y encontró algo, el caso es que empezó a regarlos y mimarlos. Tiempo después, varios meses, recuerdo, en una de mis visitas para comer juntos y vernos y abrazarnos –ya saben, todas esas cosas tan necesarias-, me pidió que la acompañara a la terraza para mostrarme algo. Y allí estaban los maceteros, repletos de flores violetas, exultantes, ofreciéndose al sol. Un pequeño milagro había sucedido y resultó que la tierra yerma escondía aún un resquicio de vida.

540El mar azul y los horizontes de Filipinas. | FOTO: Mila Ojea

Desde entonces, cuando la primavera empieza a despertar, ese acontecimiento se repite puntualmente. Renacen esas flores violetas y puras que nos recuerdan que ciertas cosas sólo están dormidas esperando el momento de celebrar su aparición. Así fue la semana pasada, una vez más. Mi madre y yo, frente a los viejos maceteros, doce años después, volvimos a sorprendernos por esa exhibición de belleza que nos contemplaba bajo el tibio primer sol de marzo. Y comprendí lo evidente. Sí: en una maceta cabe un jardín. También un huerto, también un bosque.

Y de un jardín quiero hablarles hoy, pero uno tan mayúsculamente bello que todos deberían visitarlo alguna vez. Para ello nos vamos a un país hecho de agua, Filipinas; a una isla hecha de piedra, Palawan; y una zona hecha de sangre y fuego, Coron. Y naufragamos placenteramente en una playa solitaria con nombre de mujer: Vivian. Hoy atracamos aquí para soñar y reconciliarnos con el mundo.

541Vista de Vivian Beach. | FOTO: Mila Ojea

Esta playa diminuta, abrazada por una vegetación que parece querer engullirla para que nadie pueda descubrirla, tiene unos merenderos en los que resguardarse a la sombra del tiránico sol filipino. Y en su parte izquierda, una familia ha construido una casa de madera tan frágil que sospecho que el más mínimo soplido de viento se la puede llevar hasta Australia sin el menor esfuerzo.

P. y yo llegamos en una bangka, la embarcación típica de estas tierras, que sirve tanto para pescar como para pasear a los turistas de isla en isla. El agua es tan cálida y transparente que al saltar desde la cubierta podemos ver bien dónde caer para no dañar a las estrellas de mar que abundan por aquí.  Después de un relajante baño, de dejarnos flotar y acunar como tablas sobre esa lámina líquida y turquesa, nos sentamos en una roca para secarnos bajo los rayos de sol. En la casa, a la que se llega a través de una pasarela de madera sostenida por columnas y agarrada a la piedra, estaban cocinando y los niños nos saludaban desde allí. Había al menos media docena y de todos los tamaños, no sé cómo cabían dentro de la maltrecha construcción.

542La casa de madera de Vivian Beach. | FOTO: Mila Ojea

En cualquier caso eran una imagen perfecta de felicidad. Sus risas no dejaban de hacer eco por toda la playa, como si rebotaran en las palmeras y se extendieran en kilómetros a la redonda. Nos miraban curiosos y apenas se acercaron, nos dejaron disfrutar de nuestro ratito de charla y sosiego. También había un par de perros que husmeaban a nuestro alrededor sin molestar y volvieron con la familia.

Me pregunto cómo es la vida de esta gente cuando el sol se pone y el manto de la noche lo cubre todo. Los imagino alrededor de la hoguera contando historias y mirando a las estrellas, ajenos a esa locura que a nosotros nos corroe, nos desquicia y nos avejenta día tras día: semáforos, gritos, despertadores, bocinazos, sirenas de ambulancias, el timbre triste del microondas, alarmas y demás caos. Aquí no existe nada de eso ni falta que hace. Con su barco amarrado al pie de la casa, se les ve encantados dentro de su piel, dueños de su destino. No hace falta nada más.

543Disfrutando de un baño. | FOTO: Mila Ojea

Y así pasamos las horas P. y yo, nadando, buceando, tumbadas en la arena fina como harina, con la brisa agitando los árboles y una lluvia de pétalos sobre nosotras, hablando, hablando tanto. Felices lejos de nuestra vida de todos los días -de la prisa y los horarios y el implacable enero que nos esperaba en casa- que era lo que veníamos a buscar en este país. Aprendiendo el noble arte de no hacer absolutamente nada.

A veces sólo es cuestión de regar un trozo de tierra que parece muerto. El tiempo hará el resto. Si en una maceta cabe una jungla, imaginen lo que cabe en una isla: un mundo entero.

544Las flores de Vivian Beach. | FOTO: Mila Ojea

Cuando en el mes de diciembre llegué a mi ciudad natal, después de un año de no ir, buscaba. En las higueras y el olivo, en el ciruelo y los duraznos, en el cajón de los cubiertos, en los portarretratos, en las cajas de juguetes que ya nadie abre. Buscaba en las fachadas de los edificios, en la placa que anuncia el nombre del Conservatorio de Música al que fui cuando era niña, en los adoquines, buscaba en los saludos a los comerciantes a los que ya no conozco, buscaba en el canto de los horneros y en las piñas caídas de los pinos, buscaba en los abrojos. ¿Dónde está?, me decía, ¿cuándo llega? Creí que, al cabo de un año de no estar allí, de no ver a mi padre ni a mis hermanos, de no pisar el patio de mi infancia, de no aspirar el olor del tilo de la casa de mi abuela, de no ver la rosa que plantó mi madre, después de ese abismo de tiempo, algo tenía que suceder. Algo duro y deslumbrante. Así que después de manejar dos horas por la ruta entre campos de maíz y bajo un cielo azul que parecía hecho de agua, llegué a la casa. Era jueves. Mi padre, al escuchar el auto, salió seguido por los perros, abrió la reja, dijo ‘hola’ y no pasó nada. Esa noche nos sentamos en torno a una mesa de granito bajo la luna de verano, comimos asado, bebimos, conversamos, gritamos un poco. Después, me fui a dormir a un hotel, lejos de ese sitio en el que dormí durante diecisiete años, lejos de ese cuarto donde escuchaba canciones de Abba mientras hacía la cama o los deberes del colegio. En el parque del hotel, la piscina temblaba como una cicatriz azul. Hubiera querido contagiarme del agua mojada por las luces, hubiera querido ser eléctrica, sentir fuerte, pero no, sentí apenas una emoción tenue, civilizada. Eso fue todo. Como si hubieran hecho el mundo para mí y me lo hubieran dado para que jugara un poco con él antes del estreno o del derrumbe, escribió Leila Guerriero.

545La soledad de los rincones. | FOTO: Mila Ojea

En Vivian beach no hay preguntas pero todo está lleno de respuestas. En este Edén mínimo -una axila de arena en una roca que emerge a una altura insolente- no sucede nada pero sucede todo. Y el secreto es revelado al fin: vivan, vivan todo lo que puedan, atrapen el momento y no lo dejen escapar. No empiecen jamás una frase con la expresión “y si…?”. Huyan del ojalá, del quizás, de lo que no existe. Por algo el mundo tiene lugares como este, de una belleza escandalosa, en los que poder empezar de cero. A veces sólo es cuestión de regar un trozo de tierra que parece muerto. El tiempo hará el resto. Si en una maceta cabe una jungla, imaginen lo que cabe en una isla: un mundo entero.

546Horizonte y agua. | FOTO: Mila Ojea

Duerman hasta el atardecer. Eleven la vista para mirar las estrellas. Descorchen un día cualquiera una botella de vino que tengan guardada para una ocasión especial. Porque sí. Porque les da la gana. Detengan el reloj y las ausencias. Horneen galletas. Escuchen antes de hablar. Arrastren los dedos sobre las teclas de un piano. Bailen sin mesura ni vergüenza. Llamen por teléfono a alguien a quien hace tiempo que no le dicen que le quieren. Suban el volumen de la música. Más. Más todavía. No olviden que pueden tener la edad que quieran tener. Enfréntense a un miedo. O a dos. Amen del todo, violentamente, aunque duela, aunque desangre. ¡Incéndiense! Cuando quieran ver el mundo, asómense a los ojos de la gente –sí, ahí está-. Suban a un avión, cualquier avión. Permitan a un pájaro anidar en su alma. Cojan una manzana de un árbol y aspiren su dulzor. Escuchen la lluvia, simplemente, dulcemente. O mejor: la tormenta. Dejen de quejarse. Sobre todo por las cosas que son inevitables. Asuman que todo lo que piensan puede matarles. Apunten en una libreta cosas que quieran contarle a la persona que serán dentro de diez años. Vuelvan a plantar la semilla de la ilusión y esperen a que crezca. Siempre hay un punto desde el que partir y llegar, de nuevo, a uno mismo.

Todo lo que cabe en una maceta
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