Los gorriones de Mai Châu

Una mujer entre los cultivos del pueblo vietnamita de Mai Châu. | FOTO: Mila Ojea

Las mujeres de los arrozales vietnamitas son un ejemplo de tesón, belleza y alegría. Reinan sobre una alfombra verde de agua y sonríen tímidamente cuando una extranjera las observa con ternura, cautivada por su intenso quehacer y su bucólica calma. 

 

Hay un pueblo en Vietnam donde la gente vive de forma sencilla, el paisaje cotidiano son los arrozales y el trabajo rural supone una dura tarea. Se trata de Mai Châu, en la provincia de Hòa Bihn, al noroeste del país. Aquí pasé unos días disfrutando de largos paseos en bicicleta, mezclándome con los habitantes de este pequeño punto del mapa, practicando el placer de la observación y aprendiendo sobre la importancia del agua para el desarrollo de la vida.

Rostros desgastados por el sol y el tiempo. | FOTO: Mila Ojea

Aquí conviven en paz varias etnias como las Dzao, Muong, Cha Long o Thai. En los alrededores de la localidad, cualquier sendero conduce a grandes extensiones de arrozales donde el sol se refleja como un espejo. Los autóctonos pasan en sus motos, protegidos por los típicos sombreros vietnamitas, portando cualquier tipo de planta o animal, los niños sonríen desde el patio de la escuela y te saludan al pasar, y los búfalos se bañan con parsimonia en los charcos. Una estampa bucólica y perfecta de este verde país.

En la huerta. | FOTO: Mila Ojea

En ese escenario de campos y arroz transcurre la vida lentamente, con una inusitada paz, sólo los pájaros y el agua ponen banda sonora a este rincón perdido del mundo. Pude caminar, escribir y despejar mi cabeza durante unos días inolvidables. Pero lo que más me gustó de Mai Châu no fue la tranquilidad de sus calles, ni que la aldea pareciera acurrucada entre las montañas, ni la grandiosidad esmeralda de sus cultivos. Tampoco las cabañas sobre pilares de madera, ni el cielo mirándose en sus ríos, ni las risas musicales de los niños. Ni siquiera las pequeñas tiendas de arte tradicional, o los cafés que olían a frutas o ese sol que cegaba antes de  esconderse detrás del valle. No…

Agachadas o en cuclillas, flexibles y acuáticas, aplastadas por el calor y la humedad, destacaban como un puntito de color en el tapiz alfombrado de arroz y legumbres con un fondo de palmeras.

Cabañas entre los cultivos. | FOTO: Mila Ojea

Lo que me encantó de este pueblecito sencillo y en calma fueron sus mujeres. Desde el alba se afanaban en los campos, metidas en el barro y el lodazal con el agua hasta las rodillas, con las manos desgastadas y secas de trabajar, partiéndose el lomo literalmente. Se ocupaban minuciosamente de plantar el arroz, limpiar las malas hierbas, regar y rehacer los maltrechos caminos de tierra. También de regalar una caricia a sus hijos cuando estos aparecían alegres por allí.

Mientras los hombres dormitaban en sus rudimentarias hamacas o transportaban en moto sus materiales, eran ellas las que movían el mundo. Ese pequeño mundo que habitaban y lo hacían tan grande. Agachadas o en cuclillas, flexibles y acuáticas, aplastadas por el calor y la humedad, destacaban como un puntito de color en el tapiz alfombrado de arroz y legumbres con un fondo de palmeras. Me deslumbró su poder, su saber hacer, sus sonrisas tímidas cuando me veían acercarme con la cámara en la mano.

Ocupándose del regadío. | FOTO: Mila Ojea

Había muchas que no se atrevían a mirarme mientras las fotografiaba, otras posaban sonrientes y hablaban entre ellas señalándome con risitas porque no podían entender la belleza de las imágenes que yo estaba captando en su rutina diaria. Es tan difícil verlo a veces, saber que uno es poseedor de la felicidad más pura, apreciar el tiempo y el entorno propios frente al ajeno, desterrar toda pretensión superflua.

Algunas –pocas- se mostraban especialmente serias mirando directamente al objetivo, y cuando me acercaba en son de paz para mostrarles en la pantalla el resultado de las fotos, cómo eran ellas a través de mis ojos, sus rostros se iluminaban, sonreían complacidas y asombradas de verse a sí mismas. La mirada lo es todo. Su generosidad, también.

Los fértiles arrozales. | FOTO: Mila Ojea

Era en ese momento cuando yo descubría que tenían los dientes negros –o ni siquiera les quedaban dientes- y quizás por eso no se atrevían a sonreír abiertamente al verse sorprendidas por la cámara que apunta silenciosa, discreta, y dispara robando ese instante íntimo de su rostro.

El destino siempre provee de historias, recuerdos e imágenes imborrables. Las pequeñas cosas suceden todos los días en todas partes, en eso reside su encanto. Hay que cuidar el detalle de lo cotidiano. El contacto humano es un lujo necesario al alcance de cualquiera. De todos los minutos que marca un reloj podemos aprender algo, hemos de saborear el presente. Huyan de la desidia. Amen, pero amen bien.

Gentes y momentos. | FOTO: Mila Ojea

-Càm ón ban –decía yo en mi torpe vietnamita. Gracias. Y se reían sorprendidas por el esfuerzo lingüístico de esa extranjera rubia que se adentraba en los campos para observarlas con curiosidad. Es ley del viajero ser siempre respetuoso al máximo y no traspasar ciertas líneas éticas que suponen invadir la vida de los demás o trastocarla.

Recuerdo especialmente a una, cuya edad no sabría calcular, que apareció caminando encorvada y portando varias cestas, que sujetaba a su cintura y a la cabeza, para llevar las hortalizas. Transportaba tanto peso que intentaba amortiguarlo con las manos sobre la cinta ancha de su frente. Nos hablamos por señas pero fue difícil entenderse. Quería que le regalara un bolso de tela en el que yo llevaba mi material de fotografía. Apenas tenía dientes y parecía especialmente cansada y turbada. La vi desaparecer por un polvoriento camino con sus cortos pasos, agotada por la vida y el tiempo, sin fuerzas apenas para seguir luchando. Me dejó una escarcha de tristeza helada en el corazón.

Paisaje vietnamita. | FOTO: Mila Ojea

La fortaleza y humildad de todas estas féminas me recordó a los gorriones que describía Miguel Hernández en esta joya de cuento inconcluso: Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su infancia perpetua les ha dado.

Retratos de vida. | FOTO: Mila Ojea

Todas y cada una de esas mujeres me parecieron fabulosas, poderosas y admirables. Pequeñas como gorriones, sí, pero exultantemente hermosas. Eran y serán para siempre el símbolo de Mai Châu y Vietnam entero en mi recuerdo. Coquetas con sus coloridos pañuelos cubriendo el pelo, delgadas y flexibles como juncos, erigidas reinas naturales del valle, acróbatas recolectoras, con sus sombreritos circulares de paja bordada y la blanca timidez de sus sonrisas. Intactas eternamente en mi memoria.