viernes. 19.04.2024

El hambre incansable

La vieja Ceilán guarda su esencia en vagones oxidados que siguen recorriendo vías centenarias. Desde aquí podemos evadirnos en la visión de campos de té, colinas solitarias, gentes que van y vienen y el movimiento continuo de la vida. Suban conmigo al tren 669 con destino Nuwara Eliya y déjense llevar...
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Campos de té vistos desde el tren cingalés con destino Nuwara Eliya. | FOTO: Mila Ojea

Si hay un medio de transporte que apenas he utilizado y sin embargo me fascina, ese es sin duda el tren. He tenido pocas ocasiones de emplearlo por diferentes motivos pero cuando he podido subirme a uno, me ha parecido la manera más cómoda de viajar por la amplitud de los asientos, el poder ir leyendo o escribiendo mientras me muevo, las vistas que ofrece -suelen ser privilegiadas-, esa despreocupada posesión del tiempo y las innumerables posibilidades de conocer a gente interesante.

607Hombres sobre los raíles. | FOTO: Mila Ojea

Hoy nos movemos por el país del té, Sri Lanka, para hacer el recorrido desde la ciudad de Kandy a Nanu Oya. Kilómetros y kilómetros de naturaleza mezclada con pueblos en perfecta armonía. Los campos de té alfombran el paisaje, peinando las colinas en las que se asientan, y dejan entrever ríos, montañas, bosques y niños sonrientes –esos últimos trazos de inocencia a punto de desaparecer- que saludan con entusiasmo al pasar. No importa que el coche sea más rápido, este es un trayecto para disfrutar, para dejarnos envolver por el ambiente, para entrar en la leyenda.

608Un árbol solitario sobre la colina. | FOTO: Mila Ojea

Conseguir los billetes fue difícil, pues para los autóctonos es su medio de transporte preferido y para los extranjeros el precio resulta tan ridículo que unos y otros abarrotan los vagones. Retrasamos nuestra llegada a Nanu Oya un día entero porque era imposible comprar las dos plazas que necesitábamos L. y yo.

El segundo día que lo intentamos, tras perder veinticuatro horas en una ciudad que ya teníamos vista, me armé de paciencia, puse mi mejor sonrisa –esto es lo más importante-, vocalicé a la perfección mi inglés y me lancé al ruedo con el hombre que me atendió en la taquilla. Al principio me dijo que estaba lleno y yo le conté una “película” dramática sobre nuestras vicisitudes para cumplir nuestro plan de viaje y el sueño de subir a ese tren, hasta que conseguí enternecerle y doblegar su corazón.

609Estaciones y paisajes. | FOTOS: Mila Ojea

Entonces me ofreció la posibilidad de venderme un par de plazas en primera clase como única salvación. Por supuesto acepté, teniendo en cuenta que la diferencia de precio a él le resultaba desorbitada y a mí me parecía ínfima, por lo que el acuerdo fue sellado allí mismo con plena conformidad por ambas partes. Aún recuerdo la cara de L., que me esperaba de pie a unos metros, entre la multitud, expectante, cuando la miré y sonreí triunfal. Seguíamos en marcha.

610Rostros en el vagón. | FOTO: Mila Ojea

Al día siguiente, a la hora convenida, ocupamos nuestros asientos y pusimos rumbo a Nanu Oya. Lo que imaginábamos un exceso de opulencia al saber que viajaríamos en primera clase se nos cayó enseguida cuando localizamos las plazas y vimos que eran como las de cualquier tren de cercanías español. El lujo tiene muchas caras y en cada país es diferente. Nosotras fuimos encantadas en aquel modesto vagón donde, al poco de partir, la gente –prácticamente todos extranjeros como nosotras- empezó a levantarse y asomarse a las ventanillas para hacer fotos, pasear por el vagón con plena libertad de movimientos y asomarse sin restricción alguna a las puertas abiertas para disfrutar del paisaje y un soplo de aire fresco en el rostro.

611Una vieja estación. | FOTO: Mila Ojea

Pues allá íbamos felices en el tren 669 de la ruta Kandi-Ella, aunque nosotras nos bajábamos antes para que nos recogiera un coche en Nanu Oya, donde iban nuestras maletas, y que nos llevaría a nuestro destino, Nuwara Eliya. Liberadas de peso, sólo tuvimos que dedicarnos a disfrutar de la que está considerada una de las rutas de ferrocarril más bellas del mundo. Damos fe de ello.

Su encanto reside en la mezcla social, el colorido oxidado de la vieja Ceilán, los abrumadores aromas y sabores, la brisa metálica de las montañas llenando los vagones y el alma aventurera henchida por la fortuna de ser partícipe de todo esto.

612Parada para aprovisionamiento. | FOTO: Mila Ojea

Durante el trayecto, pasan por los vagones diferentes vendedores de fruta, samosas o frutos secos, de modo que no hay por qué pasar hambre hasta llegar a la estación final. También aparecen mujeres y hombres cingaleses en las paradas intermedias para ofrecer todo tipo de alimentos. Es bonito observar los movimientos de la gente en los andenes desde la ventanilla, o los animales cruzando las vías sin temor alguno, acostumbrados al sonido del tren y su paso regular por los pueblos que tapizan el paisaje.

613Los colores de Sri Lanka. | FOTOS: Mila Ojea

La gente canta, se sientan en las puertas con las piernas colgando y hay un ambiente festivo en todo momento. Es una experiencia que pocos países ofrecen de este modo. Su encanto reside en un conjunto de elementos que cautivará a cualquier viajero: la mezcla social, el colorido oxidado de la vieja Ceilán, los abrumadores aromas y sabores, la brisa metálica de las montañas llenando los vagones y el alma aventurera henchida por la fortuna de ser partícipe de todo esto.

614Campos de té peinados por el viento. | FOTO: Mila Ojea

En los vagones de primera clase existe el privilegio de tener aire acondicionado y por ello no se pueden abrir las ventanillas. Para hacer buenas fotos es mejor viajar en segunda clase, donde sí podemos sacar las cámaras, a gusto del viajero. La gente se mueve mucho a lo largo de todo el tren, hay libertad total y poco peligro, pues circula a una velocidad tan lenta que resulta muy estable. Se verán encandilados por todo lo que existe más allá del cristal de las ventanillas: pintorescos pueblos, fábricas de té con tejados de lata, gentes que van y vienen, cascadas recónditas, bosques de pinos, puentes derribados, musicales ríos, onduladas colinas y una vegetación selvática que cubre siempre las panorámicas.

615El vagón abandonado. | FOTO: Mila Ojea

El ferrocarril de Sri Lanka fue inaugurado por los colonos británicos en 1864. Desde entonces apenas ha cambiado, los trenes que se utilizan siguen siendo antiguos, y esa cultura ferroviaria continúa desafiando a las rutas por las Tierras Altas de este país con forma de lágrima. Convendrán conmigo en ese romanticismo que desprende hacer una ruta como esta, pasar una mañana entera para recorrer un trayecto de 70 kilómetros en vagones viejos y desvencijados, cuando lo que menos importa es el tiempo. Aquí sólo cuenta la emoción, la experiencia y el recuerdo que nos quedará de ambas: es decir, todas las certezas.

616Instantáneas robadas a la vida. | FOTOS: Mila Ojea

Como les conté al principio, he viajado poco en tren y lo lamento, porque su encanto es extraordinario. Quizás por eso este recorrido me pareció genuino y singular, y no sólo cumplió mis expectativas de viajera incansable sino que las superó. Todo fluía alrededor y la apabullante belleza nos traspasaba. De algún modo estábamos cultivando la vida y atesorando aquello que permanece.

617El mundo desde el tren. | FOTO: Mila Ojea

Sobre trenes, escribió Joana Bonet este texto maravilloso con el que me evado al recuerdo de nuestro viaje: De adolescente, cuando estudiaba BUP, recorría cada día 80 kilómetros en un tren que muy de mañana olía a azufre y de noche a tabaco mojado. Aquellos vagones de ´sky´ descorchado contenían retazos fugaces pero intensos de la condición humana. Estaban casi todos: gente que antes de tomar asiento al lado de un negro se quedaban de pie junto al lavabo, blancos que dudaban de la buena reputación de una chica por su minifalda, novios que agotaban el final del trayecto para acurrucarse en una esquina y exigirse amor eterno, mujeres rotas por dentro, sin trabajo, sin piso, con hijos. Cuando llegaban a destino los perdía, y con ellos se diluían sus relatos y sus gestos, pero a más de uno seguí acompañando en la memoria y compré para ellos un billete de vuelta. Así aprendí el mecanismo para imaginar las secuelas de la vida que no me habían escogido como testigo. Tengo la certeza de que cuando imaginas, desafías el curso natural de la vida y restas posibilidades a que aquello que el pensamiento ha recreado se produzca en la realidad con los mismos matices. Es otra metáfora de la libertad: fantasear es gratis pero responsabiliza y sujeta los ideales con dos tornillos. No vale con imaginar que el dulce chico del tren te preparará cada día el desayuno, también hay que comer y cenar para llegar a destino, dentro de diez años, tal vez dentro de cincuenta, apurando el abrazo hasta el final del viaje con respeto y con placer.

618Los niños que salen a ver el tren. | FOTO: Mila Ojea

Nos quedan muchos trenes por coger, muchos caminos por hacer y muchos abrazos que guardar. Y siempre, siempre, la poesía. No cabe todo en la misma maleta. Cada cosa a su tiempo y cada uno en su lugar. Lo principal es el viaje y los que en él nos acompañan voluntariamente. Atrás quedan las plantaciones de té, el más allá de los océanos, los árboles solitarios y plenos de flores, la sonrisa de L. en la estación de Kandi cuando logramos comprar los billetes, los apegos y las celebraciones, la incertidumbre que guardaba el destino –ahora lo sé- y aquel coche que corrió paralelo a nosotras, privilegiadas que sólo íbamos cargadas de memoria, aprendizaje y un hambre incansable por la vida.

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