viernes. 19.04.2024

Guarden siempre un verano

Hay que guardar un verano dentro de nosotros, al que agarrarnos cuando los días cuelguen sobre el vacío de un año devastador como ha sido este 2020. Abramos la puerta a la esperanza de volver a ser los que fuimos. 
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La soledad en laguna Honda, en el altiplano boliviano. | FOTO: Mila Ojea

Inés, fotógrafa argentina, 35 años, pelo negro, corte bob, embarazada de su primer hijo, se sienta mirando a la cámara y relata:

-Me pongo al sol y me pica la espalda, o acostada a la sombra, el viento me pone la piel de gallina. Así, atravesando mi cuerpo, mitad por el calor y mitad por el frío, consigo la temperatura perfecta. Me tiro en el pasto con bikini y suéter a disfrutar mis vacaciones. Todos los veranos se proyectan en mi mente al mismo tiempo. Tengo una memoria infernal de los primeros quince años de mi vida. De ahí en más, los recuerdos son la luz que se prende y se apaga, como si no hubiera nada muy importante que retener. Cada vez que llega el verano, mi familia viajaba en caravana al sur. Un ritual que no sólo se repetía todos los años sino que iba sumando adeptos. Mi bisabuelo fue el primero, después mis abuelos con sus hijos, o sea, mi mamá con mis tíos, y por último nosotros, los de mi generación. A los veinticuatro años, mi mamá se casó con mi papá, dos jóvenes aristócratas peronistas enamorados y de esa mezcla nací yo. Llega el verano, el Renault Cuatro verde loro espera reluciente bajo el sol, las valijas entran a presión en el auto y en el hueco que forma una cuna de oro, me acomodan. Mi mamá, con el suéter a rayas estirado por la panza donde duerme mi hermano, es la copiloto. Arranca el motor y el correcaminos se hace un punto verde en el horizonte. Somos los viajeros del tiempo, simples veraneantes desesperados que huyen del calor de la ciudad. Atravesamos el desierto, Piedra del Águila, el Valle Encantado. El camino en zigzag es peligroso pero el dedo de Dios nos indica por dónde ir. La última subida es tremenda y después de dos días de viaje tragando polvo, aparecen ante nosotros las montañas. Eso significa que llegamos.

471Paisajes solitarios en altura. | FOTO: Mila Ojea

Todos soñamos un verano perfecto guardado dentro de nosotros. También una historia y un lugar al que volver cuando las horas malas sajan nuestro corazón como si fuera mantequilla. Para cauterizar las heridas, nos envolvemos en el manto protector de los recuerdos. Aquellos en los que volvemos a ser niños.

Hoy regreso a uno de esos lugares remotos que me gusta evocar cuando el sol no asoma. A 4114 metros de altura, en Bolivia pero casi rozando Chile, vuelvo a la laguna Honda. En las fotos no se ve pero el aire frío corta la cara. Y yo hipnotizada por la belleza inabarcable y la pureza absoluta de este rincón abierto al cielo. Es este uno de esos lugares en los que, al llegar, uno se pregunta cómo es posible que existan y duda de su realidad.

472Flamencos en su naturaleza. | FOTO: Mila Ojea

Unos flamencos solitarios picotean el agua en una zona que parece nevada. El agua salada, a veces verde, a veces violeta, onírica, apenas se mueve. Las corrientes dibujan serpientes en la arena y unos pocos matorrales altiplánicos soportan el envite del viento helado. Tal vez el dedo de Dios también nos indica a nosotros por dónde ir.

Inés sigue contando:

-Las vacaciones avanzan de manera inmejorable. En plena tarde dorada, mi mamá, mi papá y yo emprendemos un segundo viaje, esta vez por agua. El lago está planchado, espejo. Navegamos lentamente, los brazos manejan los pesados remos. Intentan guiar el bote pero no pueden. Llegamos a una isla diminuta. Ahí van a nacer y morir todas las preguntas. Con escaso equilibrio, me paro en la proa del bote. Mi papá, un conquistador en malla, me da la mano. Mi mamá corre a buscar la cámara. Clic. Esta es la única foto que voy a tener sola con mi papá. El invierno llega antes de lo esperado y se lleva todo. El 21 de marzo del 77, desaparece mi papá. Pero esta foto queda. Y fueron muchas las veces que revisé el cajón de la mesita de luz de mi mamá, para mirarla. Es en la imagen que más confío.

473Latitudes y soledades. | FOTO: Mila Ojea

Entonces descubro un par de caravanas aisladas en una lengua de tierra en medio de la laguna. En el agua los flamencos emiten un graznido aflautado con el pico hundido en el arenal. Con el volcán coronado de nieve al fondo, vigilando la escena, envidio la calma de los que allí habitan. No puedo imaginar mejor lugar en el mundo para ser libre, paciente y sosegado. Nadie alrededor, ni un ruido, únicamente el viento como compañero fiel.

Sueño un verano imposible con olor a salitre, una búsqueda y una huida calmada, el hallazgo de ese paisaje narcótico que me hace volar a otro tiempo, a otra persona que era entonces y nunca volveré a ser. 

474A los pies de los volcanes. | FOTO: Mila Ojea

Como si estuvieran en medio de la luna, invento una vida para ellos, los que moran en la placidez de la tarde. Y los visualizo haciendo un té y saliendo afuera a desperezarse, brazos en alto, para después sentarse en esa península que parece apenas sostenerlos, mientras beben y conversan y son bendecidos por el horizonte límpido. Ahí, también, van a nacer y morir todas las preguntas. ¿Quién no ha querido alguna vez escapar, cerrar heridas, lanzarse a lo incierto y dedicarse únicamente a la contemplación del paso de las nubes y las aves…?

-Afuera, en la calle, el Renault Cuatro resiste los inviernos y, para combatir el frío, piensa en cosas lindas. Una y otra vez recorre los valles, las montañas, llega hasta la orilla del lago y mira su imagen perfecta en el espejo de agua. Sueña que es el bote suelto en el lago.

475Colores del altiplano. | FOTO: Mila Ojea

He vivido con Inés, en Inés, durante 82 minutos, lo que dura “La idea de un lago” (Milagros Mumenthaler, 2016). Es ese el tiempo que ha empleado en contarme su/mi/nuestra infancia desde una pantalla de cine. La he visto bailando sobre el Renault Cuatro verde loro, besarse con el padre de su hijo al que ya no sabe si ama, pedir opinión a su madre sobre cosas que ya tiene decididas de antemano y esconderse haciendo trampas como si el mundo no fuera con ella. Las luces se encienden y no estoy en Bolivia ni en el altiplano ni en la laguna Honda pero sigo soñando con lo extinguido. Camino a casa mascando cada detalle que Inés me ha contado.

476Silencio y agua. | FOTO: Mila Ojea

Sueño un verano imposible con olor a salitre, una búsqueda y una huida calmada, el hallazgo de ese paisaje narcótico que me hace volar a otro tiempo, a otra persona que era entonces y nunca volveré a ser. Quiero alejarme de la certeza, diluirme, mezclarme con el agua, ser el agua, disolverme y quedarme allí para siempre. Como la foto de Inés con su papá que nunca se borrará.

477Conquista de la península. | FOTO: Mila Ojea

Guarden siempre un verano para cuando lo necesiten. Un verano fiero, septentrional, desatado. Un verano febril, hormonal, cristalino. Guárdenlo en lo más hondo de su memoria, a salvo de todo lo que ensordece, de lo que ciega, de lo que sangra. Para cuando sus días cuelguen de un precipicio asidos únicamente por un dedo. Un verano henchido de deseo, vestido de tormenta. Un verano que resguarde, que cure, abocado a la esperanza. Guárdenlo a la sombra, a salvo del polvo y la injuria, aunque amarilleen sus páginas. Cautivo hasta que pueda ver la luz, macerado en su propio licor. Guárdenlo bien porque algún día, tarde o temprano, ese verano –lo juro- les salvará.

Guarden siempre un verano
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