Dueños del tiempo

Simbología en detalle del reloj astronómico de Praga. | FOTO: Mila Ojea
Hemos de apresar cada instante en el que somos felices antes de que se evapore, buscar el atajo y la entidad, la perla guardada en la concha sellada. Sólo los relojes son amos del tiempo y el de Praga cuenta tantas historias que es imposible pasar de largo ante su encanto.

El viajero nunca es poseedor de su tiempo porque este es finito. Siempre parece poco, se escurre entre los dedos, se volatiliza en el viento. No puede atesorarse ni encerrarse ni ser controlado. Es maleable, sí, a veces parece estirarse pero es sólo una ilusión, lo normal es que se encoja irremisiblemente y nos haga ser conscientes de nuestra heredada fragilidad. Rema a favor o en contra pero siempre libre.

Fachada de la torre. | FOTO: Mila Ojea

En 1410 el maestro relojero Hanus diseñó y construyó, ayudado por Jakub Cech, el reloj astronómico de Praga, y Jan Taborsky lo perfeccionó en el siglo XVI. Cuenta la leyenda que era tan especial que los ediles dejaron ciego a Hanus para que no pudiera repetir su obra. Él, en venganza, se metió dentro y detuvo su mecanismo, al mismo tiempo que su corazón dejó de latir. Desde entonces, se cree que el movimiento de sus agujas asegura la buena marcha de la ciudad, y si este deja de funcionar trae mala suerte.

El filósofo y el ángel. | FOTO: Mila Ojea

En el año 2002 se detuvo y -coincidencia, quién sabe- el río Moldava se desbordó y la ciudad sufrió las mayores inundaciones de su historia. De modo que cuando volvió a fallar en enero de 2018, la gente entró en pánico. Se decidió taparlo para su compleja reparación y reapareció en septiembre coincidiendo con la fiesta de San Wenceslao, el patrón de Chequia, sin que se apreciaran catástrofes u otras consecuencias.

Leyenda o no, es un reloj único en el mundo. Está situado en la pared sur del Ayuntamiento y se considera el reloj medieval más famoso del mundo, además de ser el símbolo por excelencia de toda la República Checa. Se compone de tres partes: dos esferas y unas figuras animadas.

Color y simbología. | FOTO: Mila Ojea

La esfera superior de la torre es el reloj propiamente dicho y representa las órbitas del Sol y de la Luna. Tiene forma de astrolabio y la Tierra está colocada en la zona central. Los números están escritos en checo, romano y el borde exterior con la tipografía schwabacher en dorado. Tiene un calendario circular con medallones que representan los meses del año y un cuadrante astronómico utilizado para medir el tiempo en la edad Media y la posición de las estrellas. Nada es casual y cada color tiene un significado: el rojo es el alba y el atardecer; el negro, la noche; el azul, el día. Hay, también, una minúscula estrella dorada que muestra la posición del equinoccio de verano.

Fachada de la torre. | FOTO: Mila Ojea

La esfera inferior, por su parte, es un calendario con los meses del año representados mediante las pinturas realizadas por el checo Josef Mánes en 1870. También contiene los signos del Zodíaco, el Escudo de Armas de la Ciudad Vieja en su parte central y cuatro pequeñas esculturas que representan, a la izquierda, un filósofo y un ángel, y a la derecha, un astrónomo y un orador.

Pero lo que más atrae al público es el desfile de las figuras de madera que aparecen cuando el reloj marca las horas en punto desde las 9:00 hasta las 21:00. Estas se ven en las dos ventanas, como un teatrillo de marionetas, que hay sobre la esfera superior y que se abren para mostrar el Paseo de los Apóstoles, precedidos por San Pedro –con una llave porque es el guardián de las puertas del Cielo-, gracias a un mecanismo circular en el interior sobre el que están ubicados, seis a cada lado. Termina con el canto del gallo, añadido en 1882, que aletea  anunciando el cambio de hora.

La Muerte y la Lujuria. | FOTO: Mila Ojea

La figura de la Muerte, en la zona derecha de la esfera principal, es la que marca el comienzo del desfile. Se trata de un esqueleto que blande una guadaña, tira de una cuerda y toca la campana, poniendo en marcha el espectáculo. El simbolismo de la campanada va unido a la cabeza del esqueleto asintiendo porque avisa de que a todos nos espera el mismo destino y es él quien tiene la última palabra. A su lado se sitúa la figura de la Lujuria –un príncipe turco que sostiene una mandolina- y al otro lado de la esfera veremos a la Avaricia -un mercader judío con una bolsa en la mano- y la Vanidad –un hombre con un espejo-. Estas tres figuras niegan con la cabeza la advertencia de la Muerte.

El astrónomo y el orador. | FOTO: Mila Ojea

Se puede subir a la torre y disfrutar de unas vistas únicas de la ciudad y la Plaza Vieja donde se ubica. También es gracioso observar cómo la gente se acumula frente a la torre cuando se acerca el momento del desfile de los Apóstoles. Es muy turístico pero el resultado es un instante mágico y emocionante que el viajero no olvida. Esos sonidos quedan grabados para siempre en su memoria. Y es, por unos segundos, dueño del tiempo.

Ya lo advierte la Muerte después de tocar la campana y sabe que tiene en sus manos dos armas primordiales: la razón y el tiempo. 

Los novios y los globos. | FOTO: Mila Ojea

Recuerdo a una pareja de recién casados que posaban para un fotógrafo a los pies de la torre. Abrazados y sonrientes, agarraban un montón de globos de colores que se elevaban hacia el cielo y la gente respetaba su espacio para retratar aquel momento que era, ya, inolvidable. Al ver de nuevo la imagen me viene a la mente una escena de la serie “High maintenance” en la que un niño va con su padre en un vagón del metro de Baltimore y tiene en su mano un globo violeta. La gente que les rodea está a lo suyo, mirando el móvil, leyendo el periódico, tarareando una canción que suena a través de auriculares. De pronto el globo se escapa de los dedos del niño y vuela por el vagón. Alguien le da un toquecito para que se dirija hacia el niño de nuevo pero, por supuesto, esa esfera morada salta sin dirección alguna, por lo que otra persona también lo lanza de un manotazo hacia otra parte. Y, poco a poco, el globo va volando de un lado a otro del vagón, y todos están riendo y atentos y jugueteando con ese trozo de goma inflado y descontrolado. Y el tiempo –ese tiempo, ese y ningún otro- detenido en el vagón. Y recuerdo que, viendo esa escena sencilla, improvisada pero excepcional, pensé: así debería ser siempre la vida.

La torre del Ayuntamiento. | FOTO: Mila Ojea

La vida es el tiempo que hace. Son las comidas. Los almuerzos en un mantel azul a cuadros sobre el cual hay sal vertida. El olor de tabaco. Queso brie, manzanas amarillas, cuchillos con mangos de madera. No hay una vida completa. Hay sólo fragmentos. Hemos nacido para no tener nada, para que todo se nos pierda entre los dedos. Y, sin embargo, esta pérdida, este diluvio de encuentros, luchas, sueños... hay que ser irreflexivo, como una tortuga. Hay que ser resuelto, ciego. Pues cualquier cosa que hagamos, incluso que no hagamos, nos impide hacer la cosa opuesta. Los actos demuelen sus alternativas, he aquí la paradoja. La vida, por tanto, consiste en elecciones, cada cual definitiva y de poca trascendencia, como tirar piedras al mar, escribió James Salter.

Tiempos dorados. | FOTO: Mila Ojea

Ya lo advierte la Muerte después de tocar la campana y sabe que tiene en sus manos dos armas primordiales: la razón y el tiempo. Hemos de apresar cada instante en el que somos felices antes de que se evapore, buscar el atajo y la entidad, la perla guardada en la concha sellada. Lancen de nuevo el globo cuando llegue a sus manos, no lo retengan, permitan que ese cándido instante de magia sobrevuele otros cuerpos, que el viento empiece a oler a verano y golosina y verbena. Pero, antes, sean conscientes plenamente de esa efímera felicidad, de los huecos de la vida donde se esconde, del metal raro que muscula un corazón, de la pelusilla de posidonia que va recubriendo el alma con el paso de los años. Porque a veces es demasiado tarde. Lo contrario es el olvido.