Xoves. 28.03.2024

En el corazón de la madrasa Ulugh Beg

La edad es sólo un intercambio de dolores, sabiduría y nostalgias entre el cuerpo y el tiempo. Hay lugares que una vez estuvieron llenos de vida y ahora son únicamente el recuerdo de todo aquello que se lleva el viento. Pero es posible que, escondido en el techo de alguna estancia, aún se escuche el latido de un corazón.
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El colorido de la fachada de la madrasa Ulugh Beg. FOTO: Mila Ojea

Todos tenemos algo roto por dentro. También una noche oscura dentro de nosotros que viene a visitarnos de vez en cuando. De esto saben mucho los poetas y los viajeros. Un viaje no sólo termina en un lugar, también en un tiempo distinto al habitual. Nos saca de contexto, nos relativiza y nos enseña a ser otros. El viaje ensancha la mente y da respuesta a todas las preguntas.

Para hablar de esto, nos trasladamos a la ciudad de Bukhara –pronúnciese Bujará-, en un país casi desconocido y que está abriendo sus puertas al mundo: Uzbekistán. Volamos a Asia Central para recorrer estas calles llenas de misterios y tradiciones, un crisol de culturas, y nos encontramos con la madrasa Ulugh Beg.

162La luna sobre la madrasa. | FOTO: Mila Ojea

La madrasa es, básicamente, una escuela o más bien un lugar donde se estudia la religión musulmana. Suelen estar ubicadas en las mezquitas, e incluyen sala de oraciones y estancias para los alumnos. Al principio enseñaban el Corán y la Sunna, pero con el tiempo introdujeron también el estudio de la lengua, el Derecho, la ley islámica, historia, música, medicina, matemáticas y astronomía. Uzbekistán está llena de ellas y hoy quiero enseñarles una de mis favoritas.

Volamos a Asia Central para recorrer estas calles llenas de misterios y tradiciones, un crisol de culturas, y nos encontramos con la madrasa Ulugh Beg.

163Detalles del colorido de la fachada. | FOTO: Mila Ojea

Lleva el nombre del nieto de Tamerlán, conquistador de un vasto territorio que se extendía desde Delhi hasta el Mar Negro, causando miles de muertes a su paso. Llegó a ser el gobernante más poderoso del mundo islámico en el siglo XIV. Temido y respetado  a partes iguales, su presencia en este país es inmensa y sigue ejerciendo una gran influencia. Ulugh Beg, por su parte, fue un importante astrónomo y matemático. Esta, su madrasa, data del año 1417 y es la más antigua de Asia Central.

164Primera vista al acceder al interior de la madrasa. | FOTO: Mila Ojea

Las celdas de su patio interior están dedicadas, hoy en día, a la venta de artesanía y recuerdos del país. Es una política que tiene el gobierno para ayudar a la conservación de sus monumentos: los cede a artesanos que a cambio del mantenimiento disponen de un lugar donde vender sus mercancías. Un centro comercial muy especial, como pueden ver.

Por fuera, la fachada es imponente, pero lo que me fascinó fue la bóveda de la entrada, hecha con azulejos de mil colores y de una belleza hipnótica. Es al cruzar esa puerta y acceder al interior de la madrasa cuando uno se lleva la sorpresa de que parece derruida o a medio hacer. Como algunas personas, cuya apariencia cuidada esconde un interior herido.

165Una puerta convertida en un puesto de artesanías uzbekas. | FOTO: Mila Ojea

Hay pintura desconchada, montones de ladrillos y zonas oscuras pero esconde el alma de un lugar mágico. Y esto es lo que me encantó. Sólo hace falta un pequeño rayo de luz para verlo, iluminar tenuemente este corazón dormido para que vuelva a latir. Quizá por esta sensación fue por lo que la elegí como mi favorita de Bukhara. Despertó en mí cierta ternura.

Era como si necesitara que alguien la mimara, parecía desvalida al lado del resto de madrasas, palacios y mezquitas tan cuidados y brillantes. Puro maquillaje. Los gatos –esos emperadores de lo eterno- pululaban a sus anchas entre escombros y mostradores de telas bordadas y sombreros, y yo iba descubriendo pequeños detalles que eran tesoros para mis ojos.

166Detalles del paso del tiempo. | FOTO: Mila Ojea

Llegué a un rincón del patio abandonado, sin ningún puesto de venta, y vi una escalera medio rota, escondida y sin ninguna iluminación. Tuve que entrar agachada porque era muy baja, incluso para una persona de altura media como yo. Accedí a una estancia oscura y encendí un mechero para poder ver algo y ubicarme. Entonces me fijé en que el techo estaba lleno de dibujos e inscripciones. A nadie parecía importarle aquella habitación, sólo era una sala más, rota y abandonada. Pero ese techo caligrafiado me fascinó. Tuve la extraña sensación de que había encontrado el corazón de la madrasa. Allí dentro latía algo indescifrable que alguien había querido dejar grabado para siempre. Qué historia contaba ese techo nunca la sabré…

167Fachada de la madrasa. | FOTO: Mila Ojea

Con los años he aprendido que la edad es sólo un intercambio de dolores, sabiduría y nostalgias entre el cuerpo y el tiempo. Uno se va dando cuenta, poco a poco, de que pierde elasticidad, empatía y memoria. A cambio gana en conocimiento, paciencia y compasión. Es lo justo.

Eso le ocurría a este edificio. Por fuera era una fachada impresionante, brillante, con todos sus azulejos pulidos y perfectamente colocados, una simetría exacta de elementos y arquitectura. Pero al llegar al patio se veía perfectamente el paso inexorable del huracán que es el tiempo. Piezas rotas, paredes medio desnudas, algún árbol languideciendo. Puro teatro. La belleza externa solapa la herida interna, igual que sucede con las personas.

168Patio interior de la madrasa. | FOTO: Mila Ojea

Lleva más de 600 años en pie y no han sido en balde. Como cualquier ser humano, acusa cicatrices, arrugas, mucho cansancio y achaques varios. Ha visto escribirse las páginas de los días, ha visto la puesta de sol sobre el contraluz de las bóvedas de Bukhara desde su lugar en la plaza que habita, ha sido testigo privilegiado de la vida, de las caravanas de camellos que cruzaban la Ruta de la Seda, y de los vaivenes de cada visitante de la ciudad.

Y, como todos nosotros, sabe de desiertos, de añoranzas y de sequías. Ha visto hacer y deshacer las leyes de los hombres, las tormentas de arena y cruentas batallas que han derramado la sangre del pueblo. Es posible que todo esto lo contara el techo de aquella estancia cerrada que albergaba el corazón de esta escuela coránica.

169Los gatos, esos emperadores de lo eterno. | FOTO: Mila Ojea

Decía el filósofo y escritor Diego S. Garrocho en una charla a propósito de su libro “Sobre la nostalgia” que el presente es un lugar muy inhóspito. El pasado, y curiosamente el pasado más inmediato, se está convirtiendo en el lugar de refugio. (…) Ya no volveremos a dolernos como entonces. Hay que volver a visitar aquel sufrimiento de nuevo por la nostalgia. Uno atesora dolores que nos han traído a vivir como hoy vivimos y hay que revisitarlos de nuevo para confesarnos fracasados.

170Colorido en los azulejos de la fachada. | FOTO: Mila Ojea

Es posible que la madrasa Ulugh Beg sepa mucho de nostalgias y dolores de otros tiempos, pero los tiene escritos en su piel. Existen ahora. Están en cada pequeño azulejo, en cada rincón oculto, detrás de algunas puertas. Igual que en el alma de aquellos que nos dolemos por todo lo que recordamos. Viajar aligera el peso, esparce cenizas olvidadas y recupera nuevos caminos. Y no importa que nuestra fachada esté impecable, colorida y disimulada. Es dentro donde hay que encender el fuego para que todo se ilumine. Abrir esa grieta completamente para que la luz entre a raudales. Volver a arder en lo que somos y siempre seremos.

En el corazón de la madrasa Ulugh Beg
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